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Drama
Tasio trabaja como carbonero desde los catorce años en un pequeño pueblo navarro de la sierra de Urbasa. La vida cambia, pero el monte permanece siempre igual: abrupto y hermoso. Es el escenario de sus juegos infantiles, pero es también el lugar donde encuentra el sustento para su familia. Cuando se hace adulto, al carbón añadirá la caza furtiva. A pesar de que es la época del éxodo rural, de la emigración a las ciudades en busca de un ... [+]
29 de septiembre de 2014
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A nuestro cine se le pueden reprochar muchas cosas, pero creo que hay un ámbito en el que contamos con excelentes ejemplos: el cine rural. "Tasio" es uno de ellos; clásica en su factura, descubrimos una película bella, armoniosa, honesta y extraordinariamente lírica. Armendáriz plantea una obra sencilla y a la vez ambiciosa si atendemos a su intención de querer filmar el paso del tiempo, los sentimientos y todo un modo de vida que se pierde a paso ligero. Felizmente, logra aunar tan altos objetivos en una película cuya historia huye de toda complejidad para centrarse en captar el ritmo vital de unos grupos humanos, aquellos que habitan en el monte, los valles y los pueblos de sus laderas. Hablamos de una sierra vasca, como podríamos estar hablando de la dehesa extremeña de "Los santos inocentes", los parajes gallegos de "El bosque animado", o la austera meseta de "El espíritu de la colmena". El mérito de estos filmes y sus cineastas es, entre otros muchos, el de acercar la mirada hacia el ámbito rural y aprehender sus esencias más profundas, sus costumbres, sus paisajes ocultos, su mitología y sus fuerzas a las que se ha de enfrentar el ser humano. "Tasio", como las mencionadas y otras tantas, en ese intento de acompasar la narración de unos hechos y, por ende, una vida, a los ritmos y exigencias que nos impone la naturaleza, constituye una obra de extraordinaria riqueza visual y sonora, narrada con una sabiduría y una lucidez fuera de toda duda, pues sabe aprovechar, a través de una perspectiva entre la admiración y la reivindicación de unos valores antiguos, la fuerza inagotable de un ámbito tan jugoso como es el del marco rural, que no sólo representa un testimonio de alto valor antropológico y etnográfico, sino que se erige siempre en extraordinario hábitat donde las más primitivas pasiones afloran y las relaciones humanas se muestran en su apariencia más desnuda.
Así, Armendáriz se introduce en cualquier aldea de una geografía que conoce bien para abordar los dos principales dramas que se han vivido en el campo español durante todo el siglo XX y parte del XIX: la emigración a la ciudad, y la posesión de la tierra en manos de unos pocos. Problemas seculares y, en muchas comarcas, irresolubles, que han vertebrado las relaciones económicas y laborales de gran parte de la población, como vemos en el caso del protagonista y de su amigo. El segundo, ante la miseria y el atraso, hará como los personajes de "Surcos" (J.A. Nieves Conde, 1951), no dudando en acudir a la capital alavesa, donde, como en tantas otras ciudades, el boom de la construcción a partir de las políticas aperturistas y desarrollistas del régimen ya asomaba, ejerciendo de eje de atracción para las masas campesinas de las provincias que se veían abocadas al jornarelismo o, directamente, al desempleo. Sin embargo, Tasio constituye una personalidad rebelde, excepcional en su tenacidad y apego a los modos de vida que le enseñaron sus mayores. La caza, principalmente, y la actividad carbonífera, le valen para seguir adelante, como valieron para su abuelo y su padre. Tasio rechaza en todo momento la sumisión al patrón, al propietario; su mundo es el de los campos sin alambres, el de los baldíos y las tierras comunales, adonde el campesino acude para explotar una naturaleza propiedad del municipio en la que encuentra leña, caza menor y pesca. Por ello, Tasio es el reflejo de una figura que ya casi no conocemos hoy en día, prácticamente anacrónica, admirable en su sentido del equilibrio natural que ha de respetar el trabajador del campo para no agotar un hábitat y unos recursos que necesita para sobrevivir. Porque Tasio, en su inagotable amor y respeto por su tierra y sus labores, es en el fondo la representación del hombre cazador/recolector que no persigue el enriquecimiento, sino la garantía de una subsistencia, resultado de la sabiduría del campesino que sabe gestionar su entorno de forma sostenible. Es lo que le ha sido transmitido a través de las generaciones, como en una escena donde, siendo aún niño, lleva unos pajarillos a su casa:
Tasio- Para que te enteres, nunca cojo más de la mitad de las crías.
Padre- Como debe ser, que cogerlas todas no está ni medio bien...
Tasio- Ya sé.
Padre- ...que una cosa es cazar, y otra despiezar los nidos. Y nunca cojáis más de lo que es bien, que así siempre habrá caza.
[continúo en spoiler sin desvelar nada]
Así, Armendáriz se introduce en cualquier aldea de una geografía que conoce bien para abordar los dos principales dramas que se han vivido en el campo español durante todo el siglo XX y parte del XIX: la emigración a la ciudad, y la posesión de la tierra en manos de unos pocos. Problemas seculares y, en muchas comarcas, irresolubles, que han vertebrado las relaciones económicas y laborales de gran parte de la población, como vemos en el caso del protagonista y de su amigo. El segundo, ante la miseria y el atraso, hará como los personajes de "Surcos" (J.A. Nieves Conde, 1951), no dudando en acudir a la capital alavesa, donde, como en tantas otras ciudades, el boom de la construcción a partir de las políticas aperturistas y desarrollistas del régimen ya asomaba, ejerciendo de eje de atracción para las masas campesinas de las provincias que se veían abocadas al jornarelismo o, directamente, al desempleo. Sin embargo, Tasio constituye una personalidad rebelde, excepcional en su tenacidad y apego a los modos de vida que le enseñaron sus mayores. La caza, principalmente, y la actividad carbonífera, le valen para seguir adelante, como valieron para su abuelo y su padre. Tasio rechaza en todo momento la sumisión al patrón, al propietario; su mundo es el de los campos sin alambres, el de los baldíos y las tierras comunales, adonde el campesino acude para explotar una naturaleza propiedad del municipio en la que encuentra leña, caza menor y pesca. Por ello, Tasio es el reflejo de una figura que ya casi no conocemos hoy en día, prácticamente anacrónica, admirable en su sentido del equilibrio natural que ha de respetar el trabajador del campo para no agotar un hábitat y unos recursos que necesita para sobrevivir. Porque Tasio, en su inagotable amor y respeto por su tierra y sus labores, es en el fondo la representación del hombre cazador/recolector que no persigue el enriquecimiento, sino la garantía de una subsistencia, resultado de la sabiduría del campesino que sabe gestionar su entorno de forma sostenible. Es lo que le ha sido transmitido a través de las generaciones, como en una escena donde, siendo aún niño, lleva unos pajarillos a su casa:
Tasio- Para que te enteres, nunca cojo más de la mitad de las crías.
Padre- Como debe ser, que cogerlas todas no está ni medio bien...
Tasio- Ya sé.
Padre- ...que una cosa es cazar, y otra despiezar los nidos. Y nunca cojáis más de lo que es bien, que así siempre habrá caza.
[continúo en spoiler sin desvelar nada]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Los enemigos de Tasio son el propietario que paga precios miserables a los trabajadores, las alambradas, la criminalización de la caza y la legislación de los cotos. Y ante todos ellos se rebela: exige al terrateniente que le devuelva los sacos de grano; seguirá cazando a pesar de las normas y de la guardia civil, como el Ángel (Ovidi Montllor) de la magnífica "Furtivos" (José Luis Borau, 1975); aprovecha la madera de un árbol caído por la tormenta en terreno que no es suyo. Pero es, a la vez, un hombre con un sentido ético y de nobleza, como vemos en el bellísimo final en el que, de forma simbólica, invita a brindar a su viejo rival por la boda de su hija, arrancándole el cable metálico y arrojándolo al aire. El bosque no puede ser propiedad de nadie, sino de todos.
Armendáriz filma la carbonera como una suerte de lugar mitológico, como un santuario telúrico en la profundidad del monte, tal vez al estilo de los aizkolaris que veríamos en "Vacas" (Julio Medem, 1992), película que podría guardar alguna otra semejanza con la que nos ocupa. Vestigio vivo, en cualquier caso, de una época que se acaba, donde el hombre encuentra una prueba o rito de paso: enfrentarse a la carbonera es enfrentarse a la muerte, como el crío que se queda atrapado en ella; atravesarla, extraer el producto de ella, significa dejar atrás la niñez y la adolescencia en un afán por convertirse en el hombre que puede controlar la naturaleza. Hay una cierta nostalgia en la mirada de Armendáriz hacia unos usos y modos de vida que debió de ver y escuchar en su infancia, así como la había en aquel encendido relato de John Ford que era "Qué verde era mi valle" (1941), donde se trataba de dejar constancia de un mundo antiguo y entrañable que estaba abocado a la extinción.
Porque el realizador navarro, como decíamos más arriba, trata de trazar todo un transcurso vital que le es familiar y del que siente la necesidad de reivindicar, de homenajear, de dar a conocer. Su visión es clara, humanista y especialmente poética. Porque así transcurría la vida que él recuerda, entre primaveras verdes y otoños grises, entre las campanadas de la iglesia que rige el pulso de la aldea y los compases de la orquestilla que anima los bailes de la comunidad, bailes que son a su vez como momentos significativos en medio de la narración a lo largo de los años: la niñez y el enamoramiento repentino, con un primer beso en la mejilla; la juventud; el matrimonio y el beso definitivo en el que Tasio y Paulina quedan inmersos, cerrándose el encuadre sobre ellos y al margen ya de la canción que cantan los invitados. Toda una vida de lucha, de sacrificios, de amores, de pérdida, de desencuentros y de amistad. Y todo queda registrado por la cámara de Montxo Armendáriz y José Luis Alcaine con elipsis maravillosas y serenas, con luces de penumbras y amaneceres, con movimientos suaves y repletos de sensibilidad.
Armendáriz filma la carbonera como una suerte de lugar mitológico, como un santuario telúrico en la profundidad del monte, tal vez al estilo de los aizkolaris que veríamos en "Vacas" (Julio Medem, 1992), película que podría guardar alguna otra semejanza con la que nos ocupa. Vestigio vivo, en cualquier caso, de una época que se acaba, donde el hombre encuentra una prueba o rito de paso: enfrentarse a la carbonera es enfrentarse a la muerte, como el crío que se queda atrapado en ella; atravesarla, extraer el producto de ella, significa dejar atrás la niñez y la adolescencia en un afán por convertirse en el hombre que puede controlar la naturaleza. Hay una cierta nostalgia en la mirada de Armendáriz hacia unos usos y modos de vida que debió de ver y escuchar en su infancia, así como la había en aquel encendido relato de John Ford que era "Qué verde era mi valle" (1941), donde se trataba de dejar constancia de un mundo antiguo y entrañable que estaba abocado a la extinción.
Porque el realizador navarro, como decíamos más arriba, trata de trazar todo un transcurso vital que le es familiar y del que siente la necesidad de reivindicar, de homenajear, de dar a conocer. Su visión es clara, humanista y especialmente poética. Porque así transcurría la vida que él recuerda, entre primaveras verdes y otoños grises, entre las campanadas de la iglesia que rige el pulso de la aldea y los compases de la orquestilla que anima los bailes de la comunidad, bailes que son a su vez como momentos significativos en medio de la narración a lo largo de los años: la niñez y el enamoramiento repentino, con un primer beso en la mejilla; la juventud; el matrimonio y el beso definitivo en el que Tasio y Paulina quedan inmersos, cerrándose el encuadre sobre ellos y al margen ya de la canción que cantan los invitados. Toda una vida de lucha, de sacrificios, de amores, de pérdida, de desencuentros y de amistad. Y todo queda registrado por la cámara de Montxo Armendáriz y José Luis Alcaine con elipsis maravillosas y serenas, con luces de penumbras y amaneceres, con movimientos suaves y repletos de sensibilidad.