Hoy en dia el ser humano puede campar a sus anchas en cualquier rincón salvaje del mundo, que ya quedan pocos. El Parque Nacional de Alaska (el primero de la Tierra declarado como tal a finales del siglo XIX) es el lugar adecuado para aterrizar en avioneta y pasar una larga temporada entre primavera hasta inicios de otoño.
El iluminado Timothy Treadwell creía en ese estilo de vida alternativo (el resto del año lo dedicaba a conferencias y a recaudar fondos) durante trece largos años hasta su muerte por el ataque de un oso. Plato fuerte, el del fin de Timothy.

Werner Herzog escarba en esa obsesión que sentia Treadwell por estos mamíferos y su capacidad de hacer más delgada la línea divisoria entre el ser humano y la naturaleza salvaje. Sin caer en lo tremebundo, el director alemán nos presenta un "Aguirre" contemporáneo y, como este, víctima de su propio destino. Mediante testimonios conocemos un pasado tormentoso llegando a concluir que su visionario acercamiento a las estepas alejadas de la civilización, Treadwell, con vil enloquecida, entra a formar parte de un mundo en el que seríamos incapaces de pertenecer. A través de allí la oda y el canto a la naturaleza y, en particular, su estrecha amistad con los osos. Y es inteligente, como documentalista, que Werner Herzog nos hable de la muerte de Treadwell en los primeros veinte minutos de película y saque positivas conclusiones sobre la memoria de ese hombre apasionado que, sin embargo, rompió con unas leyes establecidas por la Madre Tierra.