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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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28 de marzo de 2021 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tomándote un café. Jugando a las cartas. Almorzando en el campo. Bañándote en el río o, simplemente, disfrutando de la última película de Ava Gardner. Pero siempre en compañía de amigos. Los hombres del domingo es una bellísima oda a la amistad que huele inevitablemente a nostalgia para el espectador contemporáneo por el dramático contexto socio-político que amenazaba la paz, la vida y los domingos de los cuatro millones de berlineses que, con pasmosa naturalidad, captaron los vigorosos ojos de un puñado de amantes del cine. Los hermanos Siodmak, Edgar G. Ulmer y Fred Zinnemann, bajo las bonitas líneas de Billy Wilder y la radiante fotografía de Eugen Schüfftan construyen este impactante ecosistema de la Alemania nazi en el que la realidad se entremezcla con la ficción para brindar al espectador la rutina de un pueblo obrero que esperaba, ansioso, esos fugaces días de domingo donde el ocio era la mismísima definición de la vida.

Siguiendo a un grupo de amigos por el Berlín de los años 30, el grupo de amigos en la dirección nos embelesan con la festiva representación romántica del ritmo de vida de la ciudadanía alemana ignorante de las nubes borrascosas que se extenderían, casi inmediatamente, desde sus cielos hacia el resto de Europa. La efímera felicidad consagrada en un beso, en una caricia, en un cigarrillo compartido, en una tarde con los amigos, en un domingo que se escapa entre amores, compañías y diversión que solo volverá tras seis días de trabajo. ¿Y qué se puede hacer, sino disfrutar del momento? Porque, ¿quién sabe si volverá? Los directores nos hipnotizan con la auténtica esencia del ‘carpe diem’ mientras observamos la despreocupada y ociosa vida de unos muchachos que podrían ser nosotros, y que tan bien se acopla a los tiempos de pandemia desde los que miramos aquellas tardes en compañía de los nuestros.

Este filme silente de corte experimental está dividido en dos actos bien diferenciados. El sábado y el domingo. En el sábado, los directores nos deleitan con una concatenación de bellísimas imágenes del Berlín de la época mientras se nos introduce, como si fueran sujetos escogidos al azar, a los dos hombres que dan nombre a la felicidad dominical germana: Erwin Splettstößer y Wolfgang von Waltershausen, actores no profesionales haciendo, básicamente, de ellos mismos. En su azaroso seguimiento la brillante fotografía de Schüfftan, que 31 años más tarde oscurecería para llevarse el Óscar con El buscavidas (Robert Rossen), nos muestra la industrialización obrera de la capital alemana donde cada esquina, cada calle, cada plazoleta tiene una historia esperando ser vista. La de un hombre admirando una mayestática estatua, la de unos niños jugando y riendo, la de un abuelo paseando a sus nietos… Las grandes panorámicas, posiblemente pertenecientes a Zinnemann, se detienen en esos momentos bajo el pretexto de una poesía tan mundana como hermosa con el fin de que admiremos el sentimiento de imperturbable paz en el que se regocijan nuestros protagonistas, preparándonos para el domingo.

En su segunda parte, el argumento toma forma. Bajo una fina capa melodramática tintada de humor socarrón (obvio si es Wilder el encargado del guion) se nos traslada a un lugar más tranquilo donde profundizar en la ventura de los personajes. A la orilla de un río, donde la naturaleza adopta el ocio de la capital en un retal de descanso bucólico, donde el ‘carpe diem’ encuentra en el ‘locus amoenus’ el lugar idílico para desarrollarse, ahí es donde se asientan unos personajes al servicio del sentimiento y rutina de una nación y donde, por azares de la vida, nos sentamos nosotros para disfrutar de sus compañías. Un lugar de ensueño en el que la música pareciera tocada por una banda de ángeles. Un lugar que de verdad merece la pena visitar en comparsa de sus cuatro moradores. Un descanso que no te puedes perder.
25 de junio de 2020 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Conclusión de la trilogía compuesta por Doctor Bull (1933), El juez Priest (1934) siendo la última colaboración de John Ford con el querido por todos Will Rogers, el cual falleció de forma trágica poco tiempo después de la realización de esta película por un accidente de avión. Barco a la deriva aborda la vida rural de pequeños pueblos americanos con un tono costumbrista, siguiendo los mismos esquemas que sus predecesoras, y guiadas por la encarnación de la amabilidad y sabiduría campechana hecha a la perfección por el humorista. La película sigue la trayectoria de un charlatán doctor que vende su 'Remedio de Pocahontas' con el objetivo de comprarse su propio barco a vapor. A raíz de la compra y de la llegada de su sobrino junto una misteriosa chica de los pantanos, se verá involucrado en una pena de muerte hacia su pariente por el asesinato de un hombre, y tendrá que buscar a un nuevo profeta, único testigo de la pelea, para conseguir el indulto.

Una obra menor del director de Maine en la que, por sus cualidades, es donde más se puede vislumbrar una personalidad racional y tolerante frente al trato cotidiano en las pequeñas localidades americanas, que no son otra cosa que el reflejo de una sociedad. A pesar de que es donde menos se emplea la crítica, Ford adapta la obra de Ben Lucien Burman usando uno de sus guionistas habituales, Dudley Nichols, que, ayudado por Lamar Trotti, imprime el sello fordiano, ese estilo invisible y tosco pero cargado de belleza rústica que impregna las obras del realizador.

El personaje de Will Rogers, el doctor John Pearly, es un equivalente al sueño americano de la época aspirando a comprar un barco para ganar una carrera fluvial, siendo esas sus escasas preocupaciones hasta la incursión de un atractivo John McGuire como su sobrino Duke, el cual lo inicia en una epopeya cargando contra la culpabilidad de haberle recomendado entregarse, pecando de soberbia, asegurando que no le pasaría nada.

La intensa rivalidad entre habitantes del bayou y gente del río aflora con la llegada a la vida del doctor de Anne Shirley (Fleetey Bell), pequeña línea narrativa que sirve para la presentación del personaje femenino y que se descarta erróneamente, pudiendo haber resultado una historieta divertida si se une a la nostalgia de glorias pasadas que salpica el filme y que se acentúa con la adquisición del museo de muñecos de cera, otra pequeña línea que casi sirve exclusivamente a la presentación de otro personaje, Jonás (Stepin Fetchit) y que queda suspendida en el guión para usarse como deus ex machina.

El romance que sustenta los intereses principales de la película resulta el motivo más interesante para escenificar el deseo de justicia al paso de mostrar la bondad cercana, gentileza despreocupada y simpatía de los personajes que asoman durante toda la aventura de John y Fleetey Bell, que se nos traduce a nosotros como una avenencia entrañable hacia todos ellos. Estas características son animadas principalmente por el sheriff Rufe Jeffers (con una maravillosa interpretación estelar de Eugene Pallette), el chistoso Jonás y el Nuevo Moisés, repitiendo por tercera vez el veterano Berton Churchill, cambiando su registro habitual por un bondadoso e implicado predicador que se come al resto del elenco en el último arco narrativo.

De la trilogía, es sin duda la que posee una estética más cuidada con una fotografía naturista de George Schneiderman perfecta para la historia que se quiere narrar, ayudando a crear auténticas delicias de escenas como la carrera entre John y el capitán Eli (interpretado por el íntimo amigo de Ford y creador de El juez Priest, Irvin S. Cobb), acompañada de una música muy sugerente para el contexto como son los himnos de la Confederación empleados por el presente en toda la saga Samuel Kaylin. En este último arco John Ford usa la religión que tan presente ha estado en su tríptico como recurso cómico pero también como expiación, quemando los ídolos americanos de su museo por un Nuevo Moisés eufórico, anteponiendo la humanidad a símbolos y supersticiones, de los que se deshace sin titubeo como de la necesidad de permanecer en un pasado enterrado. Probablemente, la mejor secuencia de la película.

Un gran cierre que narra una historia simpática como gran despedida del legendario Will Rogers ofreciendo una aventura a caballo entre lo cotidiano y lo épico, con una estética preciosa y una narración menos cargada de mensaje, más fácil de ver por un ritmo más ligero y unas interpretaciones geniales embarcadas en barcos de vapor llenos de vida bondadosa y rural que tiran por la proa convencionalismos idílicos y religiosos.
12 de junio de 2020 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creyendo que iba a tratarse de una película de terror al uso, me he llevado una gustosa sorpresa encontrándome ante un drama familiar que utiliza la figura de un sensible niño de doce años, adicto al terror y maltratado por sus compañeros de colegio, con una padres que a pesar de ser afectuosos con él, no lo comprenden. Y un hermano que guarda cabezas cortadas en el armario de su dormitorio. El pequeño Marty deberá enfrentarse al conflicto interior creciente de si seguir callado ante lo que él considera injusto o liberar su bestia interior, condicionado por las circunstancias y su protector hermano.

Adaptando la novela homónima de Todd Rigney, Scott Schirmer se recrea en una película que emplea la figura del asesino serial como catalizador del terror que, con un tono más intimista, nos narra un argumento donde las incógnitas están reveladas desde el planeamiento, basándose en las relaciones interpersonales del protagonista con las personas de su entorno y la gestión de sus propios sentimientos, todo tributando al cine de terror serie B y serie Z haciendo de este el motor principal de la película. A la vez, arroja una polémica cuestión al espectador cuya presencia ha estado presente durante muchas décadas de cine, ¿cierto tipo de cine condiciona un carácter violento en el televidente? ¿influye cierto tipo de cine a la insesibilización e instiga a perpetrar actos deleznables? ¿dependen los factores externos al cine para que estas premisas se cumplan?

Como ya he dicho, los géneros del terror o gore donde esta película está clasificada son crasos errores, ya que su característica principal es la capacidad que posee para transformar dichos géneros en un gran drama familiar observados a través de la inocencia de la niñez, con crítica social donde se incluyen aspectos como el abuso o el racismo, la puesta en duda de las figuras de autoridad, la justicia o el cuestionamiento y descubrimiento de la propia identidad. Las cualidades del gore se ponen en escena a través del metacine a nivel general, punto importante para la elaboración del discurso, pero es tan nimio y censurado a través del montaje (intencionalmente) que es prácticamente inclasificable dentro del apartado.

El guión y la construcción de los personajes son los apartados más relevantes, ya que confronta la personalidad buena, ingenua e introvertida de Marty frente a la pasividad y hostilidad de su hermano Steve y al intento de paternalidad por parte de sus padres, en los cuales no encuentra ni la confianza ni la comprensión necesaria para confrontar sus problemas de una manera más solvente. El entorno de inestabilidad familiar se hace notar también desde el planteamiento, gracias a la curiosidad de Marty, que descubre cartas provenientes de un amante de su madre, revistas pornográficas por parte de su padre y horrendos crímenes por su parte fraternal, pero que no llega a comprender por la inocencia característica de la edad. Todo ello conformará los alicientes, agregados al bullying escolar, para la evolución de nuestro pequeño protagonista.

Schrimer da una lección con una modesta producción, de estética cuidada en sus pocos escenarios, para hacer un producto diferente e innovador que se autocuestiona por el fin de un bien mayor: concluir con un debate que no ayuda a la divulgación de un género tan querida como vapuleada, concluyendo con que no es culpa del efecto artístico en sí, es culpa de las perturbaciones del espectador que consume ese efecto. Esto lo escenifica a través de la misteriosa cinta Headless, cuyo visionado suscita a Steve a cometer las mismas atrocidades vistas en el filme.

Es una muy buena película que podría haber resultado en algo mejor si no fuera por las interpretaciones del elenco general que, salvo Galvin Brown (Marty) y Ethan Philbeck (Steve), los cuales recrean una muy buena relación fraternal, convincente y sentimental, no se salva ningún otro. La forma que tiene el director para jugar con el cine dentro del cine es bastante atractiva, escribiendo una carta de amor hacia el cine de terror y hacia los niños que, como yo, hemos crecido viendo este tipo de películas. (7.5).
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spoiler:
La cinta se puede diferenciar en dos grandes partes; la primera, básicamente una presentación larga de Marty que nos permite comprenderlo, empatizar con él e involucrarnos con sus problemas a la par que se nos muestran los rasgos más importantes de su personalidad atormentada. La segunda, marcada con la quema deliberada de la novela gráfica que estaba haciendo junto su mejor amigo David, simboliza desde ese acto la pérdida de la inocencia cuya causalidad debida al entorno conlleva a una ruptura drástica de su personalidad, dando paso al nuevo Marty. Tomándose la justicia por su mano confrontando a las figuras de autoridad, Marty pasa de ser el protagonista a un personaje secundario que detona el clímax, dando rienda suelta a la locura de su hermano Steve. A raíz de ello, el pequeño observa el camino que estaba siguiendo aleccionado por su 'amoroso' hermano, y da comienzo un epílogo tan tétrico y grotesco que lleva a Marty replantearse las decisiones tomadas de la peor manera posible; amordazado junto las cabezas cercenadas de sus progenitores.
8 de mayo de 2020 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gran película australiana poseedora de una de las atmósferas más agobiantes, opresoras e incluso sórdidas que haya visto en una pantalla. Un frustrado profesor de escuela va a pasar un día de vacaciones a una ciudad llamada Yabba, donde la hospitalidad de sus ciudadanos le resulta extremadamente molesta. Tras apostar todo su dinero en un juego llamado skip (lanzamiento de monedas) y perderlo, se ve obligado a quedarse ahí, donde con cada trago caerá aún más en el infierno terrenal. Enorme alegoría en contra del alcoholismo, que funciona casi como terapia para tal enfermedad, mostrando las consecuencias de una enfermedad tan venenosa como sórdida. Desde un primer instante, la cerveza está presente en pantalla y es empleada una y otra vez como metáfora para sofocar el calor abrasador, sobrellevar el aburrimiento y, con cada trago, acercarse más a una situación de descontrol que afectará mentalmente en pos de la inmoralidad a su protagonista, John Grant (Gary Bond). Las relaciones establecidas con los otros personajes de la película ponen en evidencia el famoso refranero español, 'dime con quien te juntas, y te diré quién eres', ya que componen el factor principal del mal que atormenta a nuestro protagonista, invitándole una y otra vez a alcohol excusándose en una falsa amistad y hospitalidad basada en el nulo quehacer que puebla la ciudad, siendo el único entretenimiento la bebida, síntoma que ha causado la epidemia en todo los residentes, uno de ellos, un doctor: 'Doc' Tydon (Donald Pleasence), principal amistad del protagonista, sumido en las tinieblas de la depravación que emplea una falsa moral para el acercamiento y posterior destrucción psicológica de John. La estética de la película es, sin duda, su punto más fuerte, empleando una escenografía perfectamente compuesta para transmitir la desolación del lugar acompañado de una fotografía a manos de Brian West fundamentada en los paisajes desérticos australianos, con filtros de cámara sucios propios del cine independiente americano que acentúan esa sensación asfixiante del desierto, obviamente, como símil del infierno. La construcción del personaje está muy bien sobrellevada, mostrando una evolución (o involución) con cada trago, representado el tormento que padece hasta el momento de ruptura psicológica creado a partir de uno de los momentos más significativos de la cinta: una caza sádica de canguros, utilizando a la perfección secuencias de una caza real (y legal) positivadas con una gran labor de montaje y técnico, que el director, Ted Kotcheff, sabiamente, concede el lenguaje cinematográfico necesario para que queden bien implantadas en el metraje. El montaje inestable concede muchas licencias al espectador para profundizar en la enfermedad que padecen los habitantes de Yabba, utilizando muchas transiciones bruscas que no conllevan más de un par de fotogramas simbolizando la incapacidad de discernir lo real de lo irreal, el recuerdo del sueño, otorgando el grado de locura transmitido al espectador que magnifica esa atmósfera insoportable. Las interpretaciones están perfectamente calibradas, lo que denota una gran dirección de actores, para que transcurran de una manera acorde al ritmo narrativo y se represente más visualmente la evolución de sus personajes y las personalidad que manejan, sobresaltando los dos anteriormente citados pero siendo Donald Pleasence el que consigue atraer toda mi atención con una actuación eufórica de un hombre caído en el pozo de la locura, enfermando cada vez más su mente a causa del alcohol. Otra interpretación realmente significativa es la de Chips Rafferty haciendo del sheriff de Yabba, Jock Crawford, cuya actuación sosegada y con gestos calculados capta el interés del espectador dándole a la película desde el principio ese toque de thriller necesario para narrar la historia. La incapacidad de salir de esa espiral de perversión del protagonista funciona a modo de reivindicación directa para tratar una enfermedad de la que no se puede escapar sin ayuda de un tercero. Grandioso film restaurado por el instituto de ciencias audiovisuales de Sídney que pasó muy desapercibido siendo una joya para mostrar a todo cinéfilo mientras no sea amante de la cerveza. '¿Toma un trago, amigo? ¿Pelea, amigo? ¿Saborea el polvo y el sudor, amigo? No hay nada más aquí fuera.' (7.5).
2 de junio de 2020
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
F. Gary Gray se rodea de una producción y posproducción impresionante para traernos de la forma más fidedigna, aunque extremadamente alargada y, en la mayoría de ocasiones, aburrida, historia de los cinco muchachos de Compton que revolucionaron el panorama musical del hip hop fundando el mítico grupo N.W.A. y creando la corriente del gangsta rap, que azotaría con visceral sinceridad los estados americanos donde el racismo hacia los afroamericanos estaba a la orden del día.

Se nos presenta desde un planteamiento una película sobre música con carácter histórico genérica, con el típico auge de unos chicos con gran cantidad de sueños a los que la vida no se lo pone fácil, para luego, durante el viaje, explorar en los problemas de las relaciones interpersonales y el choque de bruces con la realidad. El problema radica que, lejos de ser más o menos veraz la historia, con ciertos matices dramáticos, el director se empeña en alargarla indefinidamente diluyendo gran parte de las tramas y el mensaje principal que, tanto el grupo como la película quería mostrar en una primera instancia: la discriminación por motivos raciales.

Otro gran problema, ya arraigado a mi persona exclusivamente, es el poco apego a este tipo de música, hecho que ha contribuido a que su duración de 147 minutos se me haya hecho interminable. Pero no solo en ello está el problema. La temática que acoge durante todo el nudo y gran parte del desenlace, recreándose una y otra vez en el desfase, la droga y la prostitución, arranca completamente mi interés en el drama que experimentan los artistas por cuestiones de dinero, sellos discográficos y fama. Por otra parte, las interpretaciones mediocres no me han transmitido el más mínimo sentimiento que tanto el director como los actores querían expresar, en muchos tramos dejándose guiar por una edulcorada sensiblería que me enfría, y hace que todo lo construido previamente en cuanto a cuestiones de amistad y hermandad no me lo crea. Por último, el enfoque especial que se hace en la figura del mánager Jerry Heller (interpretado por Paul Giamatti) roba más protagonismo del que debiera a los tres personajes principales; Dr. Dre (Corey Hawkins), Eazy-E (Jason Mitchell) y Ice Cube (el muy guapo O'Shea Jackson Jr.), los otros dos integrantes no tienen especial relevancia.

Las más veces consigue mostrar el funcionamiento de la industria musical que su cometido principal, el nacimiento y evolución de N.W.A. y la inexorable influencia que desembocó en el mundo musical con la creación de sellos cinematográficos de renombre mundial (Ruthless Records, Death Row Records o Aftermath Entertainment), algo no muy favorable para la película. Como he dicho antes, el mensaje racial se esfuma bruscamente en un punto de la película y, aunque el director lo intenta rescatar con el gran problema del 1992 a raíz de la paliza a Rodney King, esta premisa yace muerta y sin capacidad de resurrección. El dramatismo por el que se opta en el último gran arco es demasiado precoz y rompe el ritmo, así como no dándole la duración apropiada para que tanto los personajes como el espectador pueda sentir un mínimo esbozo de tristeza. La nula profundización en los Bloods y los Crips es un desacierto, ya que están muy arraigados tanto a artistas como al género musical en sí. Tampoco se aprovechan las grandes figuras como Tupac o Snoop Dogg siendo dos bazas muy interesantes en la etapa de la Death Row.

Aunque lo parezca, no todo en esta película es malo. La puesta en escena de los personajes, utilizando el espacio arquitectónico como símbolo de la mala vida, funciona a la perfección a la hora de hilarla con el conflicto principal del argumento: el abuso policial. F. Gary Gray utiliza técnicas muy convencionales de grabación hasta el gran estallido que provoca con la escenificación de los conciertos; acopla perfectamente la estética oscura con grandes contrastes de luz a una sucia, caótica, donde la gran cantidad de extras en plano provocan el énfasis preciso en el espectador para que pueda sacar el máximo partido a puntos de inflexión tan importantes, utilizando muchos movimientos rápidos de cámara con planos largos, contrapicados y picados, que ofrecen esa sensación de caos e inseguridad de un show de N.W.A.

Obviamente, la música escogida por Joseph Trapanese no iba a ser otra que temas propios de la banda, que acompañan el viaje de los cinco de Compton de principio a fin. La posproducción es el punto más interesante de la película, aunque no destaque el montaje, el mixeo del sonido es perfecto, así como los arreglos musicales para que cada canción suene como sonaría en la época en la que se desarrolla la historia, tampoco podía ser de otra manera teniendo al mismísimo Dr. Dre y Cube Vision (productora estadounidense de Ice Cube) detrás del asunto.

Se decanta demasiado por el aspecto visual y por tratar de sorprender al espectador por ello, y no por el argumento, ni por el mensaje, ni por el tema, haciéndola demasiado vacía para un proyecto tan grande y tan importante como fue N.W.A. y sucedáneos. (4.5).
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