Lo de dividir los finales en dos partes no siempre resulta efectivo, sobre todo si un exceso de alargamiento estropea el conjunto. Con la saga de Harry Potter funcionó; consiguieron un tono equilibrado y que dejaba con un muy buen sabor. Con la saga Crepúsculo flojea.
Aún así, como el romance de Bella y sus peligrosas aventuras en medio de vampiros y lobos me gustan, esta semi-conclusión de sus periplos tampoco me resulta despreciable. Eso sí, abstenerse los detractores del azúcar, porque aquí hay arrumacos y miradas de cordero degollado a tutiplén.
La tregua entre vampiros y licántropos sufrirá una fatal prueba cuando ocurra un hecho insólito que nadie se esperaba, porque Bella está predestinada a tropezar una y otra vez y a que las cosas más raras acudan a ella, como si las atrajera a voluntad. El caso es que ella continúa siendo fuerte en su debilidad humana, y esa firmeza anidada en su delicado cuerpo es lo que más la caracteriza y lo que le permite afrontar las situaciones más al límite con un espíritu obstinado.
Y de nuevo diversas calamidades giran en torno a ella, quien nunca ha querido llamar la atención, ella que hubiera deseado ser invisible más de una vez. Pero otra vez tiene a un clan entero de vampiros y a unos cuantos lobos protegiéndola.
Ya lo sé, no es una historia apabullante, es más propia de los fervores adolescentes y del gusto quinceañero por los musculitos de Taylor Lautner y la pinta guaperas de Robert Pattinson (aunque yo me decanto sin dudar por su rival, menudo morenito de diecinueve añitos). Pero será que a veces una ve cosas donde no hay demasiado o saca jugo a lo que tiene poco, porque para eso no hay más que a una le guste el cocido en cuestión y aunque sea el cocido más simple, como si fuera un manjar de dioses. Se lo zampa una con ganas y eso es lo que cuenta.
Así que nada, más de lo mismo, otra continuación de franquicia típica, no os la recomiendo mucho si sacáis la ristra de ajos y el crucifijo al oír el nombre de Stephenie Meyer.