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SerieDocumental

8,2
3.753
6
26 de agosto de 2016
26 de agosto de 2016
42 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
“The Story of Film: An Odyssey” es una serie documental personalísima. Tan controvertida que, en ocasiones, uno llega a preguntarse si no sería precisamente levantar ampollas el principal objetivo de su factótum, el crítico norirlandés Mark Cousins. Así se desprende, al menos, de asertos de una osadía tal que “Hollywood no es clásico, Japón sí” o “si hay una película de visión obligada para cualquier cineasta, ésta es “Performance” (ídem, 1970)”, y del —a mi juicio, muy poco acertado— paralelismo que establece entre Jane Campion e Ingmar Bergman, y Baz Luhrmann y Vincente Minnelli, respectivamente.
Además, su desprecio por el sistema de estudios denota una actitud un tanto elitista, intelectualmente acomodaticia y de un reduccionismo insostenible, toda vez que él mismo se entretiene en señalar las grandes diferencias, de forma y fondo, entre los tres grandes —Metro, Warner y Paramount—. No es la coherencia, como se ve, un punto fuerte en los análisis de Cousins. De hecho, corona su encendida apología del manifiesto Dogma afirmando que “la mejor obra de Von Trier en los 90 —” Breaking the Waves” (Rompiendo las olas, 1996)— infringió las normas del Dogma”.
Su a veces excesivo fervor multicultural le lleva a poner cinematografías como la iraní, la cubana o la senegalesa al mismo nivel, o incluso superior, que la norteamericana y las europeas —tiene gracia oír a un manierista impenitente como Baz Luhrmann cuestionar la originalidad y la espontaneidad de la “Nouvelle Vague”—. Ello constituye un ejercicio, cuando menos, voluntarista. Sobre todo, porque lo hecho en dichas cinematografías ya existía en la norteamericana y las europeas 20 o 30 años antes. Nadie niega que tengan mérito, pero originales no son.
Sin embargo, la iconoclastia de Cousins —ciertamente forzada, a veces rayana en la pedantería— nos permite conocer más a fondo la obra de autores que escapan a la mayoría de legos. Muy interesantes resultan las referencias a los pioneros rusos y chinos, o al primer Ozu. Lo mismo las dedicadas al modernismo que frente al realismo social encarnaran Tarkovski, Polanski y Parajanov. Igual de sugestiva es la aproximación a los más recientes Kiarostami —por cierto, que fallecido el pasado mes de julio, D.E.P.—, Won Kar-Wai y al terror japonés de la primera década del siglo XXI. Como se ve, el multiculturalismo no tiene, “per se”, nada de malo.
Pese a las escasas simpatías que Cousins profesa a los clásicos del otro lado del charco —él los llama, no sin postmoderno menosprecio, “románticos”—, se refiere a John Ford con el respeto debido, reconociendo su influencia —eso sí, vía Orson Welles, quien afirmaba haber visto 30 veces “Stagecoach” (La diligencia, 1939)— en el surgimiento del “noir” y la madurez del cine americano con sus aportaciones a la profundidad de campo. Algo es algo. Ah, y con su don para las aseveraciones lapidarias, larga un estridente “Hitchcock es más importante que Picasso” con el que coincido hasta en las comillas. Que nos detengan.
Se esté más o menos de acuerdo con Mark Cousins, o —así les sucederá a unos cuantos, y no me extraña— en total e irreconciliable desacuerdo, su dogmatismo se hace más llevadero merced a las sencillas explicaciones técnicas, muy didácticas, con que adorna el sentencioso discurso. En especial durante los episodios dedicados al nacimiento y consolidación del conocido como séptimo arte, en cuyo contexto encontramos excelentes alusiones a Chaplin, Keaton y Dreyer, así como al expresionismo alemán, Abel Gance, Buñuel, y Eisenstein. Si bien se deja llevar, en su valoración de Griffith, por la falacia de la ideología, último "pero" a guisa de punto final, ilustrativo de las sensaciones contradictorias que provoca —nunca mejor dicho— esta polémica serie.
Además, su desprecio por el sistema de estudios denota una actitud un tanto elitista, intelectualmente acomodaticia y de un reduccionismo insostenible, toda vez que él mismo se entretiene en señalar las grandes diferencias, de forma y fondo, entre los tres grandes —Metro, Warner y Paramount—. No es la coherencia, como se ve, un punto fuerte en los análisis de Cousins. De hecho, corona su encendida apología del manifiesto Dogma afirmando que “la mejor obra de Von Trier en los 90 —” Breaking the Waves” (Rompiendo las olas, 1996)— infringió las normas del Dogma”.
Su a veces excesivo fervor multicultural le lleva a poner cinematografías como la iraní, la cubana o la senegalesa al mismo nivel, o incluso superior, que la norteamericana y las europeas —tiene gracia oír a un manierista impenitente como Baz Luhrmann cuestionar la originalidad y la espontaneidad de la “Nouvelle Vague”—. Ello constituye un ejercicio, cuando menos, voluntarista. Sobre todo, porque lo hecho en dichas cinematografías ya existía en la norteamericana y las europeas 20 o 30 años antes. Nadie niega que tengan mérito, pero originales no son.
Sin embargo, la iconoclastia de Cousins —ciertamente forzada, a veces rayana en la pedantería— nos permite conocer más a fondo la obra de autores que escapan a la mayoría de legos. Muy interesantes resultan las referencias a los pioneros rusos y chinos, o al primer Ozu. Lo mismo las dedicadas al modernismo que frente al realismo social encarnaran Tarkovski, Polanski y Parajanov. Igual de sugestiva es la aproximación a los más recientes Kiarostami —por cierto, que fallecido el pasado mes de julio, D.E.P.—, Won Kar-Wai y al terror japonés de la primera década del siglo XXI. Como se ve, el multiculturalismo no tiene, “per se”, nada de malo.
Pese a las escasas simpatías que Cousins profesa a los clásicos del otro lado del charco —él los llama, no sin postmoderno menosprecio, “románticos”—, se refiere a John Ford con el respeto debido, reconociendo su influencia —eso sí, vía Orson Welles, quien afirmaba haber visto 30 veces “Stagecoach” (La diligencia, 1939)— en el surgimiento del “noir” y la madurez del cine americano con sus aportaciones a la profundidad de campo. Algo es algo. Ah, y con su don para las aseveraciones lapidarias, larga un estridente “Hitchcock es más importante que Picasso” con el que coincido hasta en las comillas. Que nos detengan.
Se esté más o menos de acuerdo con Mark Cousins, o —así les sucederá a unos cuantos, y no me extraña— en total e irreconciliable desacuerdo, su dogmatismo se hace más llevadero merced a las sencillas explicaciones técnicas, muy didácticas, con que adorna el sentencioso discurso. En especial durante los episodios dedicados al nacimiento y consolidación del conocido como séptimo arte, en cuyo contexto encontramos excelentes alusiones a Chaplin, Keaton y Dreyer, así como al expresionismo alemán, Abel Gance, Buñuel, y Eisenstein. Si bien se deja llevar, en su valoración de Griffith, por la falacia de la ideología, último "pero" a guisa de punto final, ilustrativo de las sensaciones contradictorias que provoca —nunca mejor dicho— esta polémica serie.
4
15 de julio de 2024
15 de julio de 2024
46 de 58 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tenía muchas ganas de que me gustase «El último viaje del Demeter». Por reivindicar una cinta que —como casi todas hoy día— había pasado sin pena ni gloria por las salas de cine, y porque la dirige André Øvredal, responsable de «La autopsia de Jane Doe» («The Autopsy of Jane Doe», 2016), sin duda una de las mejores películas de terror de los últimos años. Pues bien, la decepción ha sido mayúscula.
Y eso que el escalofriante punto de partida no admite un «pero», lo mismo que la puesta en escena, favorecida por la claustrofóbica atmósfera de un velero en alta mar. En cuanto al diseño de producción, no deslumbra ni falta que le hace: el maderamen del Demeter da el pego, su ardua singladura entre tormentosas olas de varios metros acredita unos efectos digitales bastante verosímiles y ese vampiro que remite a una especie de Nosferatu pasado de esteroides aporta un ribete de serie B que suelen agradecer este tipo de historias.
El principal problema estriba en que se limita a un solo capítulo de la celebérrima novela de Bram Stoker. A la pregunta de si tan escaso y conciso material literario daba para un largometraje alguien debería haber mostrado el sentido común de responder que no. Porque para alargar la cosa hasta las dos horas de rigor se incurre en una reiteración «ad nauseam» de la misma escena: noche cerrada, cubierta desierta, centinela degollado. Evidentemente, a la tercera noche y con una hora larga de metraje por delante, «El último viaje del Demeter» ha perdido todo el interés concitado por el brillante planteamiento.
Como lamentablemente es de uso en el subgénero, los personajes siempre toman las decisiones menos indicadas para la propia supervivencia. Aquí además lo hacen con insistencia genocida. Ejemplo palmario de lo cual es que hacia la mitad de la trama llegan a la conclusión de que el origen de todos sus males radica en un puñado de cajas procedentes de los Cárpatos con destino Londres. No obstante, tirarlas por la borda ni se les pasa por la cabeza. Mejor continuamos dejándonos liquidar uno a uno.
Mención aparte merecen las servidumbres «woke», igualmente acostumbradas de un tiempo a esta parte, pero que aquí llevan el absurdo a cotas inauditas. Los héroes son un médico negro y una campesina transilvana con anemia. Por supuesto, esta última maneja las armas de fuego con la solvencia de un pelotón de fusileros. El resto de la marinería, varones blancos —y supongo que heterosexuales, encima eso— todos ellos, manifiesta una inteligencia rayana en la discapacidad.
Una muestra ilustrativa de los sinsentidos a que conduce ideologizar a bulto la encontramos camino ya del desenlace, cuando, con media tripulación en el otro barrio y la otra media consciente de que, en el más optimista de los casos, lo tiene definitivamente crudo, el protagonista racializado se descuelga con una encendida filípica a cuenta de la discriminación laboral a la que siempre se ha visto sometido con motivo del color de su piel. El personaje interpretado por David Dastmalchian se le queda mirando con cara de «soy un timonel ruso del siglo XIX luchando por su vida contra una criatura del averno, ¿qué cojones me estás contando, tovarich?» y sigue a lo suyo.
Y eso que el escalofriante punto de partida no admite un «pero», lo mismo que la puesta en escena, favorecida por la claustrofóbica atmósfera de un velero en alta mar. En cuanto al diseño de producción, no deslumbra ni falta que le hace: el maderamen del Demeter da el pego, su ardua singladura entre tormentosas olas de varios metros acredita unos efectos digitales bastante verosímiles y ese vampiro que remite a una especie de Nosferatu pasado de esteroides aporta un ribete de serie B que suelen agradecer este tipo de historias.
El principal problema estriba en que se limita a un solo capítulo de la celebérrima novela de Bram Stoker. A la pregunta de si tan escaso y conciso material literario daba para un largometraje alguien debería haber mostrado el sentido común de responder que no. Porque para alargar la cosa hasta las dos horas de rigor se incurre en una reiteración «ad nauseam» de la misma escena: noche cerrada, cubierta desierta, centinela degollado. Evidentemente, a la tercera noche y con una hora larga de metraje por delante, «El último viaje del Demeter» ha perdido todo el interés concitado por el brillante planteamiento.
Como lamentablemente es de uso en el subgénero, los personajes siempre toman las decisiones menos indicadas para la propia supervivencia. Aquí además lo hacen con insistencia genocida. Ejemplo palmario de lo cual es que hacia la mitad de la trama llegan a la conclusión de que el origen de todos sus males radica en un puñado de cajas procedentes de los Cárpatos con destino Londres. No obstante, tirarlas por la borda ni se les pasa por la cabeza. Mejor continuamos dejándonos liquidar uno a uno.
Mención aparte merecen las servidumbres «woke», igualmente acostumbradas de un tiempo a esta parte, pero que aquí llevan el absurdo a cotas inauditas. Los héroes son un médico negro y una campesina transilvana con anemia. Por supuesto, esta última maneja las armas de fuego con la solvencia de un pelotón de fusileros. El resto de la marinería, varones blancos —y supongo que heterosexuales, encima eso— todos ellos, manifiesta una inteligencia rayana en la discapacidad.
Una muestra ilustrativa de los sinsentidos a que conduce ideologizar a bulto la encontramos camino ya del desenlace, cuando, con media tripulación en el otro barrio y la otra media consciente de que, en el más optimista de los casos, lo tiene definitivamente crudo, el protagonista racializado se descuelga con una encendida filípica a cuenta de la discriminación laboral a la que siempre se ha visto sometido con motivo del color de su piel. El personaje interpretado por David Dastmalchian se le queda mirando con cara de «soy un timonel ruso del siglo XIX luchando por su vida contra una criatura del averno, ¿qué cojones me estás contando, tovarich?» y sigue a lo suyo.
6
27 de abril de 2024
27 de abril de 2024
44 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Shôgun» nos ofrece uno de los más perfectos ejemplos del «hype», rasgo definitorio por antonomasia del arte (¿?) contemporáneo: hasta su tercer episodio se trataba de una obra maestra, lo mejor que le había ocurrido a la TV desde «Juego de tronos» («Game of Thrones», 2011-2019). Tanto es así que incluso las previsibles acusaciones de falta de rigor histórico y apropiación cultural quedaron opacadas por el unánime entusiasmo (a)crítico.
Y de pronto, a partir de su cuarta entrega, la serie creada por Justin Marks prácticamente se esfuma del debate en los mentideros digitales —y no digamos ya en los impresos—, víctima no sé si del todo justificada de una especie de «ghosting» universal, condenada a la intrascendencia con encono directamente proporcional al fervor con que se la encumbró.
Probablemente la propia «Shôgun» tenga bastante responsabilidad en dicha deriva indeseable, principalmente porque dedica 10 horas a una trama que se hubiera podido contar a la perfección en los 100-120 minutos antaño de uso. Ello redunda en una prematura, tempranísima sensación de fórmula agotada, y en la cansina reiteración de secuencias calcadas unas de otras. La verdad, he estado a un «seppuku» de desistir y dejarla a medio también yo.
Asimismo, la serie adolece de un ritmo en exceso moroso para los gustos —y el TDAH— del espectador de nuestros días. En favor de tan discutible cadencia cabe alegar que se trataría de un reflejo de los tiempos, pausadísimos, de uso en el Japón feudal y cuyos ecos se escuchan todavía en ciertos ritos ancestrales como el de la preparación del té. Me parece perfectamente legítimo, tanto o más que las aparatosas cabezadas a que inducen numerosos pasajes.
A nivel argumental, las conspiraciones palaciegas y sus correlativas puñaladas traperas —reales o figuradas— nunca dejan de dar juego, ya sea en el foro romano o en los despachos de Christiansborg, entre otras sedes de poder y traición; conque el ascenso de los Tokugawa —aquí Toranaga— no carecía de posibilidades dramáticas. Ahora bien, el tratamiento que se da al piloto John Blackthorne oscila entre el (co) protagonismo esperable y la irrelevancia sobrevenida, como si a sus responsables les hubiese descolocado que el personaje histórico —su nombre real era William Adams— sí tuviera gran influencia en Tokugawa leyasu, pero años después de que sucedieran los hechos recreados. Tampoco ayuda el hecho de que el encargado de encarnarlo sea un morcón ibérico del calibre de Cosmo Jarvis.
En un plano estrictamente formal «Shôgun» resulta impecable. La puesta en escena se adorna con unos valores de gran producción cinematográfica, ambición visual —y sonora— que se venía echando de menos en un medio cada vez más adocenado por los inanes dictados del algoritmo. En suma, una colección de estampas muy atractivas a la que le hubieran venido bien unos mayores dinamismo y capacidad de síntesis, así como un (a priori) protagonista mejor dotado para la interpretación.
Y de pronto, a partir de su cuarta entrega, la serie creada por Justin Marks prácticamente se esfuma del debate en los mentideros digitales —y no digamos ya en los impresos—, víctima no sé si del todo justificada de una especie de «ghosting» universal, condenada a la intrascendencia con encono directamente proporcional al fervor con que se la encumbró.
Probablemente la propia «Shôgun» tenga bastante responsabilidad en dicha deriva indeseable, principalmente porque dedica 10 horas a una trama que se hubiera podido contar a la perfección en los 100-120 minutos antaño de uso. Ello redunda en una prematura, tempranísima sensación de fórmula agotada, y en la cansina reiteración de secuencias calcadas unas de otras. La verdad, he estado a un «seppuku» de desistir y dejarla a medio también yo.
Asimismo, la serie adolece de un ritmo en exceso moroso para los gustos —y el TDAH— del espectador de nuestros días. En favor de tan discutible cadencia cabe alegar que se trataría de un reflejo de los tiempos, pausadísimos, de uso en el Japón feudal y cuyos ecos se escuchan todavía en ciertos ritos ancestrales como el de la preparación del té. Me parece perfectamente legítimo, tanto o más que las aparatosas cabezadas a que inducen numerosos pasajes.
A nivel argumental, las conspiraciones palaciegas y sus correlativas puñaladas traperas —reales o figuradas— nunca dejan de dar juego, ya sea en el foro romano o en los despachos de Christiansborg, entre otras sedes de poder y traición; conque el ascenso de los Tokugawa —aquí Toranaga— no carecía de posibilidades dramáticas. Ahora bien, el tratamiento que se da al piloto John Blackthorne oscila entre el (co) protagonismo esperable y la irrelevancia sobrevenida, como si a sus responsables les hubiese descolocado que el personaje histórico —su nombre real era William Adams— sí tuviera gran influencia en Tokugawa leyasu, pero años después de que sucedieran los hechos recreados. Tampoco ayuda el hecho de que el encargado de encarnarlo sea un morcón ibérico del calibre de Cosmo Jarvis.
En un plano estrictamente formal «Shôgun» resulta impecable. La puesta en escena se adorna con unos valores de gran producción cinematográfica, ambición visual —y sonora— que se venía echando de menos en un medio cada vez más adocenado por los inanes dictados del algoritmo. En suma, una colección de estampas muy atractivas a la que le hubieran venido bien unos mayores dinamismo y capacidad de síntesis, así como un (a priori) protagonista mejor dotado para la interpretación.

6,8
27.166
6
11 de septiembre de 2014
11 de septiembre de 2014
36 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curioso desembarco del irlandés John Carney en la Meca del cine.
Antes que nada cabe preguntarse en qué genero encuadrar su "Begin Again", si en la comedia romántica o el musical. O no, y del mismo modo que la vida resulta más compleja que las incontables etiquetas con las que tantos tratan en vano de sojuzgarla, también el cine excede en ocasiones las categorías, a fin de cuentas arbitrarias y reduccionistas.
Ni que decir tiene que la golosina- indiscutiblemente deliciosa- que Carney nos reserva poco se parece al gris día a día de la mayoría; pero su apuesta por el optimismo y el buen rollo que se esfuerza ardua y denodadamente en transmitir merecen el agradecido elogio de este plumilla otras- muchas- veces inmisericorde con productos de pelo similar.
Porque, efectivamente, no cabe duda de que "Begin Again", con todos sus defectos- que los tiene, y que señalaré a continuación-, es un soplo de aire fresco para ambos- sufridos- géneros, musical y "rom-com", tanto la adscribamos a cualquiera de ellos como o a los dos.
Hace gala de una inusual habilidad para mantener la sonrisa pintada en el rostro del espectador más cínico durante buena parte del metraje, y se trata, además, de una de esas películas que, al menos durante un par de horas, nos reconcilian con el resto de homínidos- de la sala y del planeta-.
En su debe no queda sino reseñar que, como les sucede a otras cintas del mismo corte, se asoma con escaso pudor al abismo de la vergüenza ajena- ejemplo palmario de ello es la escena en que el mugriento productor musical interpretado por Mark Ruffalo "descubre" al diamante en bruto de estudiada estética post grunge que compone la luminosa Keira Knightley; ante la cual no sabe uno si sonrojarse o admirar su atrevimiento-. En cualquier caso, es un riesgo que vale la pena correr. A cambio se sale del cine siendo mejor persona, y eso, hoy día, constituye un logro cada vez más trabajoso.
Mención aparte para una estupenda banda sonora- pese a los estridentes falsetes de Adam Levine (sí, el de Maroon 5... en serio)-, en la que destaca especialmente la acariciadora voz de una Keira Knightley de maravillosa sonrisa imperfecta- digna de figurar, de hecho, y de pleno derecho, en el "Gran Libro de las Sonrisas Británicas"- que, tal como acostumbra, se nos muestra arrolladoramente encantadora, al tiempo que profundamente irritante. En fin, dolor-placer, que gustan algunos.
Antes que nada cabe preguntarse en qué genero encuadrar su "Begin Again", si en la comedia romántica o el musical. O no, y del mismo modo que la vida resulta más compleja que las incontables etiquetas con las que tantos tratan en vano de sojuzgarla, también el cine excede en ocasiones las categorías, a fin de cuentas arbitrarias y reduccionistas.
Ni que decir tiene que la golosina- indiscutiblemente deliciosa- que Carney nos reserva poco se parece al gris día a día de la mayoría; pero su apuesta por el optimismo y el buen rollo que se esfuerza ardua y denodadamente en transmitir merecen el agradecido elogio de este plumilla otras- muchas- veces inmisericorde con productos de pelo similar.
Porque, efectivamente, no cabe duda de que "Begin Again", con todos sus defectos- que los tiene, y que señalaré a continuación-, es un soplo de aire fresco para ambos- sufridos- géneros, musical y "rom-com", tanto la adscribamos a cualquiera de ellos como o a los dos.
Hace gala de una inusual habilidad para mantener la sonrisa pintada en el rostro del espectador más cínico durante buena parte del metraje, y se trata, además, de una de esas películas que, al menos durante un par de horas, nos reconcilian con el resto de homínidos- de la sala y del planeta-.
En su debe no queda sino reseñar que, como les sucede a otras cintas del mismo corte, se asoma con escaso pudor al abismo de la vergüenza ajena- ejemplo palmario de ello es la escena en que el mugriento productor musical interpretado por Mark Ruffalo "descubre" al diamante en bruto de estudiada estética post grunge que compone la luminosa Keira Knightley; ante la cual no sabe uno si sonrojarse o admirar su atrevimiento-. En cualquier caso, es un riesgo que vale la pena correr. A cambio se sale del cine siendo mejor persona, y eso, hoy día, constituye un logro cada vez más trabajoso.
Mención aparte para una estupenda banda sonora- pese a los estridentes falsetes de Adam Levine (sí, el de Maroon 5... en serio)-, en la que destaca especialmente la acariciadora voz de una Keira Knightley de maravillosa sonrisa imperfecta- digna de figurar, de hecho, y de pleno derecho, en el "Gran Libro de las Sonrisas Británicas"- que, tal como acostumbra, se nos muestra arrolladoramente encantadora, al tiempo que profundamente irritante. En fin, dolor-placer, que gustan algunos.
Miniserie

5,2
1.982
4
21 de junio de 2022
21 de junio de 2022
33 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como estoy bastante curado de espanto, no puedo evitar enfrentarme a las reconstrucciones históricas del audiovisual patrio con algunas —si no muchas— precauciones. En rigor, con muy razonables suspicacias. Pues bien, esta «Sin límites» viene a reafirmarme en todas y cada una de ellas.
En tanto motivo subyacente —diríase que estructural— cabe aducir el de las estrecheces presupuestarias. Resulta palmario que no había dinero para lo que se ha intentado recrear, lo cual redunda en una cutrez impropia de las posibilidades técnicas de nuestros días. Claro que, ahorrándose el caché de ciertas «estrellas» —¿hasta qué punto hacía falta recurrir al hierático Rodrigo Santoro, o al mastuerzo de Sergio Peris-Mencheta? —, quizá podría haberse rodado alguna secuencia a la luz del día. Que todo suceda de noche es un truco bastante sobado —desde los tiempos del «noir», o incluso antes, del expresionismo alemán— para ocultar la precariedad escenográfica.
Director y guionista —Simon West y Patxi Amezcua, respectivamente— tampoco se han lucido, y viendo las carreras de ambos, sobre todo la del primero —«Con Air» («Con Air [Convictos en el aire]», 1997) fue su opera prima y, hasta la fecha, obra maestra— no me extraña. La coherencia, el mero racord incluso, brillan por su ausencia, con barcos que aparecen y desaparecen al albur no ya de los elementos, sino de las ocurrencias de sus (i) responsables. Así, la escuadra al mando de Fernando de Magallanes semeja en ocasiones la Flota del Pacífico para, de inmediato y sin solución de continuidad, estar integrada por una sola nave, dos en el siguiente plano.
Respecto al mayor o menor rigor histórico —por lo visto, más bien lo segundo, y de manera conspicua, por no decir que susceptible de sonrojo—, hay una asombrosa proliferación de gazapos, conscientes o no: del frecuente uso del catalejo, inventado años después, a unos atavíos propios del siglo XVII; pasando por esa Giralda unas veces provista de su característico remate renacentista —también posterior en varias décadas a los hechos descritos— y otras no, como los pimientos de Padrón. Cierto crítico, o crítica, o historiador o historiadora, ha señalado con suma agudeza que «Sin límites» parece inspirarse en la saga «Piratas del Caribe» y no tanto en los acontecimientos reales que dieron la vuelta al mundo, con perdón del tosco juego de palabras.
Volviendo sobre el desacertado reparto, Álvaro Morte compone un Juan Sebastián Elcano absolutamente incoloro, inodoro e insípido. Creo haber leído que, además, se ufana de haberle aportado una impronta «de izquierdas». Otro anacronismo —«izquierda» y «derecha» son categorías heredadas de la Revolución Francesa—, por no echar mano de un epíteto más grueso. La verdad, se me escapa el renombre que está cobrando este individuo de un tiempo a esta parte. Comparte con sus compañeros de fatigas, eso sí, un vicio común a buena parte de paisanos dedicados a menesteres escénicos: farfullar sus frases de tal modo que resulta imposible seguir el diálogo sin subtítulos. Prueba ilustrativa —y por demás paradójica— de ello es que se entiende mejor a los actores portugueses hablando en castellano que a los propios intérpretes españoles. Y cuando de la inextricable jerigonza gargajosa logra uno entresacar alguna oración con sujeto y predicado, su contenido es tan bochornoso, de una estupidez tan abisal, que casi preferiría haber permanecido en la incomprensión.
En suma, «Sin límites» constituye la enésima oportunidad perdida de facturar un producto de corte histórico y calidad suficiente por parte de nuestra acomplejada industria del entretenimiento, incapaz de salirse de los desalentadores cánones del costumbrismo, excepción hecha de la ninguneada —¿Por qué será? — «Conquistadores: Adventvm» (2017). Si no la conocen, se la recomiendo encarecidamente.
En tanto motivo subyacente —diríase que estructural— cabe aducir el de las estrecheces presupuestarias. Resulta palmario que no había dinero para lo que se ha intentado recrear, lo cual redunda en una cutrez impropia de las posibilidades técnicas de nuestros días. Claro que, ahorrándose el caché de ciertas «estrellas» —¿hasta qué punto hacía falta recurrir al hierático Rodrigo Santoro, o al mastuerzo de Sergio Peris-Mencheta? —, quizá podría haberse rodado alguna secuencia a la luz del día. Que todo suceda de noche es un truco bastante sobado —desde los tiempos del «noir», o incluso antes, del expresionismo alemán— para ocultar la precariedad escenográfica.
Director y guionista —Simon West y Patxi Amezcua, respectivamente— tampoco se han lucido, y viendo las carreras de ambos, sobre todo la del primero —«Con Air» («Con Air [Convictos en el aire]», 1997) fue su opera prima y, hasta la fecha, obra maestra— no me extraña. La coherencia, el mero racord incluso, brillan por su ausencia, con barcos que aparecen y desaparecen al albur no ya de los elementos, sino de las ocurrencias de sus (i) responsables. Así, la escuadra al mando de Fernando de Magallanes semeja en ocasiones la Flota del Pacífico para, de inmediato y sin solución de continuidad, estar integrada por una sola nave, dos en el siguiente plano.
Respecto al mayor o menor rigor histórico —por lo visto, más bien lo segundo, y de manera conspicua, por no decir que susceptible de sonrojo—, hay una asombrosa proliferación de gazapos, conscientes o no: del frecuente uso del catalejo, inventado años después, a unos atavíos propios del siglo XVII; pasando por esa Giralda unas veces provista de su característico remate renacentista —también posterior en varias décadas a los hechos descritos— y otras no, como los pimientos de Padrón. Cierto crítico, o crítica, o historiador o historiadora, ha señalado con suma agudeza que «Sin límites» parece inspirarse en la saga «Piratas del Caribe» y no tanto en los acontecimientos reales que dieron la vuelta al mundo, con perdón del tosco juego de palabras.
Volviendo sobre el desacertado reparto, Álvaro Morte compone un Juan Sebastián Elcano absolutamente incoloro, inodoro e insípido. Creo haber leído que, además, se ufana de haberle aportado una impronta «de izquierdas». Otro anacronismo —«izquierda» y «derecha» son categorías heredadas de la Revolución Francesa—, por no echar mano de un epíteto más grueso. La verdad, se me escapa el renombre que está cobrando este individuo de un tiempo a esta parte. Comparte con sus compañeros de fatigas, eso sí, un vicio común a buena parte de paisanos dedicados a menesteres escénicos: farfullar sus frases de tal modo que resulta imposible seguir el diálogo sin subtítulos. Prueba ilustrativa —y por demás paradójica— de ello es que se entiende mejor a los actores portugueses hablando en castellano que a los propios intérpretes españoles. Y cuando de la inextricable jerigonza gargajosa logra uno entresacar alguna oración con sujeto y predicado, su contenido es tan bochornoso, de una estupidez tan abisal, que casi preferiría haber permanecido en la incomprensión.
En suma, «Sin límites» constituye la enésima oportunidad perdida de facturar un producto de corte histórico y calidad suficiente por parte de nuestra acomplejada industria del entretenimiento, incapaz de salirse de los desalentadores cánones del costumbrismo, excepción hecha de la ninguneada —¿Por qué será? — «Conquistadores: Adventvm» (2017). Si no la conocen, se la recomiendo encarecidamente.
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