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Críticas 1.171
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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27 de mayo de 2018 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“On the Waterfront”, como la propia figura de su director, Elia Kazan, supone un ejemplo palmario de que la ética y la estética constituyen dos maneras muy diferentes de enfrentarse al mundo —la primera juzgándolo, la segunda recreándolo—, por ende necesitadas de sendas áreas de acción convenientemente delimitadas y, a mi juicio, cuanto más estancas mejor para ambas. Quienes en la ceremonia de los Oscar de 1999 negaron a Kazan el aplauso por su galardón honorífico ignoraban, o deliberadamente obviaron dicha separación, toda vez que el premio lo era a una carrera de altísimo nivel y no a la catadura moral de su artífice. Elia Kazan delató a varios compañeros de profesión ante el aberrante Comité de Actividades Antiamericanas y “On the Waterfront” no es sino una apología maniquea de aquella traición: convierte a los líderes de la estiba, entonces de ideología comunista, en pérfidos hampones y al chivato en héroe romántico. Sin embargo, ni lo primero resta un ápice de valor a la aportación que Kazan —junto al propio Brando— hizo a la profunda renovación experimentada por el lenguaje cinematográfico durante las dos décadas siguientes, ni lo segundo implica rebaja alguna para con la película que nos ocupa. Al contrario, “On the Waterfront” se cuenta entre las obras máximas de la historia del cine.
Boris Kaufman, director de fotografía, dota a sus imágenes de una sequedad casi documental que demanda la ambientación obrera, casi lumpen, de la historia y que entronca con el “Neorrealismo” italiano, germen de la antedicha, vivificadora sacudida —“Nouvelle Vague” francesa, “Free Cinema” británico— que recibirá la narrativa fílmica en los años sucesivos. Claro que, si hablamos de zarandeos, asistimos a una demostración por demás ilustrativa del que le propinó Marlon Brando a la interpretación. Encarnación pluscuamperfecta del “Método” trasplantado a la pantalla por Lee Strasberg y, precisamente, Elia Kazan, aquí se rasca, se asoma a una cortina y da de comer a las palomas con una intensidad próxima a la implosión. El abismo entre significante y significado que se adivina tras cada una de sus acciones es un dedo veterotestamentario señalando acusador la vacuidad de nuestras existencias. Cuando Brando hojea una revista de señoras en paños menores reflexiona sobre las “condiciones subyacentes de verdad”, qué más da si su personaje es un ex-boxeador sonado. En fin, un amaneramiento el suyo insufrible y, no obstante, hipnótico, hasta un punto tal que su ausencia hace decaer la tensión de cualquiera sea la película en que se vea involucrado. Para algunos, el mejor actor de la historia; para otros, como mi abuelo, “el peor actor del mundo”. Para mí, un histrión que es puro cine, uno de los astros más luminosos de su firmamento y que, por eso mismo, en ocasiones —la verdad, muchas—, llega incluso a deslumbrar, en el mejor y en el peor de los sentidos.
30 de enero de 2018 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Ford, máximo exponente del cine americano, traduce a imágenes —y qué imágenes— una de las obras cumbre de la narrativa de aquel país. El resultado, lógicamente, está más allá del adjetivo. Aun así, lo voy a intentar.
Con ser una película de tesis —lo mismo que la novela de Steinbeck— y, en cuanto tal, un tanto maniquea, “The Grapes of Wrath” invita a una reflexión sobre lacerante, ciertamente oportuna, especialmente en los precarios días que nos ha tocado vivir. Esto es, puede que las mal llamadas “crisis económicas” no constituyan sino una excusa, a todas luces fraudulenta, para que los ricos lo sean todavía más, y ello a costa de los pobres. Las recientes, enervantes cifras del 1% de la población apretándose el 82% del patrimonio mundial hablan por sí solas.
Independientemente de lo cual, y coincido con lo dicho por otros plumillas antes que yo —probablemente mucho mejor también—, Ford entona aquí un emotivísimo canto, dolorosamente humano, a la dignidad con que los desfavorecidos sobrellevan los implacables palos que les da la vida, si es que cabe llamar así a tamaña ristra de infortunios. Claro que, precisamente caracteriza a la Vida con mayúscula el abrirse paso entre las circunstancias menos propicias para el éxito, con la especie humana como ejemplo palmario.
En el universo fordiano, la lucha por la supervivencia se acompaña, además, de una alegría a brazo partido y hombro con hombro, probable herencia del acervo católico irlandés y su tradición de penas compartidas. La populosa familia de inmigrantes de la que el propio Ford era el benjamín no debía de diferir demasiado de esos Joad cuya homérica peripecia nos desgrana “The Grapes of Wrath”. De hecho, los elencos de sus películas siempre parecen más un clan perfectamente avenido que un grupo de profesionales reunidos meramente “ad hoc”.
Admirables muestras de retórica sin cursilería, han quedado para la posteridad los discursos con que el díscolo bracero encarnado por Henry Fonda y su inquebrantable madre hacen sendos e inmortales mutis por el foro. Asimismo memorable es la fotografía con que Gregg Toland nos regala la mirada, más si se ha tenido, como yo, la ocasión de disfrutar de una versión restaurada. Ya desde el plano inicial, con la figura de Tom Joad recortándose en la lejanía de una de las tantas carreteras eternas que atraviesan los Estados Unidos, asistimos a una colección de estampas de la Gran Depresión tan bellas como desgarradoras y, en cualquier caso, prodigiosas: sólo el “travelling” subjetivo de la llegada al campamento chabolista vale por la entera carrera cinematográfica de la mitad de los directores que en el mundo han sido.
9 de diciembre de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
He descubierto “The One I Love” en una de las incontables listas de que se nutre buena parte de los artículos de otros tantísimos magazines online. Perpetrador de alguna que otra yo mismo, me abstendré de valorar la utilidad que a la mayoría les supongo, incluidas las que llevan mi firma.
A ésta, que versaba sobre películas de ciencia ficción poco conocidas, le he hecho caso principalmente porque me llegó enlazada de parte de un buen amigo al que adorna un admirable olfato para el subgénero. De hecho, es gracias a su erudición que en los últimos meses he disfrutado de joyitas, no por pequeñas menos dignas, como “Moon” (ídem, 2009) o “Coherence” (ídem, 2013), con la que no cuesta emparentar la cinta que nos ocupa.
“The One I Love”, cuyo título me recuerda a “The One That You Love”, almibarada canción de los igualmente empalagosos “Air Supply” —ni que decir tiene que, por suerte, toda semejanza acaba ahí—, es una comedia dramática —“dramedia”, en el horrísono neologismo— con, a mi juicio, un componente bastante mayor de lo segundo que de lo primero. Porque, salvando la desenfadada apariencia de sus protagonistas, todo en ella, incluido el refrescante elemento paradojal, resulta inquietante.
Con sus pespuntes sobrenaturales, “The One I Love” plantea una incómoda reflexión en torno a la vida en pareja cuando el amor se acaba, o se cansa o se aburre, y también acerca de éste en cuanto proyección de los anhelos propios, por ende, mera satisfacción egoísta en lugar de la entrega incondicional que se nos ha venido vendiendo desde el tiempo de los trovadores, allá por el siglo XIII.
Desolador y ya visto, sí. Pero el formato —como poco juguetón, brillante en ocasiones— y el trabajo de sus intérpretes, ambos sobresalientes en las dos versiones de cada uno, le dan una impronta novedosa y muy de agradecer a este recomendable manifiesto antirromántico.
25 de noviembre de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Ozu proporciona un inestimable placer visual. La precisa geometría de sus encuadres, pareciera que tirados a escuadra y cartabón, y el leve contrapicado que imprime a las imágenes contribuyen a la belleza de un lenguaje fílmico, además, muy característico, de hecho inconfundible.
A la paz de espíritu que siempre trae la contemplación de la belleza se suma la contagiada por esa lentitud de mundo antiguo y, por desgracia, extinto, no sólo característica del Japón anterior a la bomba atómica, sino del de nuestros mayores todos, que Ozu acostumbra a retratar, como reivindicándola frente a las prisas modernas. Encarnación de lo cual, junto al moroso tempo de la película, es la cachaza casi búdica de un Chishu Ryu sencillamente maravilloso.
Pero cuidado, la defensa de un estilo de vida más calmo no es óbice para la crítica feroz que a ciertos valores tradicionales dedica Ozu en esta “Banshun”, en concreto a la situación de absoluta intrascendencia que éstos reservan a la mujer, más allá de su función en tanto criada del padre primero y del esposo después. Resulta particularmente doloroso ver cómo la luminosa Noriko que interpreta Setsuko Hara se va apagando conforme se acerca el día de esa boda que todo el mundo quiere para ella... menos ella misma. El anhelo de quedarse junto a su venerado padre viudo y el rechazo que le inspira el matrimonio parecen no ya inaceptables, sino directa y desoladoramente incomprensibles para una sociedad reticente a abandonar dinámicas ancestrales y, por ende, profundamente arraigadas en el inconsciente colectivo. En contraste, la libertad con que vive su vida la felizmente divorciada Yumeji Tsukioka no hace sino acrecentar la sensación de sofoco.
La tensión irresoluble entre tradición y modernidad atraviesa las historias, sólo en apariencia mínimas, de Ozu. Un tema recurrente es, asimismo, el de la soledad. El retrato alegórico que hace de ella el último plano de “Banshun”, las manos de Chishu Ryu pelando una manzana en una sola tira —como probablemente le enseñara en su día a hacerlo a una Noriko niña—, constituye un ejemplo antológico de lírica sin engolamiento. En fin, al que no se le salten las lágrimas después de ver esta joya no tiene corazón.
7 de noviembre de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Flatliners” constituye una de las mayores estupideces con las que jamás he tenido la desgracia de perder mi, por otra parte, no tan valioso tiempo.
La premisa es como sigue: a un brillante MIR le apetece darse una vuelta por el otro barrio. A ver qué se cuece, cómo está el color local. A ojear el ganado, vamos. De modo que convence a sus compañeros y sin embargo amigos —aunque esto, en ocasiones, no lo parezca—, igual de premios extraordinarios de carrera, para que le provoquen la muerte cerebral durante un minuto y, a continuación, lo resuciten.
No contentos con lo antedicho, y llevando la doctrina del “nohayhuevos” hasta sus últimas consecuencias, se pican a ver quién aguanta más rato fiambre. Como cuando, borracho, fumado o —mi caso— ambas, te retabas con tus colegas igual de fumados y borrachos a comer guindillas de bote.
La prueba definitiva de que estos cinco mancebos tal vez no sean las lumbreras que sus abuelas creen radica en que ninguno se plantea que exista una relación, siquiera remotísima, entre las alucinaciones paranoides que todos empiezan a sufrir con un probable daño neurológico causado por la hipoxia. Pasada una hora larga de película, Kevin Bacon, el único al que no parece haberle tocado el título de Medicina en una tómbola, cae en la cuenta. Respecto al motivo de que salga de su residencia por la ventana, imagino que habrá perdido las llaves y le viene mal hacerse con una copia.
Joel Schumacher, conspicuo muñidor de bodrios, nos sirve tamaña bazofia con un acompañamiento generoso del barroquismo visual, iluminación de videoclip y “sfumatto” intransitable tan del pésimo gusto de los noventa. Sólo me cabe añadir que una versión literal del título original, algo tipo “Los del encefalograma plano”, hubiera estado más cerca del nivel intelectual manifestado por todos los implicados en este horror sin paliativos.
Que la semana pasada se estrenase un remake con la, hasta la fecha, respetable y respetada Ellen Page a la cabeza del reparto, no hace sino confirmar el lastimoso estado en que se encuentra el cine comercial actual.
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