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España España · Barcelona
Voto de Juan Poz:
9
Drama Stig y Martha Eriksson forman una joven pareja de violinistas que tocan en la misma orquesta. Mientras Stig ensaya la novena Sinfonía de Beethoven, el joven violonista se entera de la muerte accidental de su mujer. Una vez en casa, Stig recuerda su encuentro con Martha, así como momentos privilegiados de su felicidad pasada. (FILMAFFINITY)
22 de enero de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que pretendía hacer un programa crítico doble con la sesión doble de Hacia la felicidad y La vergüenza, que aún estoy viendo. Sin embargo, apenas acabé de ver Hacia la felicidad me dije que sería casi un insulto diluirla críticamente junto a La vergüenza, mucho más conocida y alabada que esta película de juventud de Bergman, rodada en 1950, es decir, 18 años hay entre ambas, porque La vergüenza, con dos actores emblemáticos de Bergman Max von Sydow y Liv Ullmann, fue rodado en 1968. Estéticamente, sin embargo, hay una continuidad clara entre ambas, porque la composición del plano, el uso del primer plano, a veces del primerísimo, el blanco y negro contrastado, la profundidad de campo, y los cuidadísimos enfoques, amén de la puesta en escena, sobre todo en interiores, en modo alguno permiten hablar de la pertenencia de ambas películas a “épocas” diferentes del director. Ya hemos comentado con anterioridad otras obras primerizas de Bergman y si algo destaca en su cine es la sorprendente madurez con que se inició en él. En Hacia la felicidad no es casual que se rinda tributo al gran director del cine sueco, Victor Sjöström, que tiene un destacadísimo papel como, ¡y de qué si no!, director de la orquesta en la que entran a trabajar ambos jóvenes al mismo tiempo, sin que ello tenga que ver con el extraño acercamiento amoroso que ambos viven. Y digo extraño porque parecen constituir una pareja muy renuente a formarse como tal, y en la que la insatisfacción de quien se cree poco menos que un genio del violín contrasta con la humildad de quien se reconoce, ella, artesana de un oficio milenario, sin pretensión ninguna de un protagonismo para el que no se reconoce capacitada. Poco a poco, sin embargo, a partir de una fiesta en la que él hace el ridículo de un modo espantoso, liberando su oculta personalidad mediante la ingesta de alcohol, se va anudando entre ambos jóvenes una relación que ella va empujando, sutilmente, hacia el matrimonio, primero, y hacia una paternidad que el rechaza radicalmente después, máxime cuando tarda más de tres meses en enterarse para impedir la posibilidad de abortar, algo que ella ya había hecho en su primer matrimonio. Decidida a tener la criatura -al final tiene gemelos-, la relación se enfría entre ambos y comienza una época de distanciamiento que coincide, por un lado, con su debut como violinista solista, y, tras su fracaso como tal -y la escena de ese fracaso, que se vive desde la perspectiva de ella, arreglada como para asistir a un baile de gala, en una sala superior de la sala de conciertos, desde la que ve, en picado, el fracaso de su marido, con una aventura extramatrimonial en el círculo perverso del matrimonio de un viejo tolerante con una esposa joven, aquejada de una cierta ninfomanía comprensible. En esa casa que frecuenta regularmente acabará encontrándose con un compañero de profesión que cortejó a su mujer hasta que esta comenzó a sugerirle la idea del matrimonio, momento en que él prefirió dar un paso atrás. El desdichado violinista, a quien le cuesta dios y ayuda reconocer su escasa valía, la cual ve como una maldición del destino que se ceba en su carácter de soñador poco dado al duro trabajo, atraviesa algún momento de felicidad resignada, bajo la égida del director de orquesta, que se convierte en testigo de la boda de ambos y en protector de la familia, el mismo que, frente a la acusación de “fracasado” que le lanza el violinista, responde con que los zánganos son más que necesarios para la existencia del panal, y él, el violinista haría bien en reconocer sus limitaciones y alegrarse de contribuir, con los demás, a la magia del hecho musical, de la perfecta armonía de instrumentos tan distintos. El deterioro de la vida matrimonial de los protagonistas, cuando ella sabe de su aventura sexual, está filmado con una tensión neorrealista que no excluye el uso de la violencia machista en una escena de espectacular dramatismo que conduce a la separación de facto de ambos. A partir de ese momento, cuando el marido complaciente de su amante está agonizando y le dice, en nota manuscrita, porque un ictus le impide hablar, que no se deje atrapar, se inicia una reconciliación con tanto poder lírico -ella, inquieta como una novia primeriza, cuando va a recibir en la estación a su marido después de un largo tiempo de separación; él, tumbado en el banco corrido del tren, recreando los poderosos atractivos de con quien fue feliz y le deparó un profundo placer- como dramática va a ser la conclusión de ese breve periodo en sus vidas, porque, nada revelo, puesto que la película se estructura como un flashback tras recibir el violinista, en un ensayo, la noticia de la muerte de su esposa, esta y su hija mueren por la explosión de una estufa de queroseno. Por cierto, el momento en que se le requiere que vuelva a su domicilio para ser puesto al corriente del trágico suceso, la cámara se acerca lentamente al auricular del teléfono que el protagonista ha dejado en la repisa de la cabina telefónica y, a través de un primer plano del auricular descolgado, se escucha el sollozo de la persona con quien el protagonista ha hablado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Poz
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