"Gran Torino" es otra lección magistral de cine detrás y delante de la cámara que el maestro nos lega en su madurez. Como actor, Eastwood realiza una interpretación soberbia: en su mirada, sus gestos, sus reacciones y sus frases se trasluce el corazón de ese veterano aislado, enfrentado a todos y en guerra consigo mismo. Como director ofrece una sabia conjunción de las constantes de sus films.
El escenario es el barrio de "Mystic River" y sus casas con porches y jardines en los que se entrelaza la vida de las gentes y ondea la bandera estadounidense. Su protagonista bien pudiera ser uno de los supervientes de "Banderas de nuestros padres" o "Cartas desde Iwo Jima" con toques sabiamente madurados de "Harry, el sucio". La contraposición de las creencias del protagonista con los dogmas de la autoridad religiosa de "Million Dollar Baby" acompaña a lo largo de la cinta y esa escena final frente a la casa de los pandilleros revive la entrada de William 'Bill' Munny en el saloon de "Sin perdón" (ver spoiler).
Bajo la sobriedad y sencillez aparentes de la historia, Clint nos habla de los temas que siempre le han preocupado y que atormentan a muchos de sus personajes: el discernimiento entre el bien y el mal; las relaciones entre la violencia, la culpa y la conciencia moral; el sentido de la amistad, la lealtad y la familia; el juego entre la ley, el crimen y la venganza; la dificultad de las relaciones con los otros, la soledad y los estragos del paso del tiempo. En la historia de la iniciación de un adolescente a la vida, Clint encarna una vez más el papel del maestro y nos ofrece una guía moral sobre qué hacer en tiempos oscuros, cuando la vida del barrio se vuelve intolerable.
Podremos compartir su visión o no pero cuando oímos la voz de Eastwood cantando en los créditos finales, alejándose por esa avenida al lado del mar nosotros sólo podemos retirar la mirada de la pantalla, agradecidos.