Si estás asustado por los berridos del ultrafascista Donald Trump; si te preocupan los vómitos de odio, racismo y xenofobia del Obersturmbannführer Torra; si ves la vida amenazada por todas partes, dada su fragilidad y caducidad: Aki Kaurismäki es un buen antídoto para estos momentos de descenso a los infiernos. El nuevo cuento de hadas del autor finlandés tiene como protagonistas a un refugiado sirio y a un restaurador empecinado en llevar su negocio adelante contra viento y marea. Con la complicidad del jefe de sala y la camarera (los únicos trabajadores del local,aparte del cocinero), conseguirá ocultar y dar trabajo a Khaled cuando las autoridades le denieguen la petición de asilo. Kaurismäki ama a sus personajes, frikis que aletean en los márgenes de la sociedad, que sólo piden un poco de amor y solidaridad. Trenza las vicisitudes del inmigrante ilegal con una plasmación realista de los inhumanos trámites burocráticos, pero no pierde en ningún momento la sonrisa insinuada en los labios. No le tiembla el pulso a la hora de denunciar el fascismo latente en una sociedad tan adelantada como la finlandesa, y tampoco pierde el tiempo en disquisiciones o pajas mentales. Los 100 minutos de metraje están hábilmente dosificados para que, aunque parezca que no pasa nada, sucedan muchas cosas y los sentimientos de cada personaje salgan a la luz.Y siempre esa música de tintes country que tanto cautivan al realizador de la película. Es una de esas obras que, al principio, la encaras con escepticismo y poco a poco se te va metiendo dentro, y sin querer sonríes y sientes el corazón un poco más henchido, un poco más consolado. No es cursi, ni mucho menos, la dura realidad está siempre presente en las imágenes, pero ése es el estilo Kaurismäki, en verdad uno de los creadores más originales del cine actual, en la misma galaxia de Jarmusch, por poner un ejemplo. Con un final abierto, para que cada cual saque sus conclusiones. No os la perdáis.