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Voto de Jinete nocturno:
9
7,6
77.305
Drama. Comedia
Berlín, octubre de 1989. Unos días antes de la caída del Muro, la madre de Alex, una mujer orgullosa de sus ideas comunistas, entra en coma. Cuando despierta ocho meses después, su hijo hará lo posible y lo imposible para que no se entere de que está viviendo en una Alemania reunificada y capitalista. Su objetivo es convertir el apartamento familiar en una isla anclada en el pasado, una especie de museo del socialismo en el que su madre ... [+]
6 de diciembre de 2009
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Y si todo hubiera sido distinto, y si el muro hubiera caído, pero hacia fuera, hasta desbordar el mundo? ¿Y si, en lugar de despertar del absurdo sueño del socialismo, el mundo hubiera despertado en 1989 de la estéril e igualmente inhumana pesadilla del capitalismo? Oh, sí; ya lo sé, lo he oído cada día los últimos veinte años : el socialismo era económicamente inviable, se sostenía a través del Terror y la represión, estaba condenado… blah, blah, blah… Todo eso es cierto. Tan cierto como que nadie, ni el más sesudo analista, fue capaz de predecir el "obvio" derrumbamiento del comunismo ni tan siquiera con un mes de antelación; tan cierto como el 50% de los antiguos alemanes orientales, según las encuestas hechas estos días con motivo del vigésimo aniversario de la caída del muro, añoran los tiempos del comunismo…
Pero no estoy aquí para hablar de política, sino para hablar de cine.
Y en esta maravilla hay mucho cine; cine con mayúsculas, del bueno; cine entendido como arte. Porque “arte” significa belleza y sentimiento. Arte es aquello que indaga en lo profundo de nuestra alma, nos revuelve las tripas y nos hace un nudo en la garganta, que nos conmueve, nos destruye y nos rehace. Y en ese sentido, hacía mucho, mucho tiempo que no se veía una película tan profundamente bella, conmovedora y nostálgica como “Good Bye, Lenin”. Una historia llena de sentimientos, de dulzura y de melancolía, de sueños rotos y de la insufrible añoranza de aquello que puro haber sido pero jamás fue. Y todo ello, y de ahí doble merito, narrado sin sentimentalismo barato ni en melodramatismos zafios; sin caer en los trucos fáciles que vomita a cada instante el cine hollywoodiense, sino a traición, desde el bendito engaño de presentarnos esta historia bajo el manto de la ironía y la comedia.
Porque, ahí radica su fuerza, “Good Bye, Lenin” es sobre todo una película lúcida e ingeniosa, llena de brillantísimos detalles –inolvidable el periplo del protagonista en busca de los dichosos pepinillos Spreewalder - y construida con la precisión que sólo cabe esperar en un alemán –Uwe Boll, aparte-.
Por si todo esto fuera poco mérito, la película, rodada con exquisita corrección formal y con una gama de actores que van en sus interpretaciones de lo solvente a lo simplemente magistral –el chaval protagonista, Daniel Brülh, es un portento-, nos deja para el recuerdo imágenes tan maravillosas como la surrealista y bellísima visión de un enorme Lenin de Bronce ofreciendo su mano muerta a la protagonista desde el cielo, a modo de despedida, o la del primer cosmonauta alemán conduciendo un taxi.
Y, por supuesto, cómo no mencionarla, la hermosísima música de Yann Tiersen, que viste la historia a la perfección...
Bellísima, maravillosa. Deslumbrante.
Pero no estoy aquí para hablar de política, sino para hablar de cine.
Y en esta maravilla hay mucho cine; cine con mayúsculas, del bueno; cine entendido como arte. Porque “arte” significa belleza y sentimiento. Arte es aquello que indaga en lo profundo de nuestra alma, nos revuelve las tripas y nos hace un nudo en la garganta, que nos conmueve, nos destruye y nos rehace. Y en ese sentido, hacía mucho, mucho tiempo que no se veía una película tan profundamente bella, conmovedora y nostálgica como “Good Bye, Lenin”. Una historia llena de sentimientos, de dulzura y de melancolía, de sueños rotos y de la insufrible añoranza de aquello que puro haber sido pero jamás fue. Y todo ello, y de ahí doble merito, narrado sin sentimentalismo barato ni en melodramatismos zafios; sin caer en los trucos fáciles que vomita a cada instante el cine hollywoodiense, sino a traición, desde el bendito engaño de presentarnos esta historia bajo el manto de la ironía y la comedia.
Porque, ahí radica su fuerza, “Good Bye, Lenin” es sobre todo una película lúcida e ingeniosa, llena de brillantísimos detalles –inolvidable el periplo del protagonista en busca de los dichosos pepinillos Spreewalder - y construida con la precisión que sólo cabe esperar en un alemán –Uwe Boll, aparte-.
Por si todo esto fuera poco mérito, la película, rodada con exquisita corrección formal y con una gama de actores que van en sus interpretaciones de lo solvente a lo simplemente magistral –el chaval protagonista, Daniel Brülh, es un portento-, nos deja para el recuerdo imágenes tan maravillosas como la surrealista y bellísima visión de un enorme Lenin de Bronce ofreciendo su mano muerta a la protagonista desde el cielo, a modo de despedida, o la del primer cosmonauta alemán conduciendo un taxi.
Y, por supuesto, cómo no mencionarla, la hermosísima música de Yann Tiersen, que viste la historia a la perfección...
Bellísima, maravillosa. Deslumbrante.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
He aquí una muestra de “humor alemán”:
"Mi madre se perdió el concierto de música clásica ante el ayuntamiento; Schönberg."
"Mi madre se perdió el concierto de música clásica ante el ayuntamiento; Schönberg."