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7,4
4.924
3
27 de junio de 2013
27 de junio de 2013
25 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
La transexualidad no es algo fácil de tratar narrativamente, pues el espectador, o el lector si se trata de un libro, querrá que “se lo expliquen”. La afirmación, por parte de alguien (aquí, el protagonista), de haber nacido en un cuerpo con el sexo equivocado contiene un presupuesto muy contundente: se puede nacer en el cuerpo adecuado o no. Pero ¿adecuado –o no– a qué? Esto es lo que sería importante: ¿la identidad sexual, es como aquello que los antiguos llamaban "el alma"? En el fondo, la idea es extremadamente convencional, hasta reaccionaria, a pesar de pretender lo contrario, pues se quiere afirmar que se es lo que se es, y lo contrario es una disfunción –nacer en un cuerpo “equivocado”. No es que la transexualidad sea algo convencional, sino la película, que no entra en materia ni medio minuto y se queda en nada.
El hombre que se siente mujer por dentro es un profesor. Un día se presenta a clase vestido de mujer por primera vez. Espeso silencio, expectación. Hasta que una alumna levanta la mano para hacer una pregunta: no he entendido qué teníamos que hacer con los ejercicios del otro día. Ella sí que ha entendido lo que pasa: el profesor se ha vestido de mujer, nada más, de manera que vayamos a lo que interesa, los contenidos de la clase. Pero el director (que es también el guionista, y el montador) no se da por enterado, y sigue no con la clase, sino con el profesor vestido de mujer. Es una cuestión de vestido: toda la película va de eso, de vestirse de una forma a partir de ahora. No parece que haya más que eso.
La compañera de ese hombre, lógicamente, lo intenta entender, incluso durante un tiempo le apoya. Pero lo deja, pues ‘argumentalmente’ no hay nada que entender.
Los actores han comprendido bien sus papeles. Melvil Poupaud pudo haber tenido un papel difícil, el de transexual. Pero como su personaje no tienen ningún contenido, no hace nada: se pone ante la cámara, con toda la naturalidad y ausencia de contenido. Eso sí, cuando conviene, se viste de mujer y hace un mínimo amago de gestos femeninos. Suzanne Clément hace el papel del espectador (o al menos permite que éste se identifique con ella): no entiende nada a lo largo de toda la película, pues no hay nada que entender, y en algún momento se pone a gritar, para ver si le cuentan algo. Sin éxito.
Vale decir que una película no tiene que explicar el por qué de las cosas, pero sí si toma un formato naturalista, de contar una historia en la que a alguien le ocurre algo. La puesta en escena es agradable. Como en las dos anteriores películas de Xavier Dolan: imágenes bonitas, cuadros bien compuestos. Pero en ellas había algo más: la homosexualidad tenía un peso argumental, aunque para defender su “normalidad” –cosa hoy nada revolucionaria ni sorprendente. En esta última película no hay ni eso. No trata de la transexualidad, sino de un travestismo plano, sin mayores problemas ni trasfondos. Travestismo.
Y a Xavier Dolan cada día se le ve más el plumero. De chico listo.
El hombre que se siente mujer por dentro es un profesor. Un día se presenta a clase vestido de mujer por primera vez. Espeso silencio, expectación. Hasta que una alumna levanta la mano para hacer una pregunta: no he entendido qué teníamos que hacer con los ejercicios del otro día. Ella sí que ha entendido lo que pasa: el profesor se ha vestido de mujer, nada más, de manera que vayamos a lo que interesa, los contenidos de la clase. Pero el director (que es también el guionista, y el montador) no se da por enterado, y sigue no con la clase, sino con el profesor vestido de mujer. Es una cuestión de vestido: toda la película va de eso, de vestirse de una forma a partir de ahora. No parece que haya más que eso.
La compañera de ese hombre, lógicamente, lo intenta entender, incluso durante un tiempo le apoya. Pero lo deja, pues ‘argumentalmente’ no hay nada que entender.
Los actores han comprendido bien sus papeles. Melvil Poupaud pudo haber tenido un papel difícil, el de transexual. Pero como su personaje no tienen ningún contenido, no hace nada: se pone ante la cámara, con toda la naturalidad y ausencia de contenido. Eso sí, cuando conviene, se viste de mujer y hace un mínimo amago de gestos femeninos. Suzanne Clément hace el papel del espectador (o al menos permite que éste se identifique con ella): no entiende nada a lo largo de toda la película, pues no hay nada que entender, y en algún momento se pone a gritar, para ver si le cuentan algo. Sin éxito.
Vale decir que una película no tiene que explicar el por qué de las cosas, pero sí si toma un formato naturalista, de contar una historia en la que a alguien le ocurre algo. La puesta en escena es agradable. Como en las dos anteriores películas de Xavier Dolan: imágenes bonitas, cuadros bien compuestos. Pero en ellas había algo más: la homosexualidad tenía un peso argumental, aunque para defender su “normalidad” –cosa hoy nada revolucionaria ni sorprendente. En esta última película no hay ni eso. No trata de la transexualidad, sino de un travestismo plano, sin mayores problemas ni trasfondos. Travestismo.
Y a Xavier Dolan cada día se le ve más el plumero. De chico listo.
6
21 de mayo de 2013
21 de mayo de 2013
11 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es curioso constatar que la publicidad de esta película solo cuenta la mitad bondadosa de su contenido, escondiendo su verdadero fondo, un experimento fallido de un científico loco –e indolente–, sus cómplices y la vida malbaratada de un chimpancé.
¡Qué bien parado que queda el chimpancé, incluso como actor, y qué poco convincentes los humanos que le rodean! Poco convincentes moralmente, sin duda, pero también actoralmente. Se les nota actuar, mientras que el chimpancé se desenvuelve con todo el desparpajo.
Si fuera una película de ficción, al director también se le habría ocurrido que el promotor del proyecto Nim fuera uno de esos calvos prematuros que se dejan crecer el pelo de un lado para disimular el claro del cráneo (lo observa muy bien una de las becarias, al rememorar la primera vez que le vio, al presentarse como candidata).
Y qué mala suerte tuvo el pobre Nim con su primera familia, la madre posesiva –hasta que acepta que el juego se acabó, y punto, a otra cosa–, y el marido de ésta, el poeta alternativo y ricachón, al cual el chimpancé cala desde un primer momento.
No sólo es que la película esté rodada con lógica simpatía hacia el chimpancé, es que los humanos que salen no son trigo limpio: no lo es, lógicamente, el veterinario experimentador con los animales, pero tampoco el hippie que se las da de "amiguito" .
Que Nim aprovechara la entrada de su primera madre humana en su jaula, de visita después de tantos años de abandono, y la arrastrara violentamente arriba y abajo por todo el recinto, es lo mínimo que podía hacer. Lástima que eso sólo sea contado y no haya imágenes que lo testimonien.
Cada uno de los humano que juguetearon con su vida, miserablemente, abandonándolo después, tendría que haber desfilado, uno a uno, en el interior de la jaula para que Nim les diera una parte de su merecido. Todo no, porque no es cosa de defender ahora la crueldad contra los humanos ni la reinstauración de la pena de muerte.
Un magnífico documental rodado a favor de "nuestros" parientes cercanos, a quienes lo mejor que se les puede hacer es dejarles vivir en paz. Y que los doctores Mengueles de turno experimenten con sus propios cuerpos.
¡Qué bien parado que queda el chimpancé, incluso como actor, y qué poco convincentes los humanos que le rodean! Poco convincentes moralmente, sin duda, pero también actoralmente. Se les nota actuar, mientras que el chimpancé se desenvuelve con todo el desparpajo.
Si fuera una película de ficción, al director también se le habría ocurrido que el promotor del proyecto Nim fuera uno de esos calvos prematuros que se dejan crecer el pelo de un lado para disimular el claro del cráneo (lo observa muy bien una de las becarias, al rememorar la primera vez que le vio, al presentarse como candidata).
Y qué mala suerte tuvo el pobre Nim con su primera familia, la madre posesiva –hasta que acepta que el juego se acabó, y punto, a otra cosa–, y el marido de ésta, el poeta alternativo y ricachón, al cual el chimpancé cala desde un primer momento.
No sólo es que la película esté rodada con lógica simpatía hacia el chimpancé, es que los humanos que salen no son trigo limpio: no lo es, lógicamente, el veterinario experimentador con los animales, pero tampoco el hippie que se las da de "amiguito" .
Que Nim aprovechara la entrada de su primera madre humana en su jaula, de visita después de tantos años de abandono, y la arrastrara violentamente arriba y abajo por todo el recinto, es lo mínimo que podía hacer. Lástima que eso sólo sea contado y no haya imágenes que lo testimonien.
Cada uno de los humano que juguetearon con su vida, miserablemente, abandonándolo después, tendría que haber desfilado, uno a uno, en el interior de la jaula para que Nim les diera una parte de su merecido. Todo no, porque no es cosa de defender ahora la crueldad contra los humanos ni la reinstauración de la pena de muerte.
Un magnífico documental rodado a favor de "nuestros" parientes cercanos, a quienes lo mejor que se les puede hacer es dejarles vivir en paz. Y que los doctores Mengueles de turno experimenten con sus propios cuerpos.
12 de junio de 2013
12 de junio de 2013
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe cierta poética cinematográfica que tuvo su época y que irremediablemente se perdió, como otras poéticas han ido apareciendo, perdiéndose igualmente luego, una tras otra. Todo tiende a su desaparición, hasta el fin del tiempo, como dice la canción y como se titula esta película.
Claro, queda la película misma, para que la vean –la revivan, la resuciten– los futuros espectadores. Pero a veces existen obstáculos que impiden acceder limpiamente a esas imágenes del pasado, y no necesariamente porque no haya sido editada en dvd (pues no es el caso). Y uno de esos obstáculos puede ser el del tópico. ¿Una película sobre la vuelta de los soldados tras la guerra, las heridas, visibles o no, y las enormes dificultades para adaptarse a la vida civil? Esto ya se ha hecho muchas veces, y de una forma inmejorable con Los mejores años de nuestra vida. También se pueden atacar los dos tópicos: una película no solo trata sobre algo, no solo es un argumento, y ninguna es inmejorable, siendo muy valiosa Los mejores años de nuestra vida, pues cualquier cosa puede y debe ser abordada desde muchos puntos de vista. Entonces uno puede tratar de ver la película en cuestión de una forma más limpia de comparaciones. Y disfrutar de esa poética que digo.
No es que Dmytryk tuviera un estilo muy definido, ni se adhiriera a una poética muy específica a lo largo de su larga trayectoria. En esta película en concreto, recoge algo que está en la época. Pero solo un año después volvía a un argumento de soldados recién regresados a la vida civil, con Robert Mitchum otra vez de protagonista, si bien entonces con unos presupuestos enteramente distintos, argumentales y visuales. Me refiero a Encrucijada de odios (1947). Lo que casi todas las películas de Dmytryk tienen en común es el buen hacer, notándose que siempre se sirvió de los materiales de los que disponía en cada ocasión, seguro que a menudo impuestos por las circunstancias (económicas, sin duda; políticas, también; de justificación personal, a partir de cierto momento, evidentemente).
Veamos eso de la “poética” específica de Hasta el fin del tiempo. Hay elementos, he dicho, de la época. En 1946, año de su producción, todavía se podían usar elementos visuales específicamente expresionistas sin hacer una película expresionista en absoluto. Hay muchos encuadres, planificaciones, usos de geometrías y de sombras que vienen directamente de aquella estética, pero metidos en un conjunto de realismo cotidiano muy distinto. Por otro lado, hay una iluminación que en ocasiones tienden a una abstracción ensoñadora que ayuda a recalcar cierta evasión de la realidad que viven los personajes, reincorporados de golpe a una vida de la que se habían ausentado.
Al espectador actual le puede sorprender encontrarse con un guión tan bien escrito. La historia resulta sin duda muy sencilla, pero es evidente que esto es lo que se buscaba. En cambio, hay que ver lo bien que dicen los personajes sus palabras. No es que hablen bien, en un sentido académico, sino que se ajusta muy bien lo que dicen y su decir en el contexto. Incluso la ingenuidad de los comportamientos tiene mucho de esa poética epocal.
A un joven Mitchum se unen los hoy muy olvidados Dorothy McGuire y Guy Madison, todos ellos impecables, como el resto del reparto. A veces uno ve una película como esta y la recibe como la participación (me cuesta decir testimonio) de una vivencia de algo que pasó y que estaba ahí no perdido del todo para, de alguna manera, revivirlo.
Claro, queda la película misma, para que la vean –la revivan, la resuciten– los futuros espectadores. Pero a veces existen obstáculos que impiden acceder limpiamente a esas imágenes del pasado, y no necesariamente porque no haya sido editada en dvd (pues no es el caso). Y uno de esos obstáculos puede ser el del tópico. ¿Una película sobre la vuelta de los soldados tras la guerra, las heridas, visibles o no, y las enormes dificultades para adaptarse a la vida civil? Esto ya se ha hecho muchas veces, y de una forma inmejorable con Los mejores años de nuestra vida. También se pueden atacar los dos tópicos: una película no solo trata sobre algo, no solo es un argumento, y ninguna es inmejorable, siendo muy valiosa Los mejores años de nuestra vida, pues cualquier cosa puede y debe ser abordada desde muchos puntos de vista. Entonces uno puede tratar de ver la película en cuestión de una forma más limpia de comparaciones. Y disfrutar de esa poética que digo.
No es que Dmytryk tuviera un estilo muy definido, ni se adhiriera a una poética muy específica a lo largo de su larga trayectoria. En esta película en concreto, recoge algo que está en la época. Pero solo un año después volvía a un argumento de soldados recién regresados a la vida civil, con Robert Mitchum otra vez de protagonista, si bien entonces con unos presupuestos enteramente distintos, argumentales y visuales. Me refiero a Encrucijada de odios (1947). Lo que casi todas las películas de Dmytryk tienen en común es el buen hacer, notándose que siempre se sirvió de los materiales de los que disponía en cada ocasión, seguro que a menudo impuestos por las circunstancias (económicas, sin duda; políticas, también; de justificación personal, a partir de cierto momento, evidentemente).
Veamos eso de la “poética” específica de Hasta el fin del tiempo. Hay elementos, he dicho, de la época. En 1946, año de su producción, todavía se podían usar elementos visuales específicamente expresionistas sin hacer una película expresionista en absoluto. Hay muchos encuadres, planificaciones, usos de geometrías y de sombras que vienen directamente de aquella estética, pero metidos en un conjunto de realismo cotidiano muy distinto. Por otro lado, hay una iluminación que en ocasiones tienden a una abstracción ensoñadora que ayuda a recalcar cierta evasión de la realidad que viven los personajes, reincorporados de golpe a una vida de la que se habían ausentado.
Al espectador actual le puede sorprender encontrarse con un guión tan bien escrito. La historia resulta sin duda muy sencilla, pero es evidente que esto es lo que se buscaba. En cambio, hay que ver lo bien que dicen los personajes sus palabras. No es que hablen bien, en un sentido académico, sino que se ajusta muy bien lo que dicen y su decir en el contexto. Incluso la ingenuidad de los comportamientos tiene mucho de esa poética epocal.
A un joven Mitchum se unen los hoy muy olvidados Dorothy McGuire y Guy Madison, todos ellos impecables, como el resto del reparto. A veces uno ve una película como esta y la recibe como la participación (me cuesta decir testimonio) de una vivencia de algo que pasó y que estaba ahí no perdido del todo para, de alguna manera, revivirlo.
9
21 de mayo de 2013
21 de mayo de 2013
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un retrato de varios horrores sobrepuestos, en muchos casos complementarios. De entrada y especialmente, retrato del horror de la familia, hecho de la única manera que eso es posible, o sea, centrándose en una en concreto. El horror de una paidofilia llevada en secreto y autorepresión, malamente satisfecha a base de revistas pornográficas, y acaso con actos furtivos, aquí y allá (aquí la ambigüedad forma parte del mismo horror: ¿molestó a niños, hijos de amigos suyos, a lo largo de los años?). El horror de una histeria colectiva, desencadenada en una pequeña comunidad de clase media acomodada, que hace de la exageración de un caso de pederastia (en principio, un señor que compra revistas porno por correo) una violencia contra sus propios menores, obligándoles a confesar (y a creerse) unas violaciones que no han sufrido. El horror de una policía y un sistema judicial descontroladamente perversos.
Pero todavía queda un horror por señalar, que esta película explora sabiamente y sin el cual no existiría: la compulsión fílmica (llamémosla así), de una familia “normal”, cuyos miembros se pasan el día filmándose. Incluso practican el diario filmado (el padre y un hijo, separadamente, se ponen ante la cámara y hablan ante ella). Y no solo se filman en fiestas familiares, en la playa, durante los juegos infantiles, sino que también lo hacen en momentos tan terribles como en las noches previas al ingreso en prisión del padre y del hijo.
Cada familia con su horror. Uno piensa en el cruel retrato de El desencanto, de Chávarri. También los padres y tres hijos varones encerrados en su infierno. Aquí el retrato es más árido porque uno puede ver a los protagonistas siendo niños, jovencitos y hombres que entran en la madurez y viven aplastados por una experiencia que no hay manera de manejar bien. Está muy bien ver al padre siempre ausente, raramente hablando (y en el momento de hacer la película ya no lo podía hacer, puesto que ya había muerto). La madre, “componiendo” un personaje tremendo, frío (era frígida, según uno de los hijos), ajeno a los juegos y al sentido del humor del marido y los hijos, que incomprensiblemente se prestó a dejarse entrevistar en largas sesiones. Sorprende ver al hijo que ejerce de payaso de cumpleaños para niños, “el mejor de Nueva York”, se dice al final de la película: ¿sería consciente ese hombre del raro servicio que se hacía a sí mismo, aireando el turbio caso del padre pederasta, acaso también su hermano?
Quedan las grandes dudas que nadie puede resolver, y que la película deja honestamente en el aire: ¿hubo algún caso de abuso sexual por parte del padre, en el colegio donde daba clases? ¿colaboró su hijo menor en esos abusos, en colaboración con el padre? ¿fue objeto de abusos el mismo hijo, en su infancia? ¿fueron manipulados los alumnos por parte de la policía y autoridades judiciales, teledirigiendo los interrogatorios, como sugiere un psicólogo infantil? Etcétera. El único caso cierto, probado, es que el padre había comprado una revista de porno infantil y que, tras un registro, la policía encontró más revistas de este tipo en su casa.
Hay más, mucho más, pues la película está sutilmente montada, mostrando muchos detalles, con breves referencias. Por ejemplo, está el impagable hermano del padre, que va apareciendo a lo largo de la película, en declaraciones que hace frente a la cámara. Es un hombre de 65 años, de maneras suaves, con afectados movimientos de ojos y de manos. El caso de su hermano y sobrino queda algo lejos, y el hermano ya murió, pero él sigue completamente abrumado por aquel caso, que no comprende ni cree que se basara en hechos realmente ocurridos. Sólo al final de la película se muestra lo que resultaba obvio: al lado de su compañero sentimental, otro señor de cierta edad, con el perro salchicha que tratan con gran dulzura. Esto, por supuesto, no tiene ninguna importancia, pero la sabia manera de ser presentado en la película aporta otro interrogante: dos únicos hermanos (con una hermana muerta poco después de nacer) con una misma orientación sexual, bien que uno de ellos dirigida a menores. Y de nuevo se lanza otra ambigüedad: ¿abusó el hermano mayor –el padre de los tres hijos– de su hermano menor, cuando eran niños, cual iniciación sexual de ambos? La duda surge de un comentario que había hecho en este sentido el hermano mayor, ya difunto, a una periodista. Pero el hermano menor no lo recuerda de ninguna manera, si eso ocurrió se le borró completamente de la mente, y lo dice haciendo un gesto de gran teatralidad, manteniendo un largo rato la palma de una mano pegada a su frente, como intentando revelar una verdad íntima que se le escapa completamente.
Hay otro entrevistado cuyo retrato va más allá de las palabras que dice. Se trata de un o de los niños, supuesta víctima de abusos, que aparece ya adulto ante la cámara. Todo lo que dice está envuelto entre las brumas de la declaración inducida por la policía, cuando era niño. Incluso empleando la hipnosis, como él mismo recuerda (y que un psicólogo dice en la misma película que resulta muy poco recomendable, pues en un niño puede crear recuerdos falsos, a partir de las insidiosas preguntas que se le hacen). Pero hay que ver cómo se sitúa ese hombre ante la cámara: la cara está oscurecida para que no se le reconozca –lo cual es perfectamente justificable–, pero lleva un pantalón corto, y pasa de estar sentado a recostarse en el sofá, de una forma crecientemente indolente, casi impúdica.
En fin, no sé cuándo se estrenó ni con qué audiencia. Yo la pillé en una filmoteca, en un ciclo de cine documental, y veo que puede ser alquilada en ciertos videoclubs. Vale la pena hacerse cargo de ella.
Pero todavía queda un horror por señalar, que esta película explora sabiamente y sin el cual no existiría: la compulsión fílmica (llamémosla así), de una familia “normal”, cuyos miembros se pasan el día filmándose. Incluso practican el diario filmado (el padre y un hijo, separadamente, se ponen ante la cámara y hablan ante ella). Y no solo se filman en fiestas familiares, en la playa, durante los juegos infantiles, sino que también lo hacen en momentos tan terribles como en las noches previas al ingreso en prisión del padre y del hijo.
Cada familia con su horror. Uno piensa en el cruel retrato de El desencanto, de Chávarri. También los padres y tres hijos varones encerrados en su infierno. Aquí el retrato es más árido porque uno puede ver a los protagonistas siendo niños, jovencitos y hombres que entran en la madurez y viven aplastados por una experiencia que no hay manera de manejar bien. Está muy bien ver al padre siempre ausente, raramente hablando (y en el momento de hacer la película ya no lo podía hacer, puesto que ya había muerto). La madre, “componiendo” un personaje tremendo, frío (era frígida, según uno de los hijos), ajeno a los juegos y al sentido del humor del marido y los hijos, que incomprensiblemente se prestó a dejarse entrevistar en largas sesiones. Sorprende ver al hijo que ejerce de payaso de cumpleaños para niños, “el mejor de Nueva York”, se dice al final de la película: ¿sería consciente ese hombre del raro servicio que se hacía a sí mismo, aireando el turbio caso del padre pederasta, acaso también su hermano?
Quedan las grandes dudas que nadie puede resolver, y que la película deja honestamente en el aire: ¿hubo algún caso de abuso sexual por parte del padre, en el colegio donde daba clases? ¿colaboró su hijo menor en esos abusos, en colaboración con el padre? ¿fue objeto de abusos el mismo hijo, en su infancia? ¿fueron manipulados los alumnos por parte de la policía y autoridades judiciales, teledirigiendo los interrogatorios, como sugiere un psicólogo infantil? Etcétera. El único caso cierto, probado, es que el padre había comprado una revista de porno infantil y que, tras un registro, la policía encontró más revistas de este tipo en su casa.
Hay más, mucho más, pues la película está sutilmente montada, mostrando muchos detalles, con breves referencias. Por ejemplo, está el impagable hermano del padre, que va apareciendo a lo largo de la película, en declaraciones que hace frente a la cámara. Es un hombre de 65 años, de maneras suaves, con afectados movimientos de ojos y de manos. El caso de su hermano y sobrino queda algo lejos, y el hermano ya murió, pero él sigue completamente abrumado por aquel caso, que no comprende ni cree que se basara en hechos realmente ocurridos. Sólo al final de la película se muestra lo que resultaba obvio: al lado de su compañero sentimental, otro señor de cierta edad, con el perro salchicha que tratan con gran dulzura. Esto, por supuesto, no tiene ninguna importancia, pero la sabia manera de ser presentado en la película aporta otro interrogante: dos únicos hermanos (con una hermana muerta poco después de nacer) con una misma orientación sexual, bien que uno de ellos dirigida a menores. Y de nuevo se lanza otra ambigüedad: ¿abusó el hermano mayor –el padre de los tres hijos– de su hermano menor, cuando eran niños, cual iniciación sexual de ambos? La duda surge de un comentario que había hecho en este sentido el hermano mayor, ya difunto, a una periodista. Pero el hermano menor no lo recuerda de ninguna manera, si eso ocurrió se le borró completamente de la mente, y lo dice haciendo un gesto de gran teatralidad, manteniendo un largo rato la palma de una mano pegada a su frente, como intentando revelar una verdad íntima que se le escapa completamente.
Hay otro entrevistado cuyo retrato va más allá de las palabras que dice. Se trata de un o de los niños, supuesta víctima de abusos, que aparece ya adulto ante la cámara. Todo lo que dice está envuelto entre las brumas de la declaración inducida por la policía, cuando era niño. Incluso empleando la hipnosis, como él mismo recuerda (y que un psicólogo dice en la misma película que resulta muy poco recomendable, pues en un niño puede crear recuerdos falsos, a partir de las insidiosas preguntas que se le hacen). Pero hay que ver cómo se sitúa ese hombre ante la cámara: la cara está oscurecida para que no se le reconozca –lo cual es perfectamente justificable–, pero lleva un pantalón corto, y pasa de estar sentado a recostarse en el sofá, de una forma crecientemente indolente, casi impúdica.
En fin, no sé cuándo se estrenó ni con qué audiencia. Yo la pillé en una filmoteca, en un ciclo de cine documental, y veo que puede ser alquilada en ciertos videoclubs. Vale la pena hacerse cargo de ella.
6
23 de mayo de 2013
23 de mayo de 2013
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una cosa curiosa de ese personaje que se disfraza de sacerdote para sobrevivir es no solamente que a veces parece olvidarse de que no es realmente sacerdote, sino que hace que lo olvide el espectador mismo (al menos este que ahora escribe). Bogart podía hacer esto y mucho más. Como sentarse al piano y cantar una canción con un grupo de niños chinos. Y resulta que Bogart no canta nada mal. Su arte brilla tanto, haciendo lo que sea, que al final uno se olvida de que en realidad la película no funciona muy bien, que todo es un poco descabellado y forzado. Da igual, que también sale Lee J. Cobb disfrazado de chino malo, pero comprensivo: en su caso es el actor quien se ha disfrazado, no el personaje, pero lo olvidas de la mano de su arrebatador talento, aunque solo sea en un par de escenas que comparte magníficamente con Bogart. Y así el remilgado personaje de Gene Tierney, o la resabiada que compone Agnes Moorehead. Y cualquiera que pase por allí, en algún rincón de plano. Todos están en su sitio, y la mayoría brillando con su estilo. Claro que es una marca mayor de la casa, de Dmytryk, un gran director de actores, entre otras cosas grandes. Incluso consigue colar sus blandos ideologemas religiosos, que lo hace tan bien, con tanta soltura y buen oficio, que uno lo acepta sin rechistar. No hay escena, encuadre, movimiento de cámara, retrato de un espacio, uso del color, medida de tiempo o enlace de situaciones que no fluya, que no funcione agradablemente.
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