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The Geisha

Drama Año 1933. 20 años antes, Katsuzo se enamora perdidamente de una geisha que le da una hija. Cuando tratan de huir, son atrapados y la mujer asesinada delante de sus ojos. Años más tarde y siendo todavía una niña, entrega a su hija a Osode, una antigua amante y actual regentora de la casa de geishas Yokiro, la más importante del sur de Japón. Ahora Momokawa, que es como se hace llamar la hija de Katsuzo, ha crecido y se ha convertido en ... [+]
Críticas 2
Críticas ordenadas por utilidad
12 de diciembre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
"...Y con las primeras luces de la húmeda mañana, la mujer se acercó a la orilla del río y una lágrima resbaló por su mejilla y cayó en la verde y fresca hierba.
Lloraba, no de dolor, sino de soledad. ¿Quién podría consolar su quebrado espíritu, su vacío corazón? Hasta ese momento desconocía que una geisha pudiera llorar".

Se trata de una pequeña parte de uno de los poemas más bellos y tristes que se han compuesto acerca de las geishas, marionetas rotas cuyos hilos son manejados desde las sombras por seres retorcidos, desalmados; juguetes de ocasión de labios sellados elegantemente preparados para hacer de las falsas apariencias su motivo de existencia. ¿Quién iba a pensar que Hideo Gosha, reconocido por sus duras e implacables fábulas de samuráis, iba a sumergirse con tal ahínco en este universo? El inicio de los '80, de todos modos, no fue una época fácil para el realizador.
Tras abandonarle su mujer, un accidente de tráfico deja a su hija con una grave contusión cerebral y su idea de suicidio si la operación de la chica fracasa está muy presente; arrestado entonces por posesión ilegal de armas, se retira temporalmente de la industria para regresar con fuerza en "Onimasa", gracias a la gran ayuda de Shigeru Okada, presidente de Toei. Basado en una novela de la galardonada Tomiko Miyao, el film se convierte en todo un éxito, y Gosha, agradecido por tal favor, pide a Toei adaptar más obras de la escritora; cambia entonces de miras y sus samuráis y yakuzas dejan paso a la figura femenina, virando por completo el trayecto de su filmografía.

Pero el texto de Miyao, de carácter autobiográfico (su madre fue una artista gidayu y la amante de su padre la dueña de un local de geishas), resulta un tanto modificado en el guión de Koji Takada, colaborador asiduo de Fukasaku y el mismo Gosha. La película comienza con una balada que evoca una gran tragedia, a lo que sigue otra: el asesinato de la esposa de Katsuzo; una elipsis de dos décadas nos sitúa en los primeros años de una era Showa dominada por los alzamientos ultranacionalistas, pero esto pasa desapercibido en el interior del Yohkiroh, escenario central de la historia: la casa de geishas más prestigiosa de la ciudad de Kochi y de todo el país.
Katsuzo, reciclado en proxeneta, decidió dejar a su hija Fusako al cuidado de la dueña de dicho local (también antigua amante), y ahora es la sensación del mismo. Como ya hiciera su mentor Mizoguchi en sus clásicos más ásperos y sociales, el director nos introduce en los entresijos del microcosmos del negocio de las geishas, distinguido, glamuroso, elegante, todo un oropel de apariencias disfrazando la terrible y oscura verdad, la de esas mujeres atrapadas por dinero, engañadas por las comodidades de la vida fácil y que poco a poco son testigos conscientes de la muerte de su espíritu para acabar transformadas en meras muñecas sin vida.

Gosha y Takada zurcen los pliegues de un elaborado argumento que opera a varios niveles, que se bifurca, que se entrelaza; en su epicentro dos figuras femeninas: la de Fusako y la de Tamako, joven concubina del padre de la primera (personaje que interesa menos...). Con ellas, visceralmente enfrentadas, se establece un duro drama donde la mujer es siempre víctima de los hombres, cobardes, crueles, hipócritas y viciosos, quienes las manejan para su beneficio, ya sea emocional o material; también chocan dos mundos, distintos en apariencia pero iguales en esencia: el de las prostitutas comunes y el de las geishas.
Sólo los buenos modales y un maquillaje y una vestimenta más suntuosos son lo que las diferencia, pues las féminas de ambas profesiones no pueden esconder lo que son: juguetes de la distracción masculina, así como la imposibilidad de hallar la auténtica felicidad y deshacerse de su condición, que tristemente se transmite de madres a hijas. Las mujeres de Gosha siempre han sido fuertes, sibilinas y decididas, y esta no es una excepción, pues pese a que nos brinda una interesante subtrama sobre el conflicto entre Katsuzo y un clan yakuza que se tornará en encarnizada pelea, ellas son las que cambian los cauces de la historia y el devenir de los acontecimientos.

Haciendo uso de un duro lirismo y un estilo mucho más sobrio y clásico pero no exento de grandes e implacables dosis de violencia, el nipón nos arrastra a las entrañas del lupanar y nos invita a seguir en todo momento el sufrimiento personal de la geisha a través de las descorazonadoras experiencias de Fusako, que refleja a la perfección el vacío al cual ha sido lanzada; ignorada por el padre, por el protector, por el amante, el hombre termina convirtiéndose (ciertamente como sucedía en los dramas de Mizoguchi) en el enemigo natural de la mujer. Lógico ésto para una geisha, sin embargo, al no conocer más hombres que aquellos visitantes del local.
No hay más destino que el de la desgracia y la tristeza, será lo único que quede al final de una narración repleta de bajas pasiones, giros inesperados, despiadadas traiciones, mentiras inconfesables, sangre derramada y odios latentes; crudo y ácido, como siempre, Gosha no repara en usar todo su talento para arañarnos las tripas con su sinceridad desnuda, y por consiguiente el de su extenso reparto, donde Mikio Narita, Mitsuko Baisho, Tetsuro Tanba, Kayako Sono y un gran Ken Ogata, áspero y comedido, secundan a esas dos soberbias Kimiko Ikegami (en un doble papel como madre e hija) y Atsuko Asano, además protagonistas de una de las peleas femeninas más brutales y cruentas que se han filmado.

El volver a adaptar a Miyao tiene su recompensa, y "Yohkiroh", que recoge la esencia literaria de Saikaku Ihara y Junichiro Tanizaki, es todo un éxito de crítica y público y arrasa en los premios de la Academia Cinematográfica Japonesa, llevándose también Ken Ogata el Blue Ribbon a Mejor Actor.
Esto llevará a Gosha apenas dos años después a trasladar a la gran pantalla "Kai", otro título de la autora. Termino mi alegato en Zona Spoiler.
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Chris Jiménez
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11 de mayo de 2024
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«Yôkirô» es la adaptación de una novela y como sucede en muchas películas de este tipo, a veces uno tiene la impresión de apresuramiento en ciertos hechos y asuntos, no sé si por querer los cineastas incluir demasiados acontecimientos de la obra literaria en el metraje, lo cual los habría obligado a resumir ciertas partes, o porque ciertas novelas no pueden adaptarse sin evitarse las sensaciones de prisa y escasa profundidad. En cualquier caso, ciertos asuntos pueden comprenderse sin necesidad de ahondar en ellos los autores, y requieren además de esa sutileza que consiste en no explicar demasiado para hacer entender al público de un modo indirecto. Sin embargo, otra clase de asuntos sí necesitan a mi juicio desarrollo, como, por ejemplo, el asunto del chico ciego, apenas planteado, y la razón de esa necesidad es que la mayoría de espectadores no sabemos nada del trato dado en aquel Japón a personas invidentes.

La segunda objeción es un exceso de melodrama, de lágrimas, de sentimiento, en el último tercio. El problema del sentimiento me parece similar al del aderezo: tanto el exceso de aderezo como la falta de él estropean la receta. Hay ciertos cineastas (Mikio Naruse, sin ir más lejos, compatriota de Hideo Gosha) capaces de rodar a gente llorando a causa de intensos sufrimientos sin resultar excesivos, sin suscitar en el espectador una especie de rechazo debido a una desmesura impostada. A veces ni siquiera resulta necesario el abrir el grifo: siento más compasión por Fusako cuando la vemos cabizbaja en un plano durante los créditos iniciales que cuando, enfebrecida y postrada en la cama, llora a moco tendido y maldice su suerte de una manera exagerada, teatral. Seguramente en ciertos ámbitos se rechace el sentimiento, quizá por tenerse la convicción de la imposibilidad de pensar bien y de rodar buenas películas y escribir novelas interesantes si uno siente mucho. Pero acaso sea que quien siente mucho piensa de otra manera, de una manera menos mezquina y más prosocial precisamente porque comprende aquello difícil de entender para los sujetos tenidos por más racionales: la capacidad devastadora del sufrimiento, la injusticia de ese manido eufemismo, «la vida es dura», con el que parecen legitimarse ciertas abominaciones. En fin, considero el sentimiento no solo un fundamento ético en muchos casos, sino también una importante fuente para la creación artística; pero, insisto, es algo misterioso y requiere de un toque muy difícil de lograr.

En mi modesta opinión, el apresuramiento y el exceso de melodrama estropean un poco el resultado final. Aunque en «Yôkirô» también hay aciertos.

Gosha emplea una forma de proceder indirecta en cinco secuencias destacadas. Apenas diré nada sobre la quinta, o diré poco; forma parte del desenlace y no quiero estropearlo. La primera transcurre durante los créditos iniciales. Fusako, cuyo nombre de «geisha» es Momowaka, está obligada a atender de nuevo a un cliente por el que no siente demasiadas simpatías y al que al parecer ofendió en el pasado. El director filma el bajo de su kimono deslizándose entre las hojas de la puerta corredera, como entrando en la estancia contra su voluntad, atraído por una fuerza; de este modo expone la situación sin necesidad de mostrarla reacia por enésima vez. En la segunda secuencia, Tamako, con su «shamisen», canta cierta canción «Joruri» a Daikatsu, quien se siente triste. Gosha lo sitúa al lado de una ventana a través de la cual se ven ramas de árboles desnudas recortadas contra un cielo blanco grisáceo que infunde sentimientos melancólicos e invernales. Este invierno sugerido nos retrotrae al trágico pasado de Daikatsu mostrado al principio de la película, cuando las imágenes de cerezos en flor, metáforas de la brevedad, dejan paso de súbito a una ventisca de nieve. Por desgracia, Gosha no parece confiar en el público y aclara la secuencia con un comentario hecho por Tamako, bonito pero completamente innecesario en mi opinión. Estos dos elementos simbólicos, el invierno y las flores del cerezo, de un precioso color rosa pálido, volverán a aparecer en la quinta de estas secuencias, y no digo más. En la tercera tenemos a Tamako mirando por una ventana al fuera de campo, claro indicio de que la profesión que ejerce en ese momento le parece detestable y del anhelo de cambiar de vida. Más adelante, se trata de la cuarta secuencia, Daikatsu irá en su busca y el espectador la verá en cuclillas, mostrando las piernas abiertas y los pies desnudos mientras come unos fideos «soba»; con esa postura, el director nos ha indicado su profesión sin necesidad de decirlo directamente. Las cosas pueden hacerse también de la manera convencional, de un modo directo; pero esta forma de rodar tiene desde luego su interés. No debe abusarse de ella, eso sí.

Sigo en la zona oculta. No desvelo nada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Cobalt Blue
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