Els encantats arranca con una separación y, a partir de ahí, sus consecuencias sumergen a Irene (Laia Costa) en una especie de duelo. Su nueva vida es algo a lo que ha de hacerse a la idea, pero el vacío de su nuevo piso, algún resentimiento aún enterrado y el distanciamiento con su hija durante unos días la comienzan a superar.

Así, toma la decisión de volver a Antist, una pequeña aldea rural pirenaica a la que solía acudir más a menudo años atrás. Ese retiro para reencontrarse a sí misma y esa necesidad por establecer una pausa en el camino se traducen en un tempo lento que sumerge al espectador en ese estado de calma, contemplación y reconexión que recorre la protagonista.

Todo ello se desarrolla paralelamente al mito de las criaturas que dan nombre a la película y que, mencionados en un diálogo aparentemente anecdótico, no solo permanecen como esos seres nocturnos que se esconden tras una grieta. “Els encantats” parecen convertirse en una representación de ese sentimiento de pertenencia a un lugar, ese encanto ante el que a veces se sucumbe y que es capaz de guiar nuestras vidas.

En este viaje íntimo, Laia Costa deslumbra con su trabajo interpretativo que, a través del rostro, la economía verbal y los silencios, denota esa constante búsqueda con la que Irene intenta sanar y hallar el significado de su nueva etapa vital. Con todo, el retiro de la joven acaba desembocando en una reflexión sobre cómo, en ocasiones, las decisiones correctas nos duelen y requieren de tiempo para asentarse y permitirnos ver con perspectiva los nuevos caminos que se abren adelante.

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