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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
26 de septiembre de 2020
15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una verdadera sorpresa este reciente wéstern de Justin Lee del que no comprendo la nota tan baja. Badland es una película que engloba los obsoletos subgéneros del wéstern con una producción modesta, recordando a John Ford, Sergio Leone o Sam Peckinpah por el uso de elementos tan presentes en sus estilos. La concepción del personaje, construida en torno al arquetipo que Clint Eastwood dio al género como protagonista, está muy bien hasta el punto de conseguir mezclar la acción, el drama y el romance propio de los wésterns clásicos con su ritmo lento, amenizado por la sensación de estar viendo varias historias por la separación capitular de su argumento como hizo Quentin Tarantino en su último wéstern. El tema de la justicia donde la Guerra de Secesión funciona como su sombra está tratado con mucho clasicismo, dando rienda suelta al caballo que galopa nuestro protagonista, Matthias Breecher (Kevin Makely), por los baldíos inhóspitos del Salvaje Oeste, dando caza a su paz interior. Una obra que alude directamente a películas como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) o El fuera de la ley (Clint Eastwood, 1976), haciendo un solemne tributo a los padres del género y ofreciéndonos una aventura muy entretenida dentro de sus tópicos.

Este tipo de producciones un servidor las recibe con los brazos abiertos ya que, sin suponer un alarde de creatividad o imaginación en un género tan empolvado como explotado en la historia cinematográfica, ofrece una entretenida aventura con la gracia de las viejas glorias bien rodada por parte de Justin Lee. El director, que se muestra a gusto en el género, da con Badland una representación interesante de la América de posguerra, de la justicia, posicionándose en el bando de La Unión mediante su protagonista, un Pinkerton excombatiente al que los fantasmas de la violencia ensombrecen como a William Munny en Sin perdón (Clint Eastwood, 1992).

Para los cometidos citados, Lee usa los recursos apropiados para reunir la esencia del wéstern desde su mirada, usando los clásicos primeros planos de Leone, las panorámicas horizontales de Ford o el montaje de Peckinpah para dejarnos caer en el árido purgatorio, la dura y salvaje vida del Viejo Oeste. A través de su protagonista, la concepción de mujer que salva espiritualmente al protagonista, interpretada por Mira Sorvino, y la justicia, la historia adquiere gradualmente un tono más lento y reflexivo, muy marcado en la comparación del ritmo de los tres primeros capítulos y ese cuarto que funciona como epílogo y recompensa. La reivindicación sobre los derechos humanos es obvia cuando escoges a Tony Todd para interpretar una figura de poder en la América de segunda mitad del s. XIX que manda a un hombre a cobrar el precio de la guerra, en forma de hombres a priori imperdonables por sus delitos y juzgados de una forma que hace replantearse si hay justicia en la pena de muerte, llegando a poner sobre la mesa la polémica de la eutanasia en cierta conversación entre Breecher y el Coronel Reginald Cooke, interpretado por una cara tan conocida en el wéstern como Bruce Dern.

La preciosa fotografía de los paisajes de Santa Clarita por parte de Idan Menin consagra esa ambientación hostil en la que evolucionan sus personajes, donde La Muerte espera en cada camino y de la que Lee doma sus tierras para introducirnos en una road movie que, aunque se estanque en ciertos tramos con una superficialidad pesada (como en el capítulo dos), el director prepara el terreno para ofrecer su última crítica a raíz del abuso de poder por parte de sus mensajeros, de sus Sheriff, más concretamente en uno confederado llamado Huxley Wainwright e interpretado por un Jeff Haley al que la caracterización le sienta tan bien como a su personaje y que recuerda a esos personajes capados totalmente de piedad, cuya visión de la justicia es reprobable, como Little Bill (Gene Hackman) en Sin perdón o Rooster Cogburn en Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). Las interpretaciones van por partes. Por uno, tenemos las anodinas del elenco principal como el muy atractivo pero inexpresivo Kevin Makely o Mira Sorvino y, por el otro, los elogiables trabajos de Jeff Haley, Trace Adkins o el inmortal Bruce Dern.

La tensión se mantiene bien, con pulso en secuencias como la pelea entre Breecher y Hector (Omid Zader) o la ‘conversación’ con Huxley, que rastrilla las calurosas arenas de Badland para las catarsis, los grandes momentos que todos los amantes del western amamos: los duelos y tiroteos. A pesar de que esta se presente de manera muy torpe, la esperada acción consigue de vez en cuando los golpes de efecto necesarios para impresionar, pero se precipitan en la falta de creatividad y dinamismo distando mucho de lo que espero ver como espectador en esas secuencias.

El carácter desenfadado de la película, sin ningún tipo de pretensión, es el último empujón que necesita el caballo de Lee para entrar como un wéstern moderno que exhala clasicismo por las puertas de mi gusto personal, haciendo una aventura realmente entretenida, a ratos interesante pero, sobre todo, muy digna para darle una oportunidad.
28 de junio de 2020
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Preciosa película que comienza con un disclaimer del autor francés, Jean Delannoy, para posicionar al espectador en un espacio y tiempo de índoles retrógradas como es un colegio jesuita de principios del s. XX (1930), donde el amor está cohibido por la concepción arcaica de la iglesia y sus componentes. La historia cuenta la andanza de Georges de Sarre (Francis Lacombrade), hijo del marqués de Sarre, un alumno excelente que comienza una nueva vida académica en un colegio religioso exclusivo para varones, donde los sentimientos de amistad se atenuarán hasta tal punto de confundirse con el amor, tema tabú en la sociedad en la que discurre la película.

Estructurada en tres capítulos llamados primero, segundo y tercer trimestre académico, Jean Delannoy escampa el terreno para representar el amor en su máximo esplendor mediante la inocencia de la juventud y un trasfondo religioso que, aunque usado a priori para solapar el tema, sugestiona una lectura más profunda del sentimiento de libertad concurridos en sus protagonistas, Georges y Alexandre Motier (Didier Haudepin).

Presentado como un drama fundamentado en la novela homónima de Roger Peyrefitte, la historia en sí va más allá de un amor no correspondido y anulado por las circunstancias adyacentes. Es una plegaria mística a la felicidad, a la libertad, a la vida, todo dado de la mano de una religión mal interpretada y el amor como motor principal, siendo el amor y la religión los titiriteros que manejan los hilos rojos de sus protagonistas, agitándolos salvajemente para devolverlos a una realidad deprimente y obtusa.

La poesía que labra a cincel como si de una escultura se tratara el director es una delicia tanto auditiva como visual, acompañando gentilmente la dramática epopeya de dos enamorados con muchísima templanza en los planos estáticos, simétricos, signos del orden y la rectitud que acompaña la discreta atmósfera que crea, una decoración de interiores cuidada al detalle que consigue introducirnos de lleno en el seno eclesiástico y una música refinada a cargo de Jean Prodromidès que refuerza la estética elevándola a la pureza que albergan sus personajes, especialmente la del pequeño Alexandre, cuyo personaje y formidable interpretación de Didier Haudepin consigue que gran parte de la cinta orbite a su alrededor.

La velocidad vertiginosa con la que el director, con una mesura caballerosa y diplomática, nos introduce en seguida en el tema principal de la película: la homosexualidad, camuflada por la ingenuidad de los personajes de la obra como 'amistad particular', creando una narración que exhibe elegancia con cada pequeño detalle, cada pequeña línea de diálogo donde el arte de la poesía va a ser un tema recurrente implícita y explícitamente, transformando a los personajes con ella en un proceso evolutivo perfecto de introspección espiritual e intelectual, en un coming-of-age de versos desesperados.

Me sorprende para muy bien que el director no emplee las figuras de cardenales y curas como elementos de castigo irracional para sus protagonistas, sino como personas que también aman y comprenden desde otro punto de vista, siendo estos los mayores focos de dubitación y meditación para nuestros protagonistas, ayudando a una construcción de estos lenta, segura y verídica.

Las interpretaciones son clases maestras en esta pequeña producción de la Lux Compagnie Cinématographique de France, sobresaltando en desmedida el torrente interpretativo lleno de furor de Didier cooperando a la perfección con el sosiego frustrado de un Lacombrade muy evocador del mítico Martin LaSalle. Louis Seigner tampoco se queda atrás dando vida a un entrañable Padre Lauzon.

Para ser una película de 1964, Jean Delannoy se sumerge en una alegoría en pos del amor libre en una época donde aún estaba muy lejos del punto en el que estamos hoy día, barajando un tema tabú con sutileza y respeto brindando una trágica historia de amor atemporal al ritmo de la sonoridad de la cultura y lengua francesas. Una obra preciosa. (8.5).
18 de abril de 2021
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me llama la atención y también me preocupa no saber nada, ni si quiera haber escuchado o leído nada acerca de la historia real en la que se basa Shaka King para Judas y el mesías negro. Conocía a Malcolm X, a Martin Luther King Jr. y a Las Panteras Negras pero... ¿Por qué no conocía a Fred Hampton? ¿Por qué ha tenido que venir un negro a explicarme una parte tan importante de la lucha por los derechos civiles? Pienso que la respuesta es clara. La invisibilización del colectivo afroamericano, sufrida desde que el mundo es mundo, tiende a que se nos comunique la información que solo unos quieren, adulterada y superficial conforme a los intereses de los que nos doblegan, de las altas esferas para las que el capitalismo es su máxima vital. Pero no es una película que solo habla de negros. Es una película que habla de justicia social. De la unión de la gente por una misma causa: la igualdad y la libertad. De mirar a los ojos de quienes nos pisan. De reivindicar la dignidad humana que nos merecemos frente al abuso y corrupción de las caras más torcidas de un sistema que empobrece al pobre y enriquece al rico. Es una película más cristiana que muchas otras que solo se disfrazan con cruces y espinas. Es una película realmente encabronada con una situación de racismo insostenible que no solo pasó, sino que sigue pasando como podemos comprobar. Es un grito de ayuda, de hastío y de rebelión en perfecta armonía con otras de las nominadas a mejor largometraje como Minari. Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2020) y Una joven prometedora (Emerald Fennell, 2020) que se preocupa lo suficiente para transmitir el mensaje de forma nítida, directo y sin titubeos, sin caer en la acritud de la doctrina o la sensiblería del victimismo en un tipo de cine social en el que esto es fácil cuando la involucración en la lucha de su director es tan grande y firme.

La película soñada por Spike Lee me funciona en muchas cosas, en otras, no tanto. Me encanta cuando se abraza el thriller más intenso con la doble moral del verdadero protagonista de la película, Bill O' Neal (Lakeith Stanfield), en su labor de Cosa impostora infiltrada en la base científica del capitán Hampton (Daniel Kaluya). Y odio cuando se desvía de esta idea con dramatismos y romances disuasorios de esa línea principal. Bill O' Neal es, en lugar de un alienígena capaz de mutar en una persona como en la ineludible La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982), una rata capaz de disfrazarse de la persona que quiera. Un topo que define, en mayor o menor medida, a un gran sector de la sociedad cuyo nulo posicionamiento político, a pesar de pertenecer a la misma raza asesinada o asediada por el mismo ser inhumano e invisible, favorece la labor de acoso y derribo hacia los más vulnerables por ignorancia, parsimonia o mero egoísmo, como tan bien recrea King en su contrargumento con la idea aristotélica de que la virtud está en el término medio. Pero es fácil posicionarse en el término medio, alegando que los 'extremos se chocan', siendo un esclavista como Aristóteles o perteneciendo a una clase privilegiada como Roy Mitchell (Jesse Plemons), ¿verdad?

Y es por esto que funciona tan bien en ese sentido. Porque no es solo la palabra la que apoya el discurso de King, es porque el hecho histórico existe y, más preocupante, se extiende hasta nuestros días. Porque la oratoria de Hampton está constatada y justificada, razón por la que es tan atractiva para el público general que es, en mayor medida, el que sufre la aporofobia del capitalismo. Aunque tenga elementos de la blaxploitation, no pertenece, ni por casualidad, a este movimiento por el simple hecho de que fue una estigmatización en torno a la delincuencia de la población negra, siendo Judas y el mesías negro radicalmente opuesta a estereotipos o sesgos sociales. Es de activismo por la igualdad, y tiene una escena preciosa en la que esto se resume de manera brillante involucrando a los representantes de la herencia cultural sureña tan injustamente analfabetizados por el memorándum popular.

Para tener un buen dúo de actores casi siempre se requiere química entre ellos, pero la antiquímica también es capaz de brindar grandes dúos (véase, por ejemplo, Malcolm McDowell y Robert Shaw en la Caza Humana de Joseph Losey) como, en este caso, el de Kaluya y Stanfield. Consiguen hacer incómodas escenas de fraternidad que deberían aliviar la tensión por la cercanía de una broma o la confidencia de un diálogo, pero el desapego entre ambos actores, la nula complicidad que mantienen es perfecta para potenciar el mensaje de King y la hipocresía de su protagonista. He de decir que, aunque Stanfield tenga mayor presencia en el argumento, Kaluya es capaz de colapsarlo. Quizás sea porque su papel es intencionalmente histriónico o por lo increíblemente carismático y expresivo de su intérprete, pero Kaluya consigue, muy a favor del argumento y mensaje, acobardar en el mejor de los sentidos la buena interpretación de Stanfield. Jesse Plemons también está soberbio en su gélida actuación de la perversión social, replicándolo en forma de hipérbole un hipercaracterizado Martin Sheen que he llegado a confundir con Robert Duvall.

El mayor contrajuego de la película es el marcado ritmo que perpetra el motor de la narración, Billy. No solo es extremadamente lento en muchos tramos, sino que la repetición del mismo concepto hasta las rupturas de tensión se me antojan demasiado monótonos aun entendiendo su necesidad para remarcar el mensaje y hacer más latente la problemática en base a la profundización gradual del conflicto de sus personajes a las que las pobres escenas de acción y thriller no terminan de compensar tan bien como deberían, véase la fugacidad de la escena del primer tiroteo o la reprochable escena del interrogatorio de Judy Harmon (Dominique Thorne) a Billy.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
De todas formas, Judas y el mesías negro es una película que atrapa por lo enérgica y reveladora que es, pero también por su desvergonzada vigencia aun con su ambientación sesentera y la violencia dialéctica y estética que acoge para su necesaria proclama porque, ¿cómo se hace una revolución sin violencia? (6.5).
8 de septiembre de 2020
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un filme bastante cochambroso que demuestra que el director es usuario de videojuegos, ya que el argumento en sí parece un popurrí de conocidos títulos como Call of Duty, Halo o Titanfall, incluso tiene un carácter ‘battle royale’, subgénero muy de moda de unos años atrás hasta aquí. Robot Riot es básicamente como estar viendo a alguien jugar al último videojuego de moda, con un argumento burdo y plano, personajes sin personalidad y una camarilla de secuencias de combate y épica, rellenada con clichés. Ryan Staples Scott nos cuenta la historia de un grupo de personas mandadas a una ubicación inhóspita y secreta, faltos de recuerdos y con una amenaza a la que deben enfrentarse: unos robots llamados Mechs, inteligencias artificiales optimizadas creadas por el villano gobierno de EE.UU. y probados con carnaza real. No es un argumento que brille por su originalidad, ya que del estilo podemos encontrarnos con obras magnas como Cube (Vincenzo Natali, 1997) o la reciente El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019).

Robot Riot, al igual que un FPS, tiene todos los requisitos para formar una historia aburrida. En primer lugar, personajes planos que solo sirven para ver cómo mueren cuyas complejas relaciones se basan en que son aliados y deben ayudarse contra el malo, que sabemos que es malo porque es un alto mando de los Estados Unidos, se viste entero de negro, tiene los típicos esbirros que dudan de su cometido y grita mucho. El malo tiene una flota de mechas programados con una tecnología de aprendizaje, convirtiéndolos en los asesinos más eficientes del mundo. Una necedad donde los niveles de entretenimiento se reducen a secuencias de acción tan mal rodadas que hacen perder al espectador las nociones de espacio en el que se desarrolla, así como la ubicación de los personajes en el escenario e incluso las dimensiones de los antagonistas por el nerviosismo frenético tanto de director como de operarios para buscar la épica donde no se puede sacar por el ínfimo trasfondo de todos los participantes de la contienda. Es decir, nos importa un pepino quién viva o muera, y al director también, solo queremos ver buenas escenas de acción. Pero, exceptuando la final y muy cogida con pinzas, Scott se enreda él solo sin saber salir muy bien de las situaciones que crea, tirando de deus ex machina casi siempre.

La idea sería interesante desde un enfoque no mucho más profundo, pero que sí sirva para ahondar en la amenaza de las máquinas y la IA, y, Scott, si quieres tiranizar a alguien como es EE.UU., por favor, danos razones para comprenderte en lugar de crear un personaje tan arquetipo y risible, anodino y básico, que no infunde mucho más que cierta locura injustificada que solo podemos descubrir por sus súbditos Peterson (Jamie Costa) y Shapiro (Justin France). Scott tiene unos problemas bastante serios con el encuadre, que hace que pierda la seriedad con la que veo esta película, no sabiendo ni qué, ni cuánto ni cómo introducir y mantener la acción de forma fantástica respetando la relación entre los planos, el movimiento de sus actores y la locación en la que se desarrolla, provocando fallos de ráccord bastante vistosos que, por otra parte, ayudan a describir una película que pareciera haber sido estrenada sin una revisión y corrección previa.

El etalonaje es directamente basura, donde en escenas diurnas hay un caos de iluminación que rezuma incoherentemente por todo el plano, mientras que en las nocturnas el encargado se fue a dormir. Hay una escena absurda bastante representativa de esto último, donde nuestros chicos son rodeados de robots sin percibir si quiera una silueta en una noche de luna. La banda sonora se puede escuchar en esta película o en cualquier videojuego, compuesta de sonidos tecnológicos genéricos que pretenden intensificar escenas heroicas sin resultado, en parte por la pésima dirección de Ryan Staples Scott que engorrona el trabajo de sus compañeros. El diseño post-producción, computarizado de manera inexperta, es el responsable de darle más inri a las escenas de acción mediante las amenazas. Unas amenazas cuyos diseños, movimientos y patrones parecen copiados y pegados de un videojuego. De hecho, el modelo Mech Spyder es literalmente igual al AGR del Call of Duty: Black Ops 2 (David Vonderhaar, 2012).

En resumen, otra de esas burdas pequeñas producciones retenidas en la falta de creatividad, su principal problema, y en unas formas de hacer las cosas descuidadas. Por otra parte, se deja ver ya que, a pesar de acumular bastantes incongruencias argumentales, a veces consigue meterte en MechWood (el espacio fílmico), eso sí, mediante recursos externos como carteles o grabaciones, que consiguen crear curiosidad, aunque sin recompensa. La idea que tiene no está mal, pero hubiera sido más sensato explotarla en lugar de obcecarse en soldaditos pegando tiros (y algún genio a machetazos) contra Transformers. (2.5).
23 de julio de 2020
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin ninguna duda, una de las películas más grotescas y salvajes que se hayan rodado. De producción alemana, como no podía ser de otra forma, Marian Dora, pseudónimo por el que se conoce al director, se basó en los infames sucesos de Armin Meiwes, el Caníbal de Rotemburgo, para la elaboración de esta cinta casera tan solo cinco años después del asesinato y posterior ingestión de su víctima. Un hombre solitario, obsesionado con el canibalismo y de tendencias homosexuales, emprende una exhaustiva búsqueda en los primitivos foros de internet de principios de milenio de alguien que acceda a ser su comida. Tras desesperarse, encuentra a un hombre que desea acabar con su vida, firmando un convenio por el que se deja asesinar tras un tiempo de intenso romance, y dejando al caníbal consumar sus perversas fantasías. Este crimen provocó una conmoción internacional por los medios, creando una duda legal acerca de si se trató de homicidio o de eutanasia, y alcanzó una popularidad sin precedentes en la historia de Alemania. A día de hoy, Armin Meiwes sigue en prisión, condenado a cadena perpetua.

La identidad del director es un misterio, usando numerosos pseudónimos. Perteneciente a la corriente del arte marginal, en la que se encasilla esta cinta por exceder los límites de la cultura oficial y la moralidad, sus mayores influencias se encuentras en el mondo italiano de Ruggero Deodato y la música de compositores como Ennio Morricone, de los cuales adopta con gentileza las formas para el rodaje de esta obra. La crueldad de su estilo traspasa el popular debate del límite artístico, residiendo entre sus temas recurrentes la coprolagnia, crueldad animal, violación o zoofilia, entre más barbaridades, lo cual le ha valido más que algún problema legal, y que incluye con amoral descaro en Cannibal. Todo un demente.

La clasificación, obviando la pertenencia a la categoría Hard R o X, es muy polivalente teniendo en cuenta los numerosos aspectos que envuelven el filme. Con un diálogo casi nulo y muy influenciado en iluminación por clásicos del expresionismo alemán como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), el planteamiento se coloca en el género del thriller por la producción de ansiedad o curiosidad mediante la búsqueda del morbo ataviada a la maníaca empresa del protagonista. La segunda parte se corresponde con el romance, un romance sadomasoquista que pone en tela de juicio los oscuros fetiches sexuales que portan algunas personas, llevándolo al extremo de la inmoralidad y la decisión de cada uno sobre su propia vida, robando la carta con la que se abre el debate de si es lícito o ilícito legalizar la eutanasia. El terror no se corresponde en ningún momento, ya que no es lo que Dora busca. El director busca la repulsión en el espectador, el asco, una lavativa estomacal por las innombrables imágenes que se suceden enmascaradas bajo la delgada línea del placer y el dolor, sobreviniendo en una catarata de emociones humanas reprimidas por el inhumano deseo del libre albedrío. La última parte es donde decae más la película, no por ello sin dejar de ser repugnante, utilizando el crimen que sucede al drama espiritual y mental que porta el protagonista.

Marion Dora usa una estética muy sucia para acrecentar ese sentimiento de asco en el espectador, creando una atmósfera muy intimista y oscura llevada por dos únicos actores radicado en el bajo presupuesto y, sobretodo, esa sensación de cinta casera, rozando el snuff film, enfatizando en la crueldad sometida de la condición humana. También muy instigado por la obra maestra de Pier Paolo Pasolini (Saló, o los 120 días de Sodoma, 1975) en esa concepción del tiempo y quizás, muy intrínsicamente, de reivindicación cimentada en la volatilidad del alma humana mediante un abuso de poder que, aunque no se produzca unilateralmente, encuentra cobijo en la insana relación mantenida por los dos personajes basada en convenio e imposiciones. Muy probablemente, esta película sentara cátedra en el cine más escabroso de la parte este de occidente, encontrando algunos paralelismos en producciones como A Serbian Film (Srdjan Spasojevic, 2010) o The Human Centipede (2010), aunque con un declive inmenso en las formas.

La técnica amateur está ligada a la iluminación, sin la cual no provocaría tanta repulsión y de la que se retroalimentan convergiendo en un huésped y un parásito amartelados en un único cometido: la destrucción de la probidad humana. Dora utiliza muchos planos detalle mecidos por una edición de sonido que deposita ruidos viscosos, balidos o relinchos que nos sitúan en un espacio rústico y que juegan con la metáfora de la carne, independientemente de su procedencia, como comida, a la hora de grabar con explicitud las relaciones eróticas de ambos hombres, reincidiendo en las lenguas y en los miembros viriles. Los picados que denotan una excelente vista espacial va a ser lo referente en cuanto a mostrar la acción rodeada de esa escenografía insalubre y sucia donde se desempeña.

Dora usa algo de simbolismo en cuanto a la utilización metafórica de invertebrados como arañas o caracoles. La araña representa la perversidad, que teje una red esperando a su presa. Por otra parte, el caracol simboliza la viscosidad, así como la eternidad del momento por el que pasan los personajes en su debacle interno, en su caparazón, sobre la elección de sus decisiones.

Las interpretaciones son realmente comprometidas con elevar el trabajo del alemán hasta unos niveles de indecencia plausibles, representando unos papeles que serían imposibles para gran parte de los actores.

Por mi parte, concluyo con que no es una película para todo el mundo, ni si quiera para mí, pero la labor de Marion Dora por representar con estremecedora verosimilitud tal abyecto suceso germano con el embarazo de repeler al espectador, algo que consigue, es digna de un genio. 'Suche gut gebauten Achtzehn- bis Dreißigjährigen zum Schlachten...'
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Dirección, guión, música y fotografía están a cargo de Marian Dora, creando un relato lineal que se excusa en la sugestión del canibalismo mediante el popular relato de los hermanos Grimm Hänsel y Gretel, utilizándose como preludio para la construcción de la enfermiza mente del protagonista desde su niñez, abriendo con una sucesión de imágenes en primer plano mediante un travelling horizontal sobre libros y demás enseres que muestran su obsesión por la carne humana, sumergiéndonos rápidamente en el móvil del argumento. Con unos diálogos casi nulos pero que tienen un tremendo impacto en las acciones de los personajes, Dora recrea una relación fugaz que en un primer momento se basa en el amor carnal, dando paso al amor anímico y finalizando con un amor imposible producido por la carencia de vitalidad de La Carne (Victor Brandl) respecto a El Hombre (Carsten Frank). Cortas frases como '¡sabía que eras débil!' o 'no quiero sufrir' impactan como una gélida roca inerte en la vigoréxica concepción del mundo que posee El Hombre, demostrando una apatía social e, incluso, un odio inconmensurable hacia la vida como término general de ambos personajes, que buscan un cobijo en la complicidad inicua que mantienen.
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