Ozon es de esos directores que te escupen símbolos a diestra y siniestra. Uno debe tomar a sus pelis con bisturí de cirujano y hacer la autopsia con prudencia: se te escapa una señal, se te escapa la obra. Ricky, tal como su creador, tanto el literario como el cineasta, entretiene y exige al espectador sin subestimarlo.

Una mujer solitaria, reprimida, sus toqueteos anuncian necesidad, querer "ser". Una hija que encierra dentro de sí lo siniestro, pero no como amenaza externa, más bien como cuando te das cuenta de que nunca "tendrás alas" o "llegarás a ser"; entonces comienza el auto boicot. Un hombre nuevo, peludo; trae la animalidad, el instinto, todo aquello que puja para adelante. Entre los tres conforman esta frustrada y moderna familia.

Y, por supuesto, Ricky: que ese niño tenga alas parece bello, poético. Pero, atentos, que esos pollos muertos están lejos de volar. Y aún si estuvieran vivos, la madre compara las alas de su hijo con las de una gallina, ave que significativamente no puede volar. Esto a Ricky parece importarle poco, representa esa fuerza de vida que crece, madura, y perdón por la insistencia: vuela.

La peli tiene la belleza áspera de una alegoría con sabor agridulce. Aporta esperanza y desilución por partes iguales. Sino recuerden ese desenlace (spoiler). Y Ozón estructura su obra como el buen artista relojero que és, todo en su lugar, a su debido tiempo y con el ritmo justo.
Su lectura final trasciende el mero cuentito y no se contenta con lo "raro". Ahí donde la fantasía despliega sus alas y muestra todo su verdadero potencial.