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Había un padre

Drama En una ciudad provinciana, un profesor viudo lleva una vida modesta en compañía de su único hijo. Cuando en un viaje escolar, un alumno se ahoga en un lago, él asume la responsabilidad del accidente y dimite. Decide entonces abandonar la ciudad y trasladarse a su pueblo natal. Durante el viaje, padre e hijo discuten sobre el futuro y entre ellos se establece una relación al mismo tiempo cercana y distante. Un día el padre le anuncia que ... [+]
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Críticas 22
Críticas ordenadas por utilidad
25 de junio de 2015
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si cupiese abarcar toda la obra de Ozu en una palabra, yo le nombraría cineasta de la Humildad.

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Encontré el valor exacto de su Cine una soleada tarde de primavera, hace algo más de un año. La que, por entonces, era mi pareja, me citó en un parque para terminar con la relación. Recuerdo la escena; ella y yo en un banco, ambos llorando profusamente, mientras el parque bullía con la actividad de niños, familias y jóvenes parejas, que pasaban al lado nuestra y no parecían vernos. Ambos nos besamos por última vez y cada uno siguió su camino. Yo me secaba las lágrimas con toda aquella feliz algarabía retumbando en mis oídos.

Demasiado desesperado y triste como para permanecer en casa, opté por caminar. Mientras paseaba por la costa de Málaga, que es mi ciudad, me sentí profundamente ofendido. Qué fuerte brillaba el sol y qué sonrisas en los rostros de los viandantes. Niños jugando, gente haciendo deporte, parejas paseando de la mano. El mar tranquilo, como de plata. Y la certeza de que aquel parque que había sido escenario de uno de los momentos más tristes de mi vida, seguía y seguiría siendo lugar de juego de numerosos críos. Y yo, con mi pena, encerrado en mí mismo, rodeado de una feroz, invasiva, invitación a ser feliz. Claro que yo, en ese momento, no lo era, y no podía serlo. ¿Cómo no iba a sentirme ínfimo, sin poder participar de toda esa felicidad, que tan ajena me era ahora? Parecía que el mundo, con todo su brillo, no me pertenecía en lo más mínimo. Yo era un extranjero avergonzado, tomando prestado un escenario de alegría sólo para poder caminar y rumiar mi pena. Mi tristeza me importaba más que todo lo que me rodeaba.

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Ozu captó este contraste en cada una de sus películas; pero, como era un hombre mucho más sabio de lo que yo podré llegar a ser, supo asimilarlo con Humildad de espíritu.

Sabía que, por más que muriesen, no iban a dejar de nacer; que últimos besos no impedirían que nuevos besos se diesen y, al modo en que el Barón de Teive se suicidó recordando que su honda tristeza, su desarraigo, le pertenecía sólo a él, y que no debía definirse lo general con una impresión particular, nos recuerda, en cada una de sus sutiles, delicadas y sencillas películas que es, quizás, más importante el brillo del sol, la existencia de un cielo y un mar que nos custodie, un pequeño jarrón con flores adornando una bonita habitación, que todo lo que nos pueda ocurrir a nosotros, seres pequeños, en nuestra finita y caduca existencia, en nuestra infeliz pequeñez.

Hasta los muebles de una casa, guardianes custodios de nuestra soledad, parecen estar por encima de nosotros, con su hermosa pasividad, su envidiable inexistencia.

Gracias.
Nuño
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24 de setiembre de 2007
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La celebración en el año 2003 del centenario del nacimiento Yasujiro Ozu, movió a algunas salas de Barcelona y Madrid a reponer Buenos días y Cuentos de Tokio, conmemoración a partir de la cual algunos, servidor incluido, descubrimos la obra de tan insigne cineasta, a cuya figura Wenders dedicó el espléndido documental Tokio Ga. 2 años después de la efeméride, los cines de Francia repusieron Había un padre, considerada por muchos una obra maestra olvidada del mencionado director. Rodada poco antes de que éste fuera llamado a filas para participar en la II Guerra Mundial, la película, como es habitual en la filmografía del nipón, es una reflexión, desde el reposo y la sensibilidad delicada y sutil, acerca de la evolución de las relaciones paterno-filiales. La cinta destaca por la agradable fluidez que la narración alcanza desde el estatismo, algo inusitado en el cine actual.
FERNANDO BERMEJO
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4 de julio de 2020
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo se trataba de unos planitos "abstractos" y otros fijos para que el cine fuese algo VIVO. Es todo tan sencillo, tan geométrico, tan ordenado. Es todo tan digno, amoroso,verdadero. Tan bello, tan sabio, tan disciplinado. Sólo se trataba de respetarte a ti mismo por encima de todo lo demás y de ahí surge el respeto a los demás. No necesitas educación "social" si el primer objeto a respetar eres tú mismo. Eso es lo que enseña un padre permanentemente ausente a un hijo, sin estridencias, con la más absoluta normalidad para aceptar los sacrificios de la vida, sin dramatismos, con un estoicismo que nace de la más absoluta seguridad en uno mismo, en unos valores muy estrictos, en una ética samurai. Sin estridencias. Es todo tan sencillo, tan geométrico, tan ordenado. Aquí no hay diálogos falsos, pretendidamente ingeniosos, casablancos, aquí está lo más importante: hay verdad. Incluso si dudamos que la defensa del "deber hacer" esté en una cierta adicción al trabajo, todo es verdad y vida. Amén. Es todo tan sencillo, sí, y tan ordenado y tan geométrico. Hay que renunciar cuando tu deber moral te lo imponga, y actuar cuando te lo mande. Es una espiritualidad no religiosa y el respeto a los altares de los muertos no es por egoísmo, sino por gratitud hacia la obra que nos legaron. El aspecto busca mujeres/ maridos de Ryu es tan tierno que de sus "celestinajes" siempre brota una sonrisa en la cara. Siempre haciendo la misma película y siempre consigue emocionarnos. ¿Cómo se hace eso? ¿Con geometría, con sencillez, con orden?. La poesía está en un canto de ruiseñor. ¿Cómo es posible que toque eso a un alma mucho más negra como la mía sin que se lleve las manos a la cabeza por cursi?. sólo un fallo. En spoiler
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Bartleby
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7 de setiembre de 2015
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contenido y sutil drama del maestro Ozu –como lo es casi toda su filmografía- sobre la relación entre un padre y un hijo y el afecto inalterable que se profesan a pesar de la distancia y el tiempo que pasa. El señor Horikawa es un maestro viudo –siempre excelente Chishu Ryu - que no soporta la responsabilidad de su trabajo tras fallecer uno de sus alumnos en una excursión. El padre abandona su vida anterior y establece una gran distancia con su hijo, tratando seguramente de no sentir el mismo dolor que sintió el padre del niño fallecido, entendiendo que de este modo puede darle la mejor educación posible, donde lo importante sea el deber y no el sentimiento. “No hay tiempo para diversiones” dice. Encontramos en esta película muchas de las constantes de Ozu: planos rodados con la cámara a baja altura, expresivos insertos en forma e planos fijos que abren las siguientes escenas, composiciones de escenas en estilo pictórico con grandes diagonales, abundantes escenas de comida y bebida, preocupación por el matrimonio. Es un relato ágil, con numerosas y amplias elipsis y posiblemente no llega a la gran madurez de los años 50 o 60 de Ozu pero, como cada pedazo de piedra que nos dejó “il maestro” Buonarotti hay que contemplarlo con veneración, agradecimiento e inocencia. Cálidas y emocionantes interpretaciones de Chishu Ryu y Shuji Sano.
Gould
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12 de julio de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
No ocupamos hoy de una de esas pequeñas joyas olvidadas del maestro japonés Yasujiro Ozu. Con su sutileza habitual, el maestro nipón presenta la relación entre un padre, profesor viudo, y su hijo, mostrándonos el sacrificio y la abnegación del padre y el sentido de la responsabilidad del hijo y centrándose en el vínculo que los une a través del tiempo. No cabe duda que la película no adquiere la perfección y depuración del último –y admirable- periodo cinematográfico del gran director japonés, esa sensación de encontrar en cada uno de sus planos la transmisión de una manera de entender la vida, o esa aparente relajación que solo es una forma valiosa de mostrar la densidad de sus películas, aparece, pero no de una forma tan sublime como en sus grandes obras maestras, pero de todos modos, y pese a esas limitaciones, que en buena medida provienen por la comparación con unos títulos que hay que ubicar por derecho propio entre las grandes obras del cine mundial, no se puede negar que el film que nos ocupa es una obra excelente, y en ciertos momentos, conmovedora.

Si hay una palabra que resume esta película, esa es sencillez, pero sencillez en absolutamente todos sus aspectos. Para empezar, la enorme facilidad que Ozu tiene para condensar en apenas hora y media, una historia que abarca muchos años, y en ningún momento resulta apresurada, es envidiable la capacidad de síntesis de su guión para contar única y exclusivamente aquello que merece la pena contarse y no andarse por las ramas, y todo ello contado a través de una serie de escenas que en apariencia no muestran nada, pero realmente lo muestran todo, y sin resultar metafóricamente aburrido, sino todo lo contrario. Ozu nos hace testigos inseparables de lo cotidiano y casi trivial de las vidas de sus personajes principales, testigos de sus sentimientos de culpa, de sus anhelos, de sus sueños, y una vez más, resulta sencillo en esa descripción.

Ozu va filmando el paso del tiempo con la tranquilidad que le caracteriza, con unas elipsis sorprendentes que pasan por muchos años sin ningún recurso que nos avise. Para el director no hace falta hacer énfasis en el paso del tiempo, simplemente quiere que veamos cómo se suceden los acontecimientos poco a poco y cómo las cosas no cambian para nuestros protagonistas. La cámara de Ozu mantiene también una distancia con los personajes parecida a la que hay entre ellos: del mismo modo que padre e hijo se aprecian pero no exteriorizan sus sentimientos, Ozu siente cariño por sus personajes y por sus vidas pero no se aproxima a ellos a nivel emocional. Incluso una escena tan dramática como la muerte del alumno al inicio y los remordimientos del profesor se resuelven con dos súbitas elipsis que evitan profundizar en esos detalles, como si Ozu quisiera evitar unos momentos tan emocionalmente tensos por decoro.

Cuando la película termina, uno se queda con ese tipo de sensaciones que sólo las grandes películas son capaces de dejar, días después las imágenes embriagadoras de este fascinante film no se te borran de la cabeza y aún uno es capaz de recrearse en ellas con la misma facilidad que si las estuviéramos viendo en ese mismo momento. Es el poso de los genios como Ozu, de la magia inmortal del Cine.
Juan Marey
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