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Voto de Inaki Lancelot:
8
6,0
2.603
Drama
En un hospital de París, un joven se convierte en médico residente del ala gestionada por su padre. Le espera un arduo camino. (FILMAFFINITY)
12 de mayo de 2015
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vivimos sumidos en una campaña de descrédito a los trabajadores de la enseñanza y la sanidad, orquestada por quienes habrían de gestionar el bien común, evitando apropiaciones económicas e intelectuales.
Y, sin embargo, en la cartelera aparece esta fantástica película francesa, «Hipócrates», para ilustrar que el problema no es particularmente español y para reflejar excepcionalmente la vida en un hospital. Sin ahorrarnos ni errores ni miserias personales y sin pretenderlo, consigue ensalzar la grandeza de una profesión única, que da la vida y la recupera con la naturalidad de la costumbre.
«Hipócrates» comienza con el andar decidido de un médico recién licenciado, orgulloso de haber alcanzado su objetivo, que se siente capaz y atisba un reconocimiento social y económico tras su esfuerzo. Pasos que captan primorosamente el ímpetu juvenil al mismo tiempo que la candidez ante todo lo que queda por aprender. Ante tantos conceptos asumidos que desechar o hacer propios. Los suyos y los del espectador.
El joven camina por un pasillo que uno relaciona con los pasadizos más sórdidos de una ciudad peligrosa y que pronto revelan un ritmo terriblemente estresante donde la primera necesidad es mantener la calma. Salimos de dudas. Nos hallamos en un centro clínico. Y ese choque del protagonista con su medio es tónica en este relato nada idealizado del que saldrá un hombre adulto que llegará a odiar su profesión antes de convertirse en una promesa de médico hecha realidad.
Thomas Lilti, cineasta y también galeno, rezuma en su segunda película amor por la profesión y capacidad de expresarlo. Pero también de observarse desde fuera. Por sorprenderse ante la imagen de cómo los suyos se relajan ante la presión de ganar y perder vidas por el camino. Por su familiaridad con cuerpos y vísceras. Por su reflejo del inevitable conflicto entre la administración económica y el nunca rentable ejercicio de ir contra la naturaleza para que la vida no cese.
Y aporta una visión vital sumamente enriquecedora, según la cual toda posición es la cara de una moneda, indisolublemente unida a su opuesta. La una positiva, la otra negativa. Así que su retrato abarca el error médico y el haragán frente a la dedicación y el esfuerzo extenuante. La valentía para asumir riesgos frente al sosiego para ceñirse a un protocolo. El corporativismo que protege indebidamente, pero también sirve de argamasa y combustible para mareas blancas que frenan un deterioro que sólo conviene a tiburones financieros.
El tema de fondo de «Hipócrates» es la integridad profesional. Y evita con astucia caer en maniqueísmos de conductas irreprochables para mostrarnos una personalidad que se debate entre una vocación idealizada y una realidad mejorable.
Como elementos adicionales, reivindica la necesidad de paliar el dolor y evitar el ensañamiento clínico. Y denuncia el tratamiento laboral a médicos extranjeros. Y mucho más. Porque «Hippocrate» es una de esas películas río con multitud de corrientes en las que zambullirse y dejarse arrebatar. Para emocionarse y sentir ira, para salir del cine siendo menos ignorante y sabiéndose acompañado por gente de bien.
Y, sin embargo, en la cartelera aparece esta fantástica película francesa, «Hipócrates», para ilustrar que el problema no es particularmente español y para reflejar excepcionalmente la vida en un hospital. Sin ahorrarnos ni errores ni miserias personales y sin pretenderlo, consigue ensalzar la grandeza de una profesión única, que da la vida y la recupera con la naturalidad de la costumbre.
«Hipócrates» comienza con el andar decidido de un médico recién licenciado, orgulloso de haber alcanzado su objetivo, que se siente capaz y atisba un reconocimiento social y económico tras su esfuerzo. Pasos que captan primorosamente el ímpetu juvenil al mismo tiempo que la candidez ante todo lo que queda por aprender. Ante tantos conceptos asumidos que desechar o hacer propios. Los suyos y los del espectador.
El joven camina por un pasillo que uno relaciona con los pasadizos más sórdidos de una ciudad peligrosa y que pronto revelan un ritmo terriblemente estresante donde la primera necesidad es mantener la calma. Salimos de dudas. Nos hallamos en un centro clínico. Y ese choque del protagonista con su medio es tónica en este relato nada idealizado del que saldrá un hombre adulto que llegará a odiar su profesión antes de convertirse en una promesa de médico hecha realidad.
Thomas Lilti, cineasta y también galeno, rezuma en su segunda película amor por la profesión y capacidad de expresarlo. Pero también de observarse desde fuera. Por sorprenderse ante la imagen de cómo los suyos se relajan ante la presión de ganar y perder vidas por el camino. Por su familiaridad con cuerpos y vísceras. Por su reflejo del inevitable conflicto entre la administración económica y el nunca rentable ejercicio de ir contra la naturaleza para que la vida no cese.
Y aporta una visión vital sumamente enriquecedora, según la cual toda posición es la cara de una moneda, indisolublemente unida a su opuesta. La una positiva, la otra negativa. Así que su retrato abarca el error médico y el haragán frente a la dedicación y el esfuerzo extenuante. La valentía para asumir riesgos frente al sosiego para ceñirse a un protocolo. El corporativismo que protege indebidamente, pero también sirve de argamasa y combustible para mareas blancas que frenan un deterioro que sólo conviene a tiburones financieros.
El tema de fondo de «Hipócrates» es la integridad profesional. Y evita con astucia caer en maniqueísmos de conductas irreprochables para mostrarnos una personalidad que se debate entre una vocación idealizada y una realidad mejorable.
Como elementos adicionales, reivindica la necesidad de paliar el dolor y evitar el ensañamiento clínico. Y denuncia el tratamiento laboral a médicos extranjeros. Y mucho más. Porque «Hippocrate» es una de esas películas río con multitud de corrientes en las que zambullirse y dejarse arrebatar. Para emocionarse y sentir ira, para salir del cine siendo menos ignorante y sabiéndose acompañado por gente de bien.