El punto álgido de esta permanente incitación a la reflexión, es la escena en la que se muestra de forma inesperada el estallido de violencia contra los secuestradores, tras lo cual, después de un rebobinado de las imágenes, volvemos a disponer de una nueva oportunidad para evaluar la insana atracción por la violencia, persuadiendo además al manipulado espectador de la imposibilidad ya definitiva de asistir a un final feliz en el que pudiesen vencer los buenos.
Y por ello precisamente, carece de total justificación rechazar esta película argumentando en base al horror que provoca su violencia, pues lo que viene a denunciar su director es el insano divertimento de ese cine morboso, violento y edulcorado que se consume de manera masiva en nuestra anestesiada sociedad.
En cuanto a los controvertidos diez minutos del plano-secuencia que se realiza justo después de la ejecución del niño, me pareció acertado para potenciar el estado de terror omnipresente, y dejar así volar la imaginación y la reflexión sobre la dureza de lo que hemos presenciado hasta el momento. El propio Haneke aseguraba en una entrevista que lo que hace parecer ficticio al cine de entretenimiento es la rapidez con que se muestran las imágenes. Y ese parece ser su divertido juego, confrontar ficción y realidad para remover nuestras adormecidas conciencias.