Según ciertos pensadores ni siquiera vislumbramos el horizonte de nuestra libertad como escultores de la estatua interior. Aseguran que hemos de disponer de una confianza de hierro para hacer caer la piedra de Sísifo del otro lado. ¿Pueden dos personas radicalmente diferentes encontrar espacio en un mismo ser?¿Sin contaminación ni enfermedad, transcurrir sucesivos en la vida? ¿Decirse adiós para siempre después de haber visitado su desierto particular? La posibilidad por sí misma es inquietante porque transmite el vértigo de la libertad y supone la imposibilidad de conocer a alguien realmente, porque cada interior constituiría un burbujeo incesante imposible de fijar. La estatua no sólo estaría por siempre inacabada, sino que mutaría con violencia, una vez libre de los anclajes del pasado. Esta idea es, en mi opinión, una de las dos contradicciones que hacen que la película funcione. El lograr poner de manifiesto la casi eléctrica atracción-repulsión que la violencia despierta en el espectador es la otra. Compartimos el instinto de conservación de Tom, la mejor persona que una buena mujer ha conocido. Los crímenes que vamos justificando son los mismos que nos descubren el ser que tanto nos repugna. Secretas sinapsis ocultas bajo esponjoso neocórtex sintonizan con la contradictoria tensión de esa mujer. Alimentamos la idea del héroe basada en la violencia e interiormente celebramos la explosiva liberación del hijo. Al final, me temo que suplicaremos la siguiente historia que suministre la dosis de endorfinas suficiente para calmar al mono. Esencialmente, el mismo capaz de trascender la realidad en el cine, entre tantas otras cosas extraordinarias.