Juzguemos a Robin Hood por lo que es.
El bandido injustamente acusado de serlo por el usurpador al trono Juan sin Tierra, que traía la esperanza a los pobres robándoles a los ricos.

Pues ni más ni menos que ese Robin es Errol Flynn. Me importa un huevo si la película ha sido rodada en los años treinta o en el 2018, en pleno siglo XXI.
Lo que importa es la imagen que se da del héroe, y esta versión clásica es la que resume la verdadera personalidad del mítico arquero, junto con la más osada de Kevin Costner de los noventa.
Ambas películas se las recomendaría a cualquier persona que quisiera adentrarse en el verdadero Robin de leyenda, y sobre todo en sus andanzas con Little John, el fraile Tuck y su romance chispeante con Lady Marian, aquí encarnado por la infatigable y encantadadora (igual suena supercursi, pero tenía que decirlo de ella) de Olivia de Havilland, la eterna compañera onscreen por supuesto, de Errol Flynn.
Las escenas de acción son las suficientes, y el humor embarga una cinta sin empañar la seriedad ni el mensaje noble que transmite una figura como Robin, que encarna la lealtad más absoluta hacia su rey Ricardo y toda la fiereza para defender a los que más lo necesitan, sin perder esa parte romántica del héroe que tanto se han empeñado en destrozar en las patéticas últimas versiones que prefiero olvidar que existen, entre ellas la miserable película de Rusell Crowe y la serie del 2010, que se queden con esa basura ellos, que algunos de nosotros preferimos al auténtico Robin.