Carol
7,0
23.114
Romance. Drama
Nueva York, años 50. Therese Belivet (Rooney Mara), una joven dependienta de una tienda de Manhattan que sueña con una vida mejor, conoce un día a Carol Aird (Cate Blanchett), una mujer elegante y sofisticada que se encuentra atrapada en un matrimonio infeliz. Entre ellas surge una atracción inmediata, cada vez más intensa y profunda, que cambiará sus vidas para siempre. (FILMAFFINITY)
25 de enero de 2016
25 de enero de 2016
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Carol es una película sobre mujeres pero, sobre todo, sobre personas. Carol es una película con mucho sentimiento, un film muy bonito.
Y, además, Cate Blanchett se sale. Y, además, Rooney Mara se sale. Vamos, es que te embaucan las dos en el minuto uno. Tras la primera escena ya está, te tienen atrapado en su red. Y qué a gusto se está, porque estarás en ella dos horas en las que te dará tiempo a disfrutar y, también, a reflexionar. Que es lo bueno de una película, que se quede un poso de reflexión tras el visionado.
Sobre todo uno piensa en cómo está la situación de intolerancia en los seres humanos. Ah, ¿que la historia está ambientada en los años 50 y debería haber usado el pasado? Pues sí, está ambientada en los 50. Y no, creo que he usado el verbo correctamente. La situación es la siguiente: dos mujeres que se conocen e, irremediablemente, se enamoran. Repito, dos mujeres. Que si ya está mal vista la homosexualidad, encima suma. Pero, en realidad, y esto es lo que despierta más reflexión, es que no es una película sobre homosexualidad al uso. Se trata de un film que nos habla de personas que se enamoran de personas. Y punto. Sean del género que sean. Lo malo es que la intolerancia a la que hacía referencia hace que muchos piensen que esa forma de amar es solo posible de una manera. Y es que, y eso es lo que yo saco después de ver Carol, ¿hemos cambiado tanto desde aquellos años 50 que nos muestran en la pantalla a ahora?
Dos luchadoras. Dos incomprendidas. Que nos muestran una historia de amor en la que lo más importante es el antes y el después. Carol no está nominada como Mejor Película en los Oscars (y sí lo está Mad Max, madre mía), pero las dos actrices sí lo están. Como no podía ser de otra manera.
Y, además, Cate Blanchett se sale. Y, además, Rooney Mara se sale. Vamos, es que te embaucan las dos en el minuto uno. Tras la primera escena ya está, te tienen atrapado en su red. Y qué a gusto se está, porque estarás en ella dos horas en las que te dará tiempo a disfrutar y, también, a reflexionar. Que es lo bueno de una película, que se quede un poso de reflexión tras el visionado.
Sobre todo uno piensa en cómo está la situación de intolerancia en los seres humanos. Ah, ¿que la historia está ambientada en los años 50 y debería haber usado el pasado? Pues sí, está ambientada en los 50. Y no, creo que he usado el verbo correctamente. La situación es la siguiente: dos mujeres que se conocen e, irremediablemente, se enamoran. Repito, dos mujeres. Que si ya está mal vista la homosexualidad, encima suma. Pero, en realidad, y esto es lo que despierta más reflexión, es que no es una película sobre homosexualidad al uso. Se trata de un film que nos habla de personas que se enamoran de personas. Y punto. Sean del género que sean. Lo malo es que la intolerancia a la que hacía referencia hace que muchos piensen que esa forma de amar es solo posible de una manera. Y es que, y eso es lo que yo saco después de ver Carol, ¿hemos cambiado tanto desde aquellos años 50 que nos muestran en la pantalla a ahora?
Dos luchadoras. Dos incomprendidas. Que nos muestran una historia de amor en la que lo más importante es el antes y el después. Carol no está nominada como Mejor Película en los Oscars (y sí lo está Mad Max, madre mía), pero las dos actrices sí lo están. Como no podía ser de otra manera.
29 de febrero de 2016
29 de febrero de 2016
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante película. A mi juicio ni obra de arte, ni ejemplo de la perfección en la que cada plano vibra, ni deslumbrante hasta el agotamiento ni bla, bla, bla…
Me cuesta comprender el por qué de estos argumentos cuando para mi resulta evidente, palpable y apabullante qué es lo que escacharra los buenos propósitos de esta película.
Por un lado tenemos una puesta en escena impecable, una ambientación tan bien elaborada que faltaría que las palomas tuviesen en la pata una anilla años 50. La experiencia de ver en la pantalla esas tiendas años 50 sólo podría igualarse a estar en realidad en una de esas tiendas años 50, esos coches con sus azules humos de escape años 50, esos figurantes en planos lejanísimos que actúan tan años 50 que viéndolos, se siente una mezcla entre ternura y gratitud por “añocincuentearlo” todo con tanto esmero.
Luego está el tema del glamour. Todo tiene una espesa capa de barniz glamuroso. No se ha visto tanto glamour junto en una pantalla desde Deseando Amar.
Cómo se camina, cómo se fuma, cómo se mira, cómo se sonríe… Hay en esta película una central nuclear del glamour, que es Cate Blanchett. Sin duda el director de esta película le insistió mucho en que debía hacerlo todo con mucho glamour, y ella, cuyos residuos metabólicos son ya de por sí glamurosos, y además es una gran actriz y sabe hacerlo de sobra, ha repartido glamour a diestro y siniestro obedeciendo así las indicaciones de su jefe. Esta debe ser la razón por la que Cate Blanchett parece en esta película una mezcla entre máscara griega metida en un corsé de escayola y un c3po rubio ondulado y con mucho glamour.
Y finalmente está el tema de la emoción:
En algún lugar de las profundidades de este océano de glamour se encuentra la emoción; una luz débil que titila apenas, ahogada por un mar de glamour.
En alguna escena la emoción se sobrepone al glamour, pero sin duda el director gritó entonces con su megáfono“¡más glamour, más glamour!” y la emoción volvió a desvanecerse. Y así fue discurriendo la película en una lucha desigual entre la emoción y el glamour.
Pero hay otra cuestión: el lesbianismo. Personalmente prefiero ver esta película como la historia de dos seres humanos que tratan de amarse en tiempos difíciles.
Y en relación con esto último, no consigo seguir el hilo de los acontecimientos: cúando surgió el amor, quíen se enamora de quién y por qué. Qué siente ella por ella y qué siente la otra por la otra. En qué piensa una cuando la otra no está y si es que la ama tanto cómo es que yo no siento nada. Es como si mi sentido del olfato amoroso estuviese acatarrado y no me enterase de que aquí se está cocinando una historia de amor.
(Esto mismo sucede en cuestiones fundamentales a la hora de describir a los personajes, como por ejemplo en la relación entre Carol y su hija y cómo reacciona ante las situaciones que afectan a su papel de madre, o mi duda de si con Therese en realidad no se me está presentando un personaje un poco autista, quizás cierto grado de Asperger)
Resultado final: Glamour 1 emoción 0, se lleva un punto el glamour porque juega en casa, la emoción lo ha intentado pero el árbitro no ha ayudado nada.
La película le ha encantado a todo el mundo, incluso a un señor llamado Phillip Engel, que es crítico de cine, y que lloró mucho en Cannes con esta película; se ve que en estos tiempos el glamour emociona mucho más que la propia emoción.
Me cuesta comprender el por qué de estos argumentos cuando para mi resulta evidente, palpable y apabullante qué es lo que escacharra los buenos propósitos de esta película.
Por un lado tenemos una puesta en escena impecable, una ambientación tan bien elaborada que faltaría que las palomas tuviesen en la pata una anilla años 50. La experiencia de ver en la pantalla esas tiendas años 50 sólo podría igualarse a estar en realidad en una de esas tiendas años 50, esos coches con sus azules humos de escape años 50, esos figurantes en planos lejanísimos que actúan tan años 50 que viéndolos, se siente una mezcla entre ternura y gratitud por “añocincuentearlo” todo con tanto esmero.
Luego está el tema del glamour. Todo tiene una espesa capa de barniz glamuroso. No se ha visto tanto glamour junto en una pantalla desde Deseando Amar.
Cómo se camina, cómo se fuma, cómo se mira, cómo se sonríe… Hay en esta película una central nuclear del glamour, que es Cate Blanchett. Sin duda el director de esta película le insistió mucho en que debía hacerlo todo con mucho glamour, y ella, cuyos residuos metabólicos son ya de por sí glamurosos, y además es una gran actriz y sabe hacerlo de sobra, ha repartido glamour a diestro y siniestro obedeciendo así las indicaciones de su jefe. Esta debe ser la razón por la que Cate Blanchett parece en esta película una mezcla entre máscara griega metida en un corsé de escayola y un c3po rubio ondulado y con mucho glamour.
Y finalmente está el tema de la emoción:
En algún lugar de las profundidades de este océano de glamour se encuentra la emoción; una luz débil que titila apenas, ahogada por un mar de glamour.
En alguna escena la emoción se sobrepone al glamour, pero sin duda el director gritó entonces con su megáfono“¡más glamour, más glamour!” y la emoción volvió a desvanecerse. Y así fue discurriendo la película en una lucha desigual entre la emoción y el glamour.
Pero hay otra cuestión: el lesbianismo. Personalmente prefiero ver esta película como la historia de dos seres humanos que tratan de amarse en tiempos difíciles.
Y en relación con esto último, no consigo seguir el hilo de los acontecimientos: cúando surgió el amor, quíen se enamora de quién y por qué. Qué siente ella por ella y qué siente la otra por la otra. En qué piensa una cuando la otra no está y si es que la ama tanto cómo es que yo no siento nada. Es como si mi sentido del olfato amoroso estuviese acatarrado y no me enterase de que aquí se está cocinando una historia de amor.
(Esto mismo sucede en cuestiones fundamentales a la hora de describir a los personajes, como por ejemplo en la relación entre Carol y su hija y cómo reacciona ante las situaciones que afectan a su papel de madre, o mi duda de si con Therese en realidad no se me está presentando un personaje un poco autista, quizás cierto grado de Asperger)
Resultado final: Glamour 1 emoción 0, se lleva un punto el glamour porque juega en casa, la emoción lo ha intentado pero el árbitro no ha ayudado nada.
La película le ha encantado a todo el mundo, incluso a un señor llamado Phillip Engel, que es crítico de cine, y que lloró mucho en Cannes con esta película; se ve que en estos tiempos el glamour emociona mucho más que la propia emoción.
17 de marzo de 2016
17 de marzo de 2016
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ver Carol es como penetrar en esos cuadros de Edward Hopper donde la soledad es parte del paisaje, donde vemos deambular a sus personajes por el lienzo aunque realmente nunca se muevan; cuando buscamos sus miradas perdidas aunque parezcan no tener ojos. La vida pasa pero ellos quedan suspendidos, atrapados, en el espacio-tiempo.
Obviamente, Carol es más que todo esto. Es una historia de amor universal sin importar la orientación sexual de sus protagonistas mas que en precisar, por supuesto, la presión que un contexto histórico determinado y una masa social, bajo una ética y unos conceptos moralmente conservadores, puede ejercer sobre unas personas por su identidad u orientación. En este caso, el amor entre dos personas del mismo género en la norteamérica de los años cincuenta.
Empieza como una historia de amor que suena familiar pero lejana. Carol, una mujer que pertenece a la alta burguesía, entra en una juguetería de centro comercial a buscar un regalo para Rindy, su hija. Therese, una joven vendedora de barrio, trabaja tras el mostrador ese día. Carol está atrapada en un matrimonio infeliz, condenado desde sus inicios, Therese aún busca su lugar en el mundo. Sus miradas se cruzan entre el gentío e inmediatamente se produce una fuerte atracción. Es Navidad en Nueva York, una época que se presta a estos encuentros fortuitos.Tanto Blanchett como Mara realizan unas actuaciones sobresalientes que logran hacernos cómplices con tan solo una mirada.
Haynes, director, y Nagy, guionista, conforman con elegancia y sutilidad en cada plano y en cada silencio, porque no todo son diálogos para un guionista, el amor escondido pero latente en el corazón de estas dos mujeres. Adaptan de manera sobresaliente una novela "autobiográfica" de Patricia Highsmith. La película presenta este amor como una válvula de escape para sus dos protagonistas “atrapadas” en una rutina no deseada. Abocadas al estar por estar. Vivir por vivir. El amor como redescubrimiento personal, el amor como motor y cambio, el amor como revelación y motivación. La magnífica y milimetrada puesta en escena de Haynes, siempre justificada y solo comparable este año con los trabajos de S. Spielberg o G. Miller, logra cristalizar, sin apenas diálogo en muchas de sus escenas, el proceso de enamoramiento de Carol y Therese.
La estética de Carol no solo recuerda a un cuadro de Hopper sino al trabajo fotográfico de Saul Leiter¹, por su enfoque determinista, por sus encuadres a veces imposible, a veces encantadores. Pero Haynes también bebe del mejor Wong Kar Wai en su dirección: en la economización de planos en preferencia al diálogo, en el juego de luces y colores (gran trabajo Edward Lachmanen en la fotografía), en la cuidada selección de encuadres casi preciosistas, creando un estilo nada impostado que no solo funciona como sello autoral sino como canal al espectador, como herramienta narrativa que fluye sin desquebrajarse. Casi un milagro, insisto, siempre al borde del precipicio. Su final, es un claro ejemplo de ello.
En definitiva, Carol es una postal encontrada en el fondo del cajón, una postal de colores cálidos, de azules, rojos y verdes, de lágrimas secas, de orgullo y de esperanza. Una postal deteriorada en los bordes por las arrugas del tiempo, por el esfuerzo, por los silencios, por las decisiones.
Obviamente, Carol es más que todo esto. Es una historia de amor universal sin importar la orientación sexual de sus protagonistas mas que en precisar, por supuesto, la presión que un contexto histórico determinado y una masa social, bajo una ética y unos conceptos moralmente conservadores, puede ejercer sobre unas personas por su identidad u orientación. En este caso, el amor entre dos personas del mismo género en la norteamérica de los años cincuenta.
Empieza como una historia de amor que suena familiar pero lejana. Carol, una mujer que pertenece a la alta burguesía, entra en una juguetería de centro comercial a buscar un regalo para Rindy, su hija. Therese, una joven vendedora de barrio, trabaja tras el mostrador ese día. Carol está atrapada en un matrimonio infeliz, condenado desde sus inicios, Therese aún busca su lugar en el mundo. Sus miradas se cruzan entre el gentío e inmediatamente se produce una fuerte atracción. Es Navidad en Nueva York, una época que se presta a estos encuentros fortuitos.Tanto Blanchett como Mara realizan unas actuaciones sobresalientes que logran hacernos cómplices con tan solo una mirada.
Haynes, director, y Nagy, guionista, conforman con elegancia y sutilidad en cada plano y en cada silencio, porque no todo son diálogos para un guionista, el amor escondido pero latente en el corazón de estas dos mujeres. Adaptan de manera sobresaliente una novela "autobiográfica" de Patricia Highsmith. La película presenta este amor como una válvula de escape para sus dos protagonistas “atrapadas” en una rutina no deseada. Abocadas al estar por estar. Vivir por vivir. El amor como redescubrimiento personal, el amor como motor y cambio, el amor como revelación y motivación. La magnífica y milimetrada puesta en escena de Haynes, siempre justificada y solo comparable este año con los trabajos de S. Spielberg o G. Miller, logra cristalizar, sin apenas diálogo en muchas de sus escenas, el proceso de enamoramiento de Carol y Therese.
La estética de Carol no solo recuerda a un cuadro de Hopper sino al trabajo fotográfico de Saul Leiter¹, por su enfoque determinista, por sus encuadres a veces imposible, a veces encantadores. Pero Haynes también bebe del mejor Wong Kar Wai en su dirección: en la economización de planos en preferencia al diálogo, en el juego de luces y colores (gran trabajo Edward Lachmanen en la fotografía), en la cuidada selección de encuadres casi preciosistas, creando un estilo nada impostado que no solo funciona como sello autoral sino como canal al espectador, como herramienta narrativa que fluye sin desquebrajarse. Casi un milagro, insisto, siempre al borde del precipicio. Su final, es un claro ejemplo de ello.
En definitiva, Carol es una postal encontrada en el fondo del cajón, una postal de colores cálidos, de azules, rojos y verdes, de lágrimas secas, de orgullo y de esperanza. Una postal deteriorada en los bordes por las arrugas del tiempo, por el esfuerzo, por los silencios, por las decisiones.
5 de febrero de 2016
5 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Carol puede verse como el cierre de un pequeño ciclo cinematográfico iniciado por Sufragistas y continuado por La chica danesa, tres películas interesadas en observar el caso femenino desde distintos puntos de vista: Sufragistas nos habla del género, entendido como una condición social claramente preestablecida y básicamente destinada a coartar derechos y libertades. Por su parte, La chica danesa aborda el tema desde un punto de vista no tan genérico como sexual, es decir, la feminidad observada a partir del prisma del aparato reproductor femenino. Por último, Carol viene a cerrar esta trilogía en un trabajo que se concentra en la orientación sexual, y que en cierto modo aúna las dos temáticas anteriores: la historia de dos personas cuya condición genérica convierte en esclavas de una sociedad falocéntrica, situación que hace doblemente difícil la abierta manifestación de sus tendencias sexuales, socialmente mal vistas y legalmente penalizadas.
Pero el carácter transgresor de estos tres productos va más allá del mensaje que puedan contener. Se trata de algo palpable en el entorno que los rodea, así como en el modo con que este los trata. A mi entender (y más allá del hecho evidente de abordar el caso femenino) dichas películas comparten tres características muy reveladoras. La primera es que todas surgen de productoras independientes. La segunda es que ninguna de ellas ha logrado ser nominada a mejor película ni dirección en los premios de la academia. Y la tercera es que, con todo lo dicho, las tres están por encima de la media de buena parte del cine que acostumbramos a ver. En resumen, hablamos de tres películas de factura impecable e intenciones indudablemente humanitarias, que no sólo se ven obligadas a nacer al margen de la industria sino que, una vez materializadas, siguen siendo desplazadas. Lo que intento decir es que, si bien dichos productos han sido distribuidos en salas comerciales y promocionados de forma notable, a la hora de la verdad sigue apreciándose cierta reticencia a la hora de tratarlas como productos comerciales.
Algo que hasta cierto punto podría entenderse en los casos de Sufragistas y La chica Danesa (la primera, por contar con una dirección no del todo perfecta, y la segunda, por no cumplir con todos los requisitos convencionales que se esperan encontrar en un producto “oscarizable”) pero desde luego no en el caso de Carol. Porque el nuevo trabajo de Todd Hayness es, simple y llanamente, perfecto. Más allá de los aspectos técnicos, toda ella fluye en una magnífica mezcla entre narrativa manierista y realismo distante. De hecho, todos los dispositivos que puedan esperarse de un producto comercial están ahí: la banda sonora que uno tararea al salir del visionado, la perfeccionista planificación que hace de la película una experiencia fácil y placentera, los diálogos diseñados para que luzcan frases trascendentales sin perder frescura ni credibilidad, la cuidada dirección de actores que logra el equilibrio perfecto entre lucimiento y transparencia… Es decir, lo que Todd Haynes nos presenta no es otra cosa que la confluencia perfecta de todos los elementos que caracterizan a un producto comercial de primera categoría.
Con la única diferencia, claro está, de que esta vez estamos ante una historia de amor que no responde a la manida fórmula “chico conoce a chica”. Pero si bien este hecho conduce la película a una obligada incursión en el terreno de la denuncia social, no le impide contar con todos los elementos que suelen caracterizarla al género romántico. Porqué más allá de su condición transgresora, Carol es, por encima de todo, esto: una preciosa historia de amor. Y ahí reside buena parte de su belleza: en el hecho de que Todd Haynes (como ya hiciera con la también magnífica -aunque no tan brillante- Lejos del Cielo) se sirva de un estilo tan clásico para construir una de las piezas más rompedoras y progresistas que hayamos visto en los últimos años. Por eso resulta muy sintomático que incluso en tales circunstancias una película de tan indiscutible belleza no sea entendida como lo que es: una excelente historia de amor merecedora de múltiples galardones y destinada a todos los públicos.
Y ello nos demuestra que si películas como Sufragistas o La chica danesa son desplazadas por la academia no se debe a las carencias de las mismas, sino a que esta sociedad opresiva y falocéntrica que dichos productos nos describen está lejos de haber desaparecido. Algo que da a Carol un doble valor: no solo es una película preciosa, sino también un valioso instrumento reivindicativo.
Pero el carácter transgresor de estos tres productos va más allá del mensaje que puedan contener. Se trata de algo palpable en el entorno que los rodea, así como en el modo con que este los trata. A mi entender (y más allá del hecho evidente de abordar el caso femenino) dichas películas comparten tres características muy reveladoras. La primera es que todas surgen de productoras independientes. La segunda es que ninguna de ellas ha logrado ser nominada a mejor película ni dirección en los premios de la academia. Y la tercera es que, con todo lo dicho, las tres están por encima de la media de buena parte del cine que acostumbramos a ver. En resumen, hablamos de tres películas de factura impecable e intenciones indudablemente humanitarias, que no sólo se ven obligadas a nacer al margen de la industria sino que, una vez materializadas, siguen siendo desplazadas. Lo que intento decir es que, si bien dichos productos han sido distribuidos en salas comerciales y promocionados de forma notable, a la hora de la verdad sigue apreciándose cierta reticencia a la hora de tratarlas como productos comerciales.
Algo que hasta cierto punto podría entenderse en los casos de Sufragistas y La chica Danesa (la primera, por contar con una dirección no del todo perfecta, y la segunda, por no cumplir con todos los requisitos convencionales que se esperan encontrar en un producto “oscarizable”) pero desde luego no en el caso de Carol. Porque el nuevo trabajo de Todd Hayness es, simple y llanamente, perfecto. Más allá de los aspectos técnicos, toda ella fluye en una magnífica mezcla entre narrativa manierista y realismo distante. De hecho, todos los dispositivos que puedan esperarse de un producto comercial están ahí: la banda sonora que uno tararea al salir del visionado, la perfeccionista planificación que hace de la película una experiencia fácil y placentera, los diálogos diseñados para que luzcan frases trascendentales sin perder frescura ni credibilidad, la cuidada dirección de actores que logra el equilibrio perfecto entre lucimiento y transparencia… Es decir, lo que Todd Haynes nos presenta no es otra cosa que la confluencia perfecta de todos los elementos que caracterizan a un producto comercial de primera categoría.
Con la única diferencia, claro está, de que esta vez estamos ante una historia de amor que no responde a la manida fórmula “chico conoce a chica”. Pero si bien este hecho conduce la película a una obligada incursión en el terreno de la denuncia social, no le impide contar con todos los elementos que suelen caracterizarla al género romántico. Porqué más allá de su condición transgresora, Carol es, por encima de todo, esto: una preciosa historia de amor. Y ahí reside buena parte de su belleza: en el hecho de que Todd Haynes (como ya hiciera con la también magnífica -aunque no tan brillante- Lejos del Cielo) se sirva de un estilo tan clásico para construir una de las piezas más rompedoras y progresistas que hayamos visto en los últimos años. Por eso resulta muy sintomático que incluso en tales circunstancias una película de tan indiscutible belleza no sea entendida como lo que es: una excelente historia de amor merecedora de múltiples galardones y destinada a todos los públicos.
Y ello nos demuestra que si películas como Sufragistas o La chica danesa son desplazadas por la academia no se debe a las carencias de las mismas, sino a que esta sociedad opresiva y falocéntrica que dichos productos nos describen está lejos de haber desaparecido. Algo que da a Carol un doble valor: no solo es una película preciosa, sino también un valioso instrumento reivindicativo.
7 de febrero de 2016
7 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película empieza desde el final, en un restaurante con las dos heroínas sentadas una frente a otra. Sin hablar, mirándose fijamente con las caras serias, el ambiente está concentrado con un aire de nerviosismo palpitante. A lo lejos, un joven cree reconocer a Therese. Una vez confirmada su identidad, le pregunta si quiere acompañarle a un fiesta. Tras un silencio, Carol pide disculpas y se marcha rápidamente, apoyando previamente su mano en el hombro de Therese durante unos segundos. Ella, yéndose en el coche con el joven, mira a través de la ventanilla. ¿La volverá a ver de nuevo? Un flashback nos sitúa en el origen de todo para contarnos la historia. Carol es una mujer acomodada, vive en una mansión y tiene una hija, pero su matrimonio está en la ruina. Pronto se divorciará de su marido (Kyle Chandler), a pesar de que este se niega a aceptarlo. En vísperas de nochebuena, se acerca al centro comercial para comprar juguetes. Es ahí donde ve a Therese, una de las dependientas de la tienda. El cruce de miradas que tienen ya lo dice todo. Carol se deja ¿accidentalmente? un guante en el mostrador, cosa que aprovechará la joven para mandárselo y seguir en contacto. Se irán viendo en lugares comunes mientras que poco a poco se produce un acercamiento amoroso y, sobre todo, peligroso. Ambas siguen unidas a sus hombres. En el caso de Therese su novio le ha pedido que se marchen juntos a Europa a iniciar una nueva vida. Pero las dudas florecen y su inseguridades acerca de quién le importa más aumentan.
Todd Haynes demuestra su admiración por los clásicos. La forma en la que ha decidido iniciar el film es un grandioso calco a Breve encuentro. En ella un hombre y una mujer estaban sentados en la cafetería de la estación cuando una amiga de ella les interrumpe y consigue romper ese silencio doloroso. El tren de él llega a los pocos minutos y se despide formalmente de las dos. Se marcha a África y ya no volverá a ver a su amor platónico. De ahí pasamos a un “plagio” del melodrama por excelencia del que mejor supo llevar al cien este género: Douglas Sirk. En una tienda y por accidente Carol y Therese se encuentran fortuitamente. La joven es una dependiente con aspiraciones de ser fotógrafa, y la otra una futura madre soltera. Un guante olvidado será el inicio de todo. En Imitación a la vida, Lana Turner -alter ego de Carol -es otra mujer que cría a una niña sola al haber muerto su marido. John Gavin -la versión masculina de Therese -es un fotógrafo amateur que no duda en plasmar en la cámara todo lo que ve. El escenario esta vez será la playa y el detonante de aquella historia de (no)amor serán las fotografías que irá él a entregar a Lana. Lo que el azar ha querido unir, la ambición – el deseo de ser actriz que tiene Lana- o las reglas de la sociedad lo separará.
Mientras que Douglas Sirk construía su relato a base de gritos y momentos violentos, Haynes apuesta, al igual que en Lejos del cielo, por la sutilidad y la contención. Nos situamos en los años 50, la gente vive más pensando en el qué dirán que en lo que desean en realidad. La naturalidad se hace cargo de la trama, a la cual la impregna de diálogos con dobles sentidos (“no he pensado en él en todo el día“), de quedadas a escondidas, de una tensión sexual palpable pero a la vez invisible. Viven todavía en un mundo conservador y claramente machista, cualquier movimiento que haga balancear el régimen establecido puede traer consigo consecuencias aterradoras. La custodia de la hija está en juego y el pasado turbio de Carol puede hacer que no la vuelva a ver. Así pues, la relación que hay entre ambas parece un viaje sin fin, uno del que no hay un destino aparente, al ser el alejamiento de la cotidianidad el único objetivo a conseguir. Un viaje que se materializa en el que realizan las dos hacia la otra punta del país. Entre carreteras interminables y hoteles de paso surge lo que bien podría ser la explosión de lo implícito, pero que incluso en lo mostrado, se sigue tratando con delicadeza. Las insinuaciones de lo que se quiere pero no se puede queda patente en una maravillosa escena entre las dos, donde los primeros planos limitarán en parte la acción. Lo inmoral está prohibido.
- Sigue en spoiler sin spoilers -
Todd Haynes demuestra su admiración por los clásicos. La forma en la que ha decidido iniciar el film es un grandioso calco a Breve encuentro. En ella un hombre y una mujer estaban sentados en la cafetería de la estación cuando una amiga de ella les interrumpe y consigue romper ese silencio doloroso. El tren de él llega a los pocos minutos y se despide formalmente de las dos. Se marcha a África y ya no volverá a ver a su amor platónico. De ahí pasamos a un “plagio” del melodrama por excelencia del que mejor supo llevar al cien este género: Douglas Sirk. En una tienda y por accidente Carol y Therese se encuentran fortuitamente. La joven es una dependiente con aspiraciones de ser fotógrafa, y la otra una futura madre soltera. Un guante olvidado será el inicio de todo. En Imitación a la vida, Lana Turner -alter ego de Carol -es otra mujer que cría a una niña sola al haber muerto su marido. John Gavin -la versión masculina de Therese -es un fotógrafo amateur que no duda en plasmar en la cámara todo lo que ve. El escenario esta vez será la playa y el detonante de aquella historia de (no)amor serán las fotografías que irá él a entregar a Lana. Lo que el azar ha querido unir, la ambición – el deseo de ser actriz que tiene Lana- o las reglas de la sociedad lo separará.
Mientras que Douglas Sirk construía su relato a base de gritos y momentos violentos, Haynes apuesta, al igual que en Lejos del cielo, por la sutilidad y la contención. Nos situamos en los años 50, la gente vive más pensando en el qué dirán que en lo que desean en realidad. La naturalidad se hace cargo de la trama, a la cual la impregna de diálogos con dobles sentidos (“no he pensado en él en todo el día“), de quedadas a escondidas, de una tensión sexual palpable pero a la vez invisible. Viven todavía en un mundo conservador y claramente machista, cualquier movimiento que haga balancear el régimen establecido puede traer consigo consecuencias aterradoras. La custodia de la hija está en juego y el pasado turbio de Carol puede hacer que no la vuelva a ver. Así pues, la relación que hay entre ambas parece un viaje sin fin, uno del que no hay un destino aparente, al ser el alejamiento de la cotidianidad el único objetivo a conseguir. Un viaje que se materializa en el que realizan las dos hacia la otra punta del país. Entre carreteras interminables y hoteles de paso surge lo que bien podría ser la explosión de lo implícito, pero que incluso en lo mostrado, se sigue tratando con delicadeza. Las insinuaciones de lo que se quiere pero no se puede queda patente en una maravillosa escena entre las dos, donde los primeros planos limitarán en parte la acción. Lo inmoral está prohibido.
- Sigue en spoiler sin spoilers -
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo explícito queda relegado a las relaciones personales de cada una. La incertidumbre de Therese, ya sea en el viaje a Europa o en su orientación sexual –“¿alguna vez te has enamorado de un hombre?” le pregunta en un momento determinado-, y sus negativas continuas entorpecen una relación en el que solo su novio parece estar interesado y que terminará con una fuerte discusión. Su acercamiento al hermano de este, tampoco llegará a buen puerto y lo único que conseguirá será un puesto como fotógrafa en el NY Times; cargo que claramente consigue solo por intereses sexuales. El caso de Carol es mas complicado, puesto que el divorcio y el comportamiento obsceno que tuvo años atrás la pueden destruir. Será prácticamente solo en su casa donde veamos a una Carol desquiciada y fuera de sí. Los silencios que adornan los momentos románticos son sustituidos momentáneamente por rugidos.
El conmovedor final que tuvo la relación entre Julianne Moore y un hombre negro, aquí es cambiado por uno dulce que, aunque viene siendo emocionante y precioso, se aparta de la espontaneidad con la que se estaban desarrollando los acontecimientos. Tal vez requería algo más crudo y más característico de los melodramas clásicos de Hollywood como vendría siendo esa última secuencia desgarradora de La heredera, de William Wilder, por ejemplo, o de la ya citada Breve encuentro. Pero pasando por alto los pequeños defectos, a esta cinta hay que alabarla por hacer sencillo lo complejo y por prescindir, y muy acertadamente, de los artificios dramáticos típicos en nuestros días. No sobra ni un diálogo ni un plano, todo está construido milimétricamente a la perfección.
Cate Blanchett y Rooney Mara tienen una química bestial, de la misma forma que Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux la tenían en la película del lesbianismo por excelencia: La vida de Adèle. Sin duda son dos de las mejores actuaciones del año, pero que nos lleva a preguntarnos, otra vez, sobre cuál es la linea que separa ser la actriz protagonista de la secundaria. Ni los Oscars ni los Globos de Oro parecen tenerlo claro. Edward Lachman, alma gemela de Todd Haynes, apuesta esta vez por tonos apagados y fríos para plasmar la Nueva York de los años 50 y la relación entre las dos mujeres. Carter Burwell, por su parte, compone una exquisita banda sonora aparentemente invisible para no condicionar las emociones de los espectadores.
Carol es una de las mejores películas del año, sin duda, y puede ser comparada con el resto de obras maestras que ha dado el género del melodrama. La unanimidad que ha habido entre público y crítica (la europea sobre todo) parece que no ha servido para que la Academia la incluya en la carrera por el Oscar a mejor película. Una injusticia si tenemos en cuenta que hay candidatas solo por su labor detrás de las cámaras y que precisamente ese aspecto ya se recompensa en el premio a mejor director. Al menos se han dignado en meter a Brooklyn, otra película con aroma a clásico. El tiempo la pondrá en su sitio.
http://www.cineautorweb.com/2016/02/06/carol/
El conmovedor final que tuvo la relación entre Julianne Moore y un hombre negro, aquí es cambiado por uno dulce que, aunque viene siendo emocionante y precioso, se aparta de la espontaneidad con la que se estaban desarrollando los acontecimientos. Tal vez requería algo más crudo y más característico de los melodramas clásicos de Hollywood como vendría siendo esa última secuencia desgarradora de La heredera, de William Wilder, por ejemplo, o de la ya citada Breve encuentro. Pero pasando por alto los pequeños defectos, a esta cinta hay que alabarla por hacer sencillo lo complejo y por prescindir, y muy acertadamente, de los artificios dramáticos típicos en nuestros días. No sobra ni un diálogo ni un plano, todo está construido milimétricamente a la perfección.
Cate Blanchett y Rooney Mara tienen una química bestial, de la misma forma que Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux la tenían en la película del lesbianismo por excelencia: La vida de Adèle. Sin duda son dos de las mejores actuaciones del año, pero que nos lleva a preguntarnos, otra vez, sobre cuál es la linea que separa ser la actriz protagonista de la secundaria. Ni los Oscars ni los Globos de Oro parecen tenerlo claro. Edward Lachman, alma gemela de Todd Haynes, apuesta esta vez por tonos apagados y fríos para plasmar la Nueva York de los años 50 y la relación entre las dos mujeres. Carter Burwell, por su parte, compone una exquisita banda sonora aparentemente invisible para no condicionar las emociones de los espectadores.
Carol es una de las mejores películas del año, sin duda, y puede ser comparada con el resto de obras maestras que ha dado el género del melodrama. La unanimidad que ha habido entre público y crítica (la europea sobre todo) parece que no ha servido para que la Academia la incluya en la carrera por el Oscar a mejor película. Una injusticia si tenemos en cuenta que hay candidatas solo por su labor detrás de las cámaras y que precisamente ese aspecto ya se recompensa en el premio a mejor director. Al menos se han dignado en meter a Brooklyn, otra película con aroma a clásico. El tiempo la pondrá en su sitio.
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