En aquellos años poco se podía elegir.
Aquella serie contó con sus adeptos y sus seguidores pero era difícil de asimilar para gente que no comulgaba con esos entusiasmos.
Unas clases de trabajo duro, como decía la profesora seriamente, para aprender a bailar, música y arte dramático, con historias entre los alumnos más o menos variadas en las que al final, Leroy, el negro fuerte bailarín tenía la voz cantante.
Pero el fondo era lo que se sentía en realidad al ver esos episodios. Yo nunca me hubiera apuntado a esas clases. Un ambiente rancio predominaba los escenarios; los alumnos eran en realidad viejos achacosos disfrazados de jóvenes, de jóvenes resabiados e interesados en aparentar una personalidad valiente y confiada en el mundo que ni mucho menos eran; unas clases de competitividad a base de órdenes secas como los gestos de la profesora de baile, más seca que la arena del desierto que no hacía más que declarar a gritos su oculta frigidez. Un ambiente amargado y tenebroso, dramático y aburrido como el profesor de música, que parecía que llevaba en aquella clase siglos y siglos, como el guardián del calabozo, y que jamás avanzaría ni en su edad ni en sus conocimientos de por sí justitos, ni en su filosofía esotérica y demoníaca.
Cuando acababa el episodio era necesario salir a la calle a respirar una honda bocanada de aire puro porque el opresivo ambiente de esas clases agobiaba de una forma extraña e inquietante.
Tenebrosa, capaz de levantar un cierto terror primitivo en lo más hondo del alma. Para salir corriendo nada más ver a uno de esos alumnos sempiternos y con un punto siniestro, como de sociedad de vampiros, pero tampoco se la puede condenar con la nota mínima porque trabajar, trabajaban.