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7,1
5.189
9
29 de septiembre de 2014
29 de septiembre de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
A nuestro cine se le pueden reprochar muchas cosas, pero creo que hay un ámbito en el que contamos con excelentes ejemplos: el cine rural. "Tasio" es uno de ellos; clásica en su factura, descubrimos una película bella, armoniosa, honesta y extraordinariamente lírica. Armendáriz plantea una obra sencilla y a la vez ambiciosa si atendemos a su intención de querer filmar el paso del tiempo, los sentimientos y todo un modo de vida que se pierde a paso ligero. Felizmente, logra aunar tan altos objetivos en una película cuya historia huye de toda complejidad para centrarse en captar el ritmo vital de unos grupos humanos, aquellos que habitan en el monte, los valles y los pueblos de sus laderas. Hablamos de una sierra vasca, como podríamos estar hablando de la dehesa extremeña de "Los santos inocentes", los parajes gallegos de "El bosque animado", o la austera meseta de "El espíritu de la colmena". El mérito de estos filmes y sus cineastas es, entre otros muchos, el de acercar la mirada hacia el ámbito rural y aprehender sus esencias más profundas, sus costumbres, sus paisajes ocultos, su mitología y sus fuerzas a las que se ha de enfrentar el ser humano. "Tasio", como las mencionadas y otras tantas, en ese intento de acompasar la narración de unos hechos y, por ende, una vida, a los ritmos y exigencias que nos impone la naturaleza, constituye una obra de extraordinaria riqueza visual y sonora, narrada con una sabiduría y una lucidez fuera de toda duda, pues sabe aprovechar, a través de una perspectiva entre la admiración y la reivindicación de unos valores antiguos, la fuerza inagotable de un ámbito tan jugoso como es el del marco rural, que no sólo representa un testimonio de alto valor antropológico y etnográfico, sino que se erige siempre en extraordinario hábitat donde las más primitivas pasiones afloran y las relaciones humanas se muestran en su apariencia más desnuda.
Así, Armendáriz se introduce en cualquier aldea de una geografía que conoce bien para abordar los dos principales dramas que se han vivido en el campo español durante todo el siglo XX y parte del XIX: la emigración a la ciudad, y la posesión de la tierra en manos de unos pocos. Problemas seculares y, en muchas comarcas, irresolubles, que han vertebrado las relaciones económicas y laborales de gran parte de la población, como vemos en el caso del protagonista y de su amigo. El segundo, ante la miseria y el atraso, hará como los personajes de "Surcos" (J.A. Nieves Conde, 1951), no dudando en acudir a la capital alavesa, donde, como en tantas otras ciudades, el boom de la construcción a partir de las políticas aperturistas y desarrollistas del régimen ya asomaba, ejerciendo de eje de atracción para las masas campesinas de las provincias que se veían abocadas al jornarelismo o, directamente, al desempleo. Sin embargo, Tasio constituye una personalidad rebelde, excepcional en su tenacidad y apego a los modos de vida que le enseñaron sus mayores. La caza, principalmente, y la actividad carbonífera, le valen para seguir adelante, como valieron para su abuelo y su padre. Tasio rechaza en todo momento la sumisión al patrón, al propietario; su mundo es el de los campos sin alambres, el de los baldíos y las tierras comunales, adonde el campesino acude para explotar una naturaleza propiedad del municipio en la que encuentra leña, caza menor y pesca. Por ello, Tasio es el reflejo de una figura que ya casi no conocemos hoy en día, prácticamente anacrónica, admirable en su sentido del equilibrio natural que ha de respetar el trabajador del campo para no agotar un hábitat y unos recursos que necesita para sobrevivir. Porque Tasio, en su inagotable amor y respeto por su tierra y sus labores, es en el fondo la representación del hombre cazador/recolector que no persigue el enriquecimiento, sino la garantía de una subsistencia, resultado de la sabiduría del campesino que sabe gestionar su entorno de forma sostenible. Es lo que le ha sido transmitido a través de las generaciones, como en una escena donde, siendo aún niño, lleva unos pajarillos a su casa:
Tasio- Para que te enteres, nunca cojo más de la mitad de las crías.
Padre- Como debe ser, que cogerlas todas no está ni medio bien...
Tasio- Ya sé.
Padre- ...que una cosa es cazar, y otra despiezar los nidos. Y nunca cojáis más de lo que es bien, que así siempre habrá caza.
[continúo en spoiler sin desvelar nada]
Así, Armendáriz se introduce en cualquier aldea de una geografía que conoce bien para abordar los dos principales dramas que se han vivido en el campo español durante todo el siglo XX y parte del XIX: la emigración a la ciudad, y la posesión de la tierra en manos de unos pocos. Problemas seculares y, en muchas comarcas, irresolubles, que han vertebrado las relaciones económicas y laborales de gran parte de la población, como vemos en el caso del protagonista y de su amigo. El segundo, ante la miseria y el atraso, hará como los personajes de "Surcos" (J.A. Nieves Conde, 1951), no dudando en acudir a la capital alavesa, donde, como en tantas otras ciudades, el boom de la construcción a partir de las políticas aperturistas y desarrollistas del régimen ya asomaba, ejerciendo de eje de atracción para las masas campesinas de las provincias que se veían abocadas al jornarelismo o, directamente, al desempleo. Sin embargo, Tasio constituye una personalidad rebelde, excepcional en su tenacidad y apego a los modos de vida que le enseñaron sus mayores. La caza, principalmente, y la actividad carbonífera, le valen para seguir adelante, como valieron para su abuelo y su padre. Tasio rechaza en todo momento la sumisión al patrón, al propietario; su mundo es el de los campos sin alambres, el de los baldíos y las tierras comunales, adonde el campesino acude para explotar una naturaleza propiedad del municipio en la que encuentra leña, caza menor y pesca. Por ello, Tasio es el reflejo de una figura que ya casi no conocemos hoy en día, prácticamente anacrónica, admirable en su sentido del equilibrio natural que ha de respetar el trabajador del campo para no agotar un hábitat y unos recursos que necesita para sobrevivir. Porque Tasio, en su inagotable amor y respeto por su tierra y sus labores, es en el fondo la representación del hombre cazador/recolector que no persigue el enriquecimiento, sino la garantía de una subsistencia, resultado de la sabiduría del campesino que sabe gestionar su entorno de forma sostenible. Es lo que le ha sido transmitido a través de las generaciones, como en una escena donde, siendo aún niño, lleva unos pajarillos a su casa:
Tasio- Para que te enteres, nunca cojo más de la mitad de las crías.
Padre- Como debe ser, que cogerlas todas no está ni medio bien...
Tasio- Ya sé.
Padre- ...que una cosa es cazar, y otra despiezar los nidos. Y nunca cojáis más de lo que es bien, que así siempre habrá caza.
[continúo en spoiler sin desvelar nada]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los enemigos de Tasio son el propietario que paga precios miserables a los trabajadores, las alambradas, la criminalización de la caza y la legislación de los cotos. Y ante todos ellos se rebela: exige al terrateniente que le devuelva los sacos de grano; seguirá cazando a pesar de las normas y de la guardia civil, como el Ángel (Ovidi Montllor) de la magnífica "Furtivos" (José Luis Borau, 1975); aprovecha la madera de un árbol caído por la tormenta en terreno que no es suyo. Pero es, a la vez, un hombre con un sentido ético y de nobleza, como vemos en el bellísimo final en el que, de forma simbólica, invita a brindar a su viejo rival por la boda de su hija, arrancándole el cable metálico y arrojándolo al aire. El bosque no puede ser propiedad de nadie, sino de todos.
Armendáriz filma la carbonera como una suerte de lugar mitológico, como un santuario telúrico en la profundidad del monte, tal vez al estilo de los aizkolaris que veríamos en "Vacas" (Julio Medem, 1992), película que podría guardar alguna otra semejanza con la que nos ocupa. Vestigio vivo, en cualquier caso, de una época que se acaba, donde el hombre encuentra una prueba o rito de paso: enfrentarse a la carbonera es enfrentarse a la muerte, como el crío que se queda atrapado en ella; atravesarla, extraer el producto de ella, significa dejar atrás la niñez y la adolescencia en un afán por convertirse en el hombre que puede controlar la naturaleza. Hay una cierta nostalgia en la mirada de Armendáriz hacia unos usos y modos de vida que debió de ver y escuchar en su infancia, así como la había en aquel encendido relato de John Ford que era "Qué verde era mi valle" (1941), donde se trataba de dejar constancia de un mundo antiguo y entrañable que estaba abocado a la extinción.
Porque el realizador navarro, como decíamos más arriba, trata de trazar todo un transcurso vital que le es familiar y del que siente la necesidad de reivindicar, de homenajear, de dar a conocer. Su visión es clara, humanista y especialmente poética. Porque así transcurría la vida que él recuerda, entre primaveras verdes y otoños grises, entre las campanadas de la iglesia que rige el pulso de la aldea y los compases de la orquestilla que anima los bailes de la comunidad, bailes que son a su vez como momentos significativos en medio de la narración a lo largo de los años: la niñez y el enamoramiento repentino, con un primer beso en la mejilla; la juventud; el matrimonio y el beso definitivo en el que Tasio y Paulina quedan inmersos, cerrándose el encuadre sobre ellos y al margen ya de la canción que cantan los invitados. Toda una vida de lucha, de sacrificios, de amores, de pérdida, de desencuentros y de amistad. Y todo queda registrado por la cámara de Montxo Armendáriz y José Luis Alcaine con elipsis maravillosas y serenas, con luces de penumbras y amaneceres, con movimientos suaves y repletos de sensibilidad.
Armendáriz filma la carbonera como una suerte de lugar mitológico, como un santuario telúrico en la profundidad del monte, tal vez al estilo de los aizkolaris que veríamos en "Vacas" (Julio Medem, 1992), película que podría guardar alguna otra semejanza con la que nos ocupa. Vestigio vivo, en cualquier caso, de una época que se acaba, donde el hombre encuentra una prueba o rito de paso: enfrentarse a la carbonera es enfrentarse a la muerte, como el crío que se queda atrapado en ella; atravesarla, extraer el producto de ella, significa dejar atrás la niñez y la adolescencia en un afán por convertirse en el hombre que puede controlar la naturaleza. Hay una cierta nostalgia en la mirada de Armendáriz hacia unos usos y modos de vida que debió de ver y escuchar en su infancia, así como la había en aquel encendido relato de John Ford que era "Qué verde era mi valle" (1941), donde se trataba de dejar constancia de un mundo antiguo y entrañable que estaba abocado a la extinción.
Porque el realizador navarro, como decíamos más arriba, trata de trazar todo un transcurso vital que le es familiar y del que siente la necesidad de reivindicar, de homenajear, de dar a conocer. Su visión es clara, humanista y especialmente poética. Porque así transcurría la vida que él recuerda, entre primaveras verdes y otoños grises, entre las campanadas de la iglesia que rige el pulso de la aldea y los compases de la orquestilla que anima los bailes de la comunidad, bailes que son a su vez como momentos significativos en medio de la narración a lo largo de los años: la niñez y el enamoramiento repentino, con un primer beso en la mejilla; la juventud; el matrimonio y el beso definitivo en el que Tasio y Paulina quedan inmersos, cerrándose el encuadre sobre ellos y al margen ya de la canción que cantan los invitados. Toda una vida de lucha, de sacrificios, de amores, de pérdida, de desencuentros y de amistad. Y todo queda registrado por la cámara de Montxo Armendáriz y José Luis Alcaine con elipsis maravillosas y serenas, con luces de penumbras y amaneceres, con movimientos suaves y repletos de sensibilidad.

7,5
5.828
9
6 de agosto de 2013
6 de agosto de 2013
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El otro día revisaba "La carta", una pieza que puede encajar perfectamente entre esa colección, bien abundate, de obras maestras que la época dorada del cine nos legara. Un clásico indiscutible; todo en ella fluye con naturalidad y brío. Nada se puede reprochar a un conjunto elegantemente armonioso y coherente con las reglas narrativas de su tiempo.
Un oscuro pasado, secretos inconfesables, un amor apasionado, y la sombra de un crimen como elementos dramáticos que se ciernen sobre unos personajes excepcionalmente presentados y desarrollados. El exotismo y el peso interpretativo de Bette Davis, absolutamente inspirada, aparecen como elementos decisivos para hacer del filme un icono reconocible y arquetípico de una forma de hacer cine que hoy nos parece casi irrecuperable. La música y la ambientación no hacen sino contribuir a acrecentar ese clima de agobio y tragedia que terminarán por estallar en una historia sombría y tormentosa, admirable eslabón en la filmografía de un William Wyler maduro, lúcido y único para desenvolverse en dramas de tales características.
Un oscuro pasado, secretos inconfesables, un amor apasionado, y la sombra de un crimen como elementos dramáticos que se ciernen sobre unos personajes excepcionalmente presentados y desarrollados. El exotismo y el peso interpretativo de Bette Davis, absolutamente inspirada, aparecen como elementos decisivos para hacer del filme un icono reconocible y arquetípico de una forma de hacer cine que hoy nos parece casi irrecuperable. La música y la ambientación no hacen sino contribuir a acrecentar ese clima de agobio y tragedia que terminarán por estallar en una historia sombría y tormentosa, admirable eslabón en la filmografía de un William Wyler maduro, lúcido y único para desenvolverse en dramas de tales características.

6,4
421
9
20 de abril de 2024
20 de abril de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una auténtica joya del cine clásico. Dirigida por Jacques Tourneur, siempre camaleónico, imaginativo, versátil e igualmente dotado para la acción y la lírica visual.
La película es, a efectos prácticos, un western con ingredientes arquetípicos: el vasto espacio alejado de la civilización donde apenas impera la ley, los indígenas expulsados y masacrados, la disquisición sobre la libertad simbolizada en el gaucho a caballo, la dicotomía entre la pradera infinita y las alambradas, la dialéctica campo-ciudad; todo ello envuelto en una aventura magníficamente urdida.
Uno de sus puntos más destacables es haber sido rodada enteramente en la Pampa argentina, que además es el ámbito de la diégesis. En el último cuarto del siglo XIX, el Estado argentino pretendía expandirse de manera efectiva hacia el sur y el oeste, a través de la urbanización, el ejército y el ferrocarril. Es decir, un proceso histórico paralelo a la conquista del Oeste norteamericano, pero apenas llevado a la gran pantalla. Sin embargo, Tourneur se atreve y además mantiene un admirable rigor a la hora de escoger escenarios naturales y arquitectónicos en exteriores, dotando al conjunto de verosimilitud y, aún mejor, de una espléndida belleza cromática y espacial.
Las escenas de acción son vibrantes por el virtuosismo con el que fueron rodadas, la historia de amor resulta arrebatadora y el duelo personal entre el forajido y el perseguidor es de una nobleza moral insólita. Una última lectura histórica: a pesar de la sangre derramada y la aculturación, qué huella tan indeleble y fecunda dejó España en las posesiones de ultramar, y qué devastadores fueron los nuevos estados nacidos de la emancipación: capitalismo salvaje, persecución de indígenas, injerencia angloamericana, luchas fronterizas, golpes de estado, espadones, desigualdades económicas irresolubles, oligarquías corruptas.
“Martin el gaucho” es una película hermosísima e injustamente desconocida.
La película es, a efectos prácticos, un western con ingredientes arquetípicos: el vasto espacio alejado de la civilización donde apenas impera la ley, los indígenas expulsados y masacrados, la disquisición sobre la libertad simbolizada en el gaucho a caballo, la dicotomía entre la pradera infinita y las alambradas, la dialéctica campo-ciudad; todo ello envuelto en una aventura magníficamente urdida.
Uno de sus puntos más destacables es haber sido rodada enteramente en la Pampa argentina, que además es el ámbito de la diégesis. En el último cuarto del siglo XIX, el Estado argentino pretendía expandirse de manera efectiva hacia el sur y el oeste, a través de la urbanización, el ejército y el ferrocarril. Es decir, un proceso histórico paralelo a la conquista del Oeste norteamericano, pero apenas llevado a la gran pantalla. Sin embargo, Tourneur se atreve y además mantiene un admirable rigor a la hora de escoger escenarios naturales y arquitectónicos en exteriores, dotando al conjunto de verosimilitud y, aún mejor, de una espléndida belleza cromática y espacial.
Las escenas de acción son vibrantes por el virtuosismo con el que fueron rodadas, la historia de amor resulta arrebatadora y el duelo personal entre el forajido y el perseguidor es de una nobleza moral insólita. Una última lectura histórica: a pesar de la sangre derramada y la aculturación, qué huella tan indeleble y fecunda dejó España en las posesiones de ultramar, y qué devastadores fueron los nuevos estados nacidos de la emancipación: capitalismo salvaje, persecución de indígenas, injerencia angloamericana, luchas fronterizas, golpes de estado, espadones, desigualdades económicas irresolubles, oligarquías corruptas.
“Martin el gaucho” es una película hermosísima e injustamente desconocida.

6,6
36.633
6
2 de noviembre de 2013
2 de noviembre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces me pregunto si Hollywood se desprenderá algún día de los lastres y los tics que lo convierten, a ojos de muchos, en un cine previsible, rancio, frecuentemente archisabido, que se empecina en ofrecer unas soluciones de guión y unos mensajes que llevamos viendo, con el envoltorio de mil historias diferentes, desde hace décadas. Yo no quiero aquí hacer una vindicación del cine de autor ni lanzar un panfleto gafapastista, que bien sé que de Norteamérica sigue saliendo mucho cine de calidad, muchos actores excelentes, y directores y guionistas de una talla artística innegable. Sólo quiero lamentarme por enésima vez de ciertos esquemas, repetidos infinitas veces, que, al espectador que va a la sala de cine no sólo para comer palomitas, le deja abocado al suspiro o a la sensación de que, oiga, esto es siempre lo mismo. Insisto: en Hollywood se hacen miles de películas al año y, como en España, Francia o Japón, salen películas excepcionales, medianas, y detestables. Pero no puedo dejar de pensar que, para que realmente podamos ver una película americana desde la que nos llegue un soplo de aire fresco, hay que recurrir al cine independiente de allí, que lanza propuestas realmente interesantes, o esperar a los realizadores clásicos (los Scorsese, Eastwood, Allen, Coen, etc).
Dicho esto, nadie debe llevarse a engaño: “El vuelo” es una película que no se queda sólo en la corrección cinematográfica. Plantea temáticas interesantes, contiene momentos extraordinariamente filmados, y tiene a un actor principal que se erige en coloso. Creo que hay casi unánime acuerdo en que su primera media hora es sensacional, alcanzando verdaderas cotas de intensidad y ritmo. Y en realidad, todo el entramado formal en “El vuelo” parece impecable. Pero su agujero reside, precisamente, en el desarrollo de una historia que, eso sí, en todo momento mantiene pendiente al espectador. ¿Por qué, al final, sabíamos que el protagonista acabaría tomando la decisión correcta? ¿Por qué, en este cine hollywoodiense archisabido y convencional, la redención sólo puede llegar por una vía posible? De hecho, ¿por qué tiene que llegar? Zemeckis logra clavarnos a la butaca en la secuencia de las neveras del hotel, pero ni por esas nos hacía olvidar que la sociedad americana demanda unas reglas, unos comportamientos ante los que el protagonista habrá de ceder. El buen rollismo, ya saben, la corrección política, la honestidad, el arrepentimiento. Y, cómo no, la reconciliación familiar, en la que a todas luces no se ha profundizado suficientemente. El caso es que “El aviador” es una película realmente contradictoria, con chispazos de muy bella factura que conviven con giros, ya digo, que la hacen chirriar.
Son innecesarios el personaje de John Goodman (que, no obstante, nos vuelve a demostrar su polivalencia y su veracidad) y la cuestión de la familia de Denzel Washington. Sin embargo, Zemeckis ha sabido encontrar la luz en algún otro aspecto: la figura trágica y atormentada del héroe, el sensacionalismo de la prensa y los medios, la amistad y el amor surgida entre dos perdedores, o la adicción al alcohol del protagonista. En suma, otra película más que nos viene del otro lado del charco con verdadera potencia dramática, buena factura y personajes auténticos, pero que se enreda, se desvía, por cauces convencionales y conciliadores. Aun así, Zemeckis sale bien parado, pues consigue un conjunto sólido que, en última instancia, puede ser considerado como de lo mejor de su irregular filmografía.
Dicho esto, nadie debe llevarse a engaño: “El vuelo” es una película que no se queda sólo en la corrección cinematográfica. Plantea temáticas interesantes, contiene momentos extraordinariamente filmados, y tiene a un actor principal que se erige en coloso. Creo que hay casi unánime acuerdo en que su primera media hora es sensacional, alcanzando verdaderas cotas de intensidad y ritmo. Y en realidad, todo el entramado formal en “El vuelo” parece impecable. Pero su agujero reside, precisamente, en el desarrollo de una historia que, eso sí, en todo momento mantiene pendiente al espectador. ¿Por qué, al final, sabíamos que el protagonista acabaría tomando la decisión correcta? ¿Por qué, en este cine hollywoodiense archisabido y convencional, la redención sólo puede llegar por una vía posible? De hecho, ¿por qué tiene que llegar? Zemeckis logra clavarnos a la butaca en la secuencia de las neveras del hotel, pero ni por esas nos hacía olvidar que la sociedad americana demanda unas reglas, unos comportamientos ante los que el protagonista habrá de ceder. El buen rollismo, ya saben, la corrección política, la honestidad, el arrepentimiento. Y, cómo no, la reconciliación familiar, en la que a todas luces no se ha profundizado suficientemente. El caso es que “El aviador” es una película realmente contradictoria, con chispazos de muy bella factura que conviven con giros, ya digo, que la hacen chirriar.
Son innecesarios el personaje de John Goodman (que, no obstante, nos vuelve a demostrar su polivalencia y su veracidad) y la cuestión de la familia de Denzel Washington. Sin embargo, Zemeckis ha sabido encontrar la luz en algún otro aspecto: la figura trágica y atormentada del héroe, el sensacionalismo de la prensa y los medios, la amistad y el amor surgida entre dos perdedores, o la adicción al alcohol del protagonista. En suma, otra película más que nos viene del otro lado del charco con verdadera potencia dramática, buena factura y personajes auténticos, pero que se enreda, se desvía, por cauces convencionales y conciliadores. Aun así, Zemeckis sale bien parado, pues consigue un conjunto sólido que, en última instancia, puede ser considerado como de lo mejor de su irregular filmografía.
21 de marzo de 2010
21 de marzo de 2010
5 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Woo consigue transportarnos con eficacia a la China de hace más de veinte siglos, basándose en un romance de gran importancia dentro de la literatura oriental. Para ello combina una considerable verosimilitud con un tono épico que deviene en innegables buenos resultados.
El director conduce con mano firme aunque con algún que otro exceso una película espectacular y completa en muchos aspectos, que goza de una excelente ambientación, un alarde de medios técnicos y de preparación de vestuarios, armamento, decorados, maquillaje, etc...
Woo, al igual que Z.Snyder en la espléndida "300", consigue algo extremadamente difícil: hacer de la guerra algo bello. Cualquier persona sensata piensa que la guerra es algo cruel, estúpido y rechazable, sin embargo, en este filme, el conflicto bélico alcanza unas cotas de plasticidad visual realmente deslumbrantes. Algo así encuentra su belleza gracias a unas estudiadas y perfeccionadas coreografías y a una fotografía de factura irreprochable. Los poemas épicos antiguos ensalzan los valores militares y las virtudes guerreras, y esta película se aprovecha de ello para mostrarnos un mundo apasionante y lejano en el que la leyenda, lo heroico y la aventura ofrecen infinitas posibilidades al arte.
Las batallas están fantásticamente rodadas, son creíbles pero a la vez espectaculares. Quizás las luchas individuales de los caudillos sean excesivas, y he ahí uno de los vestigios de la obra literaria; por otra parte, los movimientos de cámara en zoom resultan irritantes; también se echa de menos una mayor perfección y credibilidad en los planos cenitales a ordenador que muestran tanto a las naves como a los soldados como si de un videojuego se tratara. Pero, afortunadamente, se agradece el buen hacer en cargas de caballería y otros detalles de las batallas que convierten a las magníficas escenas de acción en excusa para dar una lección de técnicas y tácticas militares.
Pero en esta producción no todo son combates: el guión ofrece momentos intimistas en los que el drama y la poesía están latentes y conceden un respiro al espectador, que seguramente en ningún momento mirará la hora. Es en esos momentos en los que se puede apreciar una música sublime, digna de ganar más de un premio a la mejor BSO.
La película supone una exaltación de la astucia, el honor, la inteligencia y el valor ante los que ambicionan siempre más poder aun a costa de la libertad de otros pueblos; sin embargo, no es una gran historia, al menos en esta versión internacional.
Supongo que la versión extendida que se ha proyectado en China puede ser incluso mejor, por no haber tenido que recortar de aquí y de allá y porque indudablemente se habrá captado con más precisión la esencia del "Romance de los tres reinos”.
No obstante, esta versión internacional posee más aciertos que defectos, y no tiene nada que envidiar en absoluto a otras producciones de corte épico-histórico como "Troya", "El último Samurai", "Alexander" o "Mongol".
El director conduce con mano firme aunque con algún que otro exceso una película espectacular y completa en muchos aspectos, que goza de una excelente ambientación, un alarde de medios técnicos y de preparación de vestuarios, armamento, decorados, maquillaje, etc...
Woo, al igual que Z.Snyder en la espléndida "300", consigue algo extremadamente difícil: hacer de la guerra algo bello. Cualquier persona sensata piensa que la guerra es algo cruel, estúpido y rechazable, sin embargo, en este filme, el conflicto bélico alcanza unas cotas de plasticidad visual realmente deslumbrantes. Algo así encuentra su belleza gracias a unas estudiadas y perfeccionadas coreografías y a una fotografía de factura irreprochable. Los poemas épicos antiguos ensalzan los valores militares y las virtudes guerreras, y esta película se aprovecha de ello para mostrarnos un mundo apasionante y lejano en el que la leyenda, lo heroico y la aventura ofrecen infinitas posibilidades al arte.
Las batallas están fantásticamente rodadas, son creíbles pero a la vez espectaculares. Quizás las luchas individuales de los caudillos sean excesivas, y he ahí uno de los vestigios de la obra literaria; por otra parte, los movimientos de cámara en zoom resultan irritantes; también se echa de menos una mayor perfección y credibilidad en los planos cenitales a ordenador que muestran tanto a las naves como a los soldados como si de un videojuego se tratara. Pero, afortunadamente, se agradece el buen hacer en cargas de caballería y otros detalles de las batallas que convierten a las magníficas escenas de acción en excusa para dar una lección de técnicas y tácticas militares.
Pero en esta producción no todo son combates: el guión ofrece momentos intimistas en los que el drama y la poesía están latentes y conceden un respiro al espectador, que seguramente en ningún momento mirará la hora. Es en esos momentos en los que se puede apreciar una música sublime, digna de ganar más de un premio a la mejor BSO.
La película supone una exaltación de la astucia, el honor, la inteligencia y el valor ante los que ambicionan siempre más poder aun a costa de la libertad de otros pueblos; sin embargo, no es una gran historia, al menos en esta versión internacional.
Supongo que la versión extendida que se ha proyectado en China puede ser incluso mejor, por no haber tenido que recortar de aquí y de allá y porque indudablemente se habrá captado con más precisión la esencia del "Romance de los tres reinos”.
No obstante, esta versión internacional posee más aciertos que defectos, y no tiene nada que envidiar en absoluto a otras producciones de corte épico-histórico como "Troya", "El último Samurai", "Alexander" o "Mongol".
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