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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
7
Intriga. Thriller. Cine negro Inspirada en la novela homónima de Patricia Higsmith. Durante un viaje en tren, Guy, un joven campeón de tenis (Farley Granger), es abordado por Bruno (Walker), un joven que conoce su vida y milagros a través de la prensa y que, inesperadamente, le propone un doble asesinato, pero intercambiando las víctimas con el fin de garantizarse recíprocamente la impunidad. Así podrían resolver sus respectivos problemas: él suprimiría a la mujer ... [+]
15 de abril de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Acostumbra a suceder con los “thrillers” —y sobre todo con las cintas de terror— que el interés de las premisas supera al de su desarrollo posterior. Caso opuesto, o inverso, es el de “Strangers on a Train”, donde un plateamiento escuálido, casi un subterfugio grosero, por ende muy poco creíble, da pie a una intriga de tan altos vuelos que cuesta no perdonarle el torpísimo balbuceo inicial —impropio, por otra parte de sus responsables, toda vez que firma el guión Raymond Chandler sobre una novela de Patricia Highsmith—. Y aunque la propia película no hubiera hecho los méritos suficientes para ello, no se me ocurre nadie en la gran historia del cine más digno de benevolencia para con algún que otro borrón que el maestro Hitchcock. Porque, si bien es incontestable que, en su conjunto, “Strangers on a Train” no se cuenta entre las obras maestras de su director, éste no deja de obsequiarnos con un ramillete de secuencias sencillamente extraordinarias.
El montaje paralelo previo al desenlace, con el entrecruzamiento del partido de tenis y el trayecto de Bruno Anthony hasta Metcalf, constituye uno de los más acabados ejemplos, deliciosamente angustioso, de ese suspense que Hitchcock llevara a sus últimas, pluscuamperfectas consecuencias. Y es en el transcurso de otro partido que asistimos a un momento antológico, lección impagable de concisión narrativa, o precisión o ambas, cuando el objetivo se aproxima al mar de cabezas oscilantes al compás del intercambio de bolas para desvelar la mirada fija, en el protagonista y en los espectadores —pues justo en su mismo lugar nos coloca la cámara traviesa de Hitchcock—, del inolvidable psicópata interpretado por Robert Walker. Se trata de un deslumbrante fogonazo de genialidad que, insisto, justifica por sí solo la inverosimilitud del punto de partida —de todos modos, conviene no perder de vista que una mayor o menor plausibilidad nunca le quitó el sueño a Hitchcock—. La descripción, en un trazo nada más, de una iniquidad tan llena de matices, supone un logro al alcance de muy pocos, ciertamente apenas nadie.
El malogrado Robert Walker —murió poco después de finalizado el rodaje, a los 32 años— dota de una humanidad inusitada a un arquetipo que la miríada de composiciones progresivamente amaneradas ha acabado reduciendo a la categoría de mera caricatura. Su sofisticado asesino, los tortuosos meandros de la culpa en que naufraga el sólo aparentemente firme convencimiento en la infalibilidad de sus planes y la doliente fragilidad de perenne niño consentido hacen poco menos que imposible no empatizar con el alma malsana de una fiesta donde no falta el componente surrealista característico de un cineasta siempre dispuesto a husmear en los rincones oscuros de nuestra psique.
Carorpar
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