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Voto de seagal4ever:
10
8,2
26.863
Western
Brett McBain, un granjero viudo de origen irlandés, vive con sus hijos en una zona pobre y desértica del Oeste americano. Ha preparado una fiesta de bienvenida para Jill, su futura esposa, que viene desde Nueva Orleáns. Pero cuando Jill llega se encuentra con que una banda de pistoleros los ha asesinado a todos. (FILMAFFINITY)
3 de enero de 2011
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Escribo estas líneas con los ecos de la grandiosa banda sonora compuesta por Morricone aún resonando en mis oídos. Pocas melodías tienen tanto poder como el que se desprende de esta imborrable composición, esas brutales distorsiones, esa epicidad desbordante que es capaz por sí sola de destrozar los sentidos y provocar arrolladores delirios. Y es que, contando con una sinfonía tan brutal como la que el maestro Morricone regaló a la humanidad, no quiero decir que sea fácil, pero no es tan complicado cargar de emotividad y trascendencia un duelo a muerte bajo el intempestivo sol de la frontera de Utah. Y Leone no es que sea manco, precisamente.
Más allá de la trama, más allá del contenido (que haberlo, lo hay), más allá de todo, está la forma. Un lirismo imperturbable de la imagen como pocas veces se ha visto en el cine. Un despliegue de dirección tan sumamente portentoso que consigue deslizarse suavemente a través de nuestras retinas mientras somos testigos de excepción de una composición pictórica apabullante. Leone imprime su indeleble sello personal a cada uno de los fotogramas del filme dotándolos de una significación tan sumamente recargada y virtuosa que logra eclipsar por completo el resto de elementos del filme.
Sin embargo, bajo ese eclipse, bajo esas sombras en que se transforman el resto de elementos de la cinta, encontramos maravillas como las magistrales interpretaciones de Charles Bronson, Jason Robards o Gabriele Ferzetti. Pero si hay alguien que sobresale por encima de todos ellos, alguien que logra crear un personaje absolutamente inolvidable e imperecedero, ese no es otro que Henry Fonda.
Con su impagable recreación del despiadado Frank, Fonda sube algunos peldaños más en su particular periplo por la escalera hacia el paraíso interpretativo en el que merece sin duda estar. Esa continua sensación de ambigüedad que se desprende de sus miradas; esos ademanes tan parsimoniosos pero tan letales, esa suficiencia con la que mide cada una de sus palabras.
Más allá de la trama, más allá del contenido (que haberlo, lo hay), más allá de todo, está la forma. Un lirismo imperturbable de la imagen como pocas veces se ha visto en el cine. Un despliegue de dirección tan sumamente portentoso que consigue deslizarse suavemente a través de nuestras retinas mientras somos testigos de excepción de una composición pictórica apabullante. Leone imprime su indeleble sello personal a cada uno de los fotogramas del filme dotándolos de una significación tan sumamente recargada y virtuosa que logra eclipsar por completo el resto de elementos del filme.
Sin embargo, bajo ese eclipse, bajo esas sombras en que se transforman el resto de elementos de la cinta, encontramos maravillas como las magistrales interpretaciones de Charles Bronson, Jason Robards o Gabriele Ferzetti. Pero si hay alguien que sobresale por encima de todos ellos, alguien que logra crear un personaje absolutamente inolvidable e imperecedero, ese no es otro que Henry Fonda.
Con su impagable recreación del despiadado Frank, Fonda sube algunos peldaños más en su particular periplo por la escalera hacia el paraíso interpretativo en el que merece sin duda estar. Esa continua sensación de ambigüedad que se desprende de sus miradas; esos ademanes tan parsimoniosos pero tan letales, esa suficiencia con la que mide cada una de sus palabras.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Uno de los villanos más recordados del western gracias, en gran medida, a su monstruosa presentación al compás de las notas de Morricone mientras justifica el asesinato de un indefenso niño. Sin palabras.
Y entre toda esta bonanza de sensaciones extra-cinematográficas, ¿que nos cuenta la película? Pues nos habla al fin y al cabo, pero a través de un estilo y unas formas únicas, de una historia de venganza. Una venganza que se va desarrollando y cociendo lentamente bajo la inhóspita luz del sol mientras el número de cadáveres se va agolpando de un bando y de otro; blancos y negros; mejores y peores pistoleros van cayendo progresivamente mientras las culpas se van definiendo y los enfrentamientos se van perfilando al son de la muerte. Una partida de ajedrez maldita en la que finalmente quedan, frente a frente, reina frente a reina... Frank contra armónica o, Fonda contra Bronson.
No es solamente un duelo a muerte. Es un duelo interpretativo sin parangón, todo un derroche de recursos por parte de Leone que, gracias a una dirección prodigiosa, consigue con su acertadísimo dominio narrativo que el tiempo se detenga a la par que la tensión se acumula de manera precisa sobre un desenlace cada vez más recargado y esperado. Una muerte que todos vemos cernirse cuando la épica banda sonora de Morricone comienza a sonar con más fuerza que nunca y las densísimas miradas de los dos pistoleros se cruzan en un imperturbable enfrentamiento sin cuartel. La entrada del flashback definitivo que ansiábamos desde hacía horas termina por dar la puntilla definitiva al momento y consolida la escena como uno de los momentos más crueles y mágicos de la historia del cine, un clímax tan sobrecogedoramente grandioso que logra eclipsar todos los pequeños defectos que la cinta pueda tener.
Llegados a ese punto de implicación, poco importa ya el lento ritmo que imprime la presencia del bello personaje interpretado por Claudia Cardinale a la trama, poco importa que su personaje no sea más que un mero nexo de unión para que el resto de los participantes de la ambiciosa historia se conozcan entre sí y se maten entre ellos. Ya nada importa. Lo único que queda en la retina es un por fin liberado armónica que, en un acto más de su grandiosa figura, en un último acto de sacrificio personal decide abandonar a Jill toda vez que ha logrado cumplir con la misión que durante tantos años le había atormentado.
Un bárbaro que vuelve de nuevo a su ser, al salvaje oeste, llevándose consigo como única carga un cadáver más que lo aleja un poco más de su posible redención como persona. Su mimetismo con el entorno ya es definitivo. Su unión con la salvaje naturaleza queda por fin concluida a través de un proceso de catarsis lírica que le permite liberarse de la pesada carga de su armónica. Una libertad que, lejos de proporcionarle la paz interior que tanto anhela, le conduce a seguir por los caminos del inconformismo y sufrimiento inherentes a su figura. Cine en estado puro.
Y entre toda esta bonanza de sensaciones extra-cinematográficas, ¿que nos cuenta la película? Pues nos habla al fin y al cabo, pero a través de un estilo y unas formas únicas, de una historia de venganza. Una venganza que se va desarrollando y cociendo lentamente bajo la inhóspita luz del sol mientras el número de cadáveres se va agolpando de un bando y de otro; blancos y negros; mejores y peores pistoleros van cayendo progresivamente mientras las culpas se van definiendo y los enfrentamientos se van perfilando al son de la muerte. Una partida de ajedrez maldita en la que finalmente quedan, frente a frente, reina frente a reina... Frank contra armónica o, Fonda contra Bronson.
No es solamente un duelo a muerte. Es un duelo interpretativo sin parangón, todo un derroche de recursos por parte de Leone que, gracias a una dirección prodigiosa, consigue con su acertadísimo dominio narrativo que el tiempo se detenga a la par que la tensión se acumula de manera precisa sobre un desenlace cada vez más recargado y esperado. Una muerte que todos vemos cernirse cuando la épica banda sonora de Morricone comienza a sonar con más fuerza que nunca y las densísimas miradas de los dos pistoleros se cruzan en un imperturbable enfrentamiento sin cuartel. La entrada del flashback definitivo que ansiábamos desde hacía horas termina por dar la puntilla definitiva al momento y consolida la escena como uno de los momentos más crueles y mágicos de la historia del cine, un clímax tan sobrecogedoramente grandioso que logra eclipsar todos los pequeños defectos que la cinta pueda tener.
Llegados a ese punto de implicación, poco importa ya el lento ritmo que imprime la presencia del bello personaje interpretado por Claudia Cardinale a la trama, poco importa que su personaje no sea más que un mero nexo de unión para que el resto de los participantes de la ambiciosa historia se conozcan entre sí y se maten entre ellos. Ya nada importa. Lo único que queda en la retina es un por fin liberado armónica que, en un acto más de su grandiosa figura, en un último acto de sacrificio personal decide abandonar a Jill toda vez que ha logrado cumplir con la misión que durante tantos años le había atormentado.
Un bárbaro que vuelve de nuevo a su ser, al salvaje oeste, llevándose consigo como única carga un cadáver más que lo aleja un poco más de su posible redención como persona. Su mimetismo con el entorno ya es definitivo. Su unión con la salvaje naturaleza queda por fin concluida a través de un proceso de catarsis lírica que le permite liberarse de la pesada carga de su armónica. Una libertad que, lejos de proporcionarle la paz interior que tanto anhela, le conduce a seguir por los caminos del inconformismo y sufrimiento inherentes a su figura. Cine en estado puro.