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Voto de Revista Contraste:
6
Terror. Intriga. Drama Una pareja estadounidense que no está pasando por su mejor momento acude con unos amigos al Midsommar, un festival de verano que se celebra cada 90 años en una aldea remota de Suecia. Lo que comienza como unas vacaciones de ensueño en un lugar en el que el sol no se pone nunca, poco a poco se convierte en una oscura pesadilla cuando los misteriosos aldeanos les invitan a participar en sus perturbadoras actividades festivas.
23 de julio de 2019
12 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ari Aster retorna como el rey de las premisas. Con la previsión de ir a ver un film de terror que transcurre a plena luz del día en un idílico lugar, se levantan muchas expectativas. Sin duda, esta estrategia funciona muy bien para el marketing de promoción y, como siempre, dependerá de los criterios que se apliquen, la valoración final será de un parecer u otro.

En su segundo largometraje, Aster repite algunos elementos que funcionaron en su debut, como el tratamiento sonoro: los instrumentos de cuerda y viento, que sonaban a ancestrales en Hereditary, ahora son directamente un rasgo que completa la ambientación e inmersión en la comunidad atávica sueca.

En cuando a la realización, reviven sus panorámicas y travelling in/out tranquilos, que abren el plano o lo cierran en una quietud que pretende inquietar. El trabajo sobre la arquitectura, esta vez, está aún más vinculado con la naturaleza, la iluminación y el uso de colores vitalistas (amarillo, verde, azul…), en un intento de subvertir el canon de miedo-oscuridad.

Pero también vuelven los rituales paganos (conectados con la muerte) y la ruptura interior que provoca el deceso trágico de un ser querido (en Midsommar aflora con más fuerza la presencia del suicidio). De nuevo, lo siniestro se transforma en pasajes donde se confunde lo real y lo imaginario aquí, eso sí, con la ayuda del consumo de drogas.

Todo esto deriva, en lo formal, en un juego escenográfico (como preludia Pelle) donde vestuario y desnudez, coreografías y paroxismo histérico, bosques y llanuras, peñascos, cobertizos o murales, y un arcaico e inmoral uso de la deformidad para generar horror, se convierten en un telón caprichoso.

De hecho, esos ceremoniales dramáticamente interminables y huecos, así como los giros y revelaciones antojadizas (y sin elaborar, como el repentino interés de Christian en su doctorado) rompen una verosimilitud que deja un gran vacío cuando se levanta el cortinaje.

Y es que el tono desesperanzado de Ari Aster tiene mucho que ver con esa pasión por lo enfermizo y malsano. Por eso, su supuesta crítica a lo que sea (elijan entre, incluso, realidades o posiciones contradictorias) está más cerca de la posverdad que de un argumentario sólido y, sobre todo, interesante o revelador.

Ni siquiera la idea convertir lo frágil en fuerte, a través de su sublimación, impide que esos pasajes dejen de ser un monigote más del desfile rural nórdico que acaba siendo Midsommar.

www.contraste.info
Revista Contraste
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