Flor pálida
1964 

7,2
395
Cine negro. Thriller
Muraki es un yakuza (mafia japonesa) recién salido de la cárcel. Hastiado con el rumbo que ha tomado su organización, conoce a Saeko, una enigmática joven interesada en el juego y las sensaciones fuertes. (FILMAFFINITY)
28 de enero de 2012
28 de enero de 2012
40 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
En ‘Flor pálida’ confluyen, en cóctel exquisito, Antonioni, la nouvelle vague y el género yakuza.
Antonioni, en el tedio existencial de hombres, mujeres y lugares. En calles y recintos, atestados o desnudos. En la incomunicación profunda de los personajes, sus silencios. Su voluntad desesperada de encontrar sentido al borde del abismo.
En el ritmo y el absurdo.
La nouvelle vague, en encuadres, movimientos de cámara y juegos con el eje.
El actor Ryo Ikebe encarna a un yakuza extraordinario. Imponente, sobrio, noble e implacable. Un personaje de acción ‘estático’ y perfecto.
Saeko es el eterno femenino, inalcanzable. Su palidez es metáfora sencilla, hermosa y visual. Su apariencia y gesto fantasmal la sitúan casi al otro lado de la vida. El coche deportivo simboliza el ansia permanente y enfermiza de fuga hacia adelante. Velocidad sin dirección y huida en el vacío.
Hay un tercer personaje imprescindible, Yoh. Una presencia muda, de rostro oscuro, que aguarda siempre en sombra. Personificación espectral del drogadicto –más bien diría que es la imagen misma de la droga.
El triángulo Muraki–Saeko–Yoh es maravilloso. Saeko oscila entre dos polos. Uno de ellos, Muraki, es siempre bien visible. El otro, Yoh, carece de sustancia, es casi inmaterial –parece que sólo cristaliza en forma de destello: un cuchillo clavado en la madera; la mirada, brillante y turbia; las facciones imprecisas y afiladas. Todo lo que se refiere a él es brumoso e inquietante, rumor o sueño, como un soplo de muerte. Yoh tiene algo del secuestrador de ‘El infierno del odio’ (estrenada un año antes), de Akira Kurosawa.
Muraki querría llevar a Saeko hacia la luz, ¿pero existe la luz?
La iluminación, la música de Toru Takemitsu, el sonido –creador de espacios– la sobriedad de los actores (aquí no grita nadie), el tempo narrativo, la calidad en las elipsis, el clímax de la ‘ópera’ final...
–No quiero ver amanecer –dice Saeko–. Que no se acabe nunca la noche llena de peligros.
Que no se acabe nunca.
Antonioni, en el tedio existencial de hombres, mujeres y lugares. En calles y recintos, atestados o desnudos. En la incomunicación profunda de los personajes, sus silencios. Su voluntad desesperada de encontrar sentido al borde del abismo.
En el ritmo y el absurdo.
La nouvelle vague, en encuadres, movimientos de cámara y juegos con el eje.
El actor Ryo Ikebe encarna a un yakuza extraordinario. Imponente, sobrio, noble e implacable. Un personaje de acción ‘estático’ y perfecto.
Saeko es el eterno femenino, inalcanzable. Su palidez es metáfora sencilla, hermosa y visual. Su apariencia y gesto fantasmal la sitúan casi al otro lado de la vida. El coche deportivo simboliza el ansia permanente y enfermiza de fuga hacia adelante. Velocidad sin dirección y huida en el vacío.
Hay un tercer personaje imprescindible, Yoh. Una presencia muda, de rostro oscuro, que aguarda siempre en sombra. Personificación espectral del drogadicto –más bien diría que es la imagen misma de la droga.
El triángulo Muraki–Saeko–Yoh es maravilloso. Saeko oscila entre dos polos. Uno de ellos, Muraki, es siempre bien visible. El otro, Yoh, carece de sustancia, es casi inmaterial –parece que sólo cristaliza en forma de destello: un cuchillo clavado en la madera; la mirada, brillante y turbia; las facciones imprecisas y afiladas. Todo lo que se refiere a él es brumoso e inquietante, rumor o sueño, como un soplo de muerte. Yoh tiene algo del secuestrador de ‘El infierno del odio’ (estrenada un año antes), de Akira Kurosawa.
Muraki querría llevar a Saeko hacia la luz, ¿pero existe la luz?
La iluminación, la música de Toru Takemitsu, el sonido –creador de espacios– la sobriedad de los actores (aquí no grita nadie), el tempo narrativo, la calidad en las elipsis, el clímax de la ‘ópera’ final...
–No quiero ver amanecer –dice Saeko–. Que no se acabe nunca la noche llena de peligros.
Que no se acabe nunca.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
• La escena de sexo sin palabras, nada más salir Muraki de la cárcel.
• La escena de no-sexo entre Muraki y Saeko, tras la redada.
• Las salas de juego me han hecho pensar en la escena de la Bolsa, en ‘El eclipse’, de Antonioni. Por la repetición mecánica y frenética. Por la sensación de extrañeza. Como si se nos invitara a presenciar un ritual magnético e incomprensible.
• La oscuridad.
• La doble caza: Muraki persigue a Yoh, que lo persigue a él.
• Las manos en el rostro de la amante; el beso del revés. El aliento.
• La ceremonia ‘nupcial’ entre Muraki y Saeko es un asesinato luminoso. La idea es sobrecogedora y su factura es impecable.
• El patio de la cárcel recuerda vagamente a Bresson ('El dinero') y Kaurismäki ('Luces del atardecer').
• La última intervención en off explicativa era innecesaria.
• Las puertas del sueño del protagonista. El portón de la cárcel. La simetría triste.
• La escena de no-sexo entre Muraki y Saeko, tras la redada.
• Las salas de juego me han hecho pensar en la escena de la Bolsa, en ‘El eclipse’, de Antonioni. Por la repetición mecánica y frenética. Por la sensación de extrañeza. Como si se nos invitara a presenciar un ritual magnético e incomprensible.
• La oscuridad.
• La doble caza: Muraki persigue a Yoh, que lo persigue a él.
• Las manos en el rostro de la amante; el beso del revés. El aliento.
• La ceremonia ‘nupcial’ entre Muraki y Saeko es un asesinato luminoso. La idea es sobrecogedora y su factura es impecable.
• El patio de la cárcel recuerda vagamente a Bresson ('El dinero') y Kaurismäki ('Luces del atardecer').
• La última intervención en off explicativa era innecesaria.
• Las puertas del sueño del protagonista. El portón de la cárcel. La simetría triste.
18 de febrero de 2024
18 de febrero de 2024
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Le perjudica la estética pretendidamente molona y enrollada a lo nouvelle vague que exhibe y el abuso de un nihilismo excesivamente intelectualoide. Con una narración más clásica o comedida hubiese quedado mucho mejor. Es lo que tiene seguir las modas, que enseguida pasas de moda. Por lo demás, me ha gustado, sobre todo esa cosa cotidiana de un clan yakuza en los años sesenta. Parece gente de negocios que lleva una vida relativamente tranquila hasta que de pronto alguien mata a alguien sin miramientos. Llama la atención el jefe dirigiendo a su gente mientras está en el dentista, come con el jefe de otro clan, va al hipódromo, está en el hospital asistiendo al parto de su mujer o reuniendo a su banda para un trabajo mientras los invita a la primera sandía de la temporada. El juego está presente como una evasión en una realidad gris y tediosa: timbas, carreras de caballos e incluso la de los dos coches de noche por las calles. Los juegos de cartas se muestran con muchísimo detalle, incluso los dibujos de flores de esas cartas.
Hablando de flores, la muchacha Saeko busca emociones fuertes y también Muraki busca una sensación que le devuelva la vida: ya no sabe distinguir lo que es estar fuera de la cárcel y dentro de ella. Resulta interesante su relación con Yoh, que viene a ser su alter ego.
En esa época la yakuza estaba muy integrada en los barrios de las ciudades del Japón. De hecho, en esta peli parece tener más presencia que la misma policía.
Hablando de flores, la muchacha Saeko busca emociones fuertes y también Muraki busca una sensación que le devuelva la vida: ya no sabe distinguir lo que es estar fuera de la cárcel y dentro de ella. Resulta interesante su relación con Yoh, que viene a ser su alter ego.
En esa época la yakuza estaba muy integrada en los barrios de las ciudades del Japón. De hecho, en esta peli parece tener más presencia que la misma policía.
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