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Días sin huella

Drama Don Birnam (Ray Milland) es un escritor fracasado a causa de su adicción al alcohol, adicción que lo ha destruido física y moralmente y lo ha convertido en un hombre desprovisto de voluntad. Con tal de seguir bebiendo es capaz de todo, incluso de robar. Tanto su novia (Jane Wyman) como su hermano intentan por todos los medios regenerarlo, pero sus esfuerzos parecen estériles. (FILMAFFINITY)
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Críticas 102
Críticas ordenadas por utilidad
25 de mayo de 2006
156 de 173 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué difícil es retratarla. El género de terror lo ha intentado siempre, y en la mayoría de los casos, ha fracasado. A Wilder el terror no le va mucho, pero te lo hace pasar fatal, que al fin y al cabo, es lo mismo.

Ni recuerdo ya, y eso que la he visto hace unas horas, cuantas son las ocasiones en las que el estupendo Ray Milland registra su habitación. Ni cuantas las que una bella Ángela Channing sube las escaleras para aporrear la puerta de su apartamento. Ni cuantos tragos o botellas. Y todo con un careto... con una banda sonora... con una fotografía... que dan ganas de pegarse un tiro.

Y es que ni viendo La Traviata en el teatro el hombre está tranquilo. Y no es un mal tipo. Tan sólo quiere escribir y ser buena gente, pero es sumamente débil; joder, es tan débil que atraca una licorería como si fuese un banco, dejando perplejo al dependiente y al que esto escribe. La debilidad humana está tan endiabladamente bien mostrada en esta película, que nuestro amigo repele, atrae y angustia a partes iguales. Y para mostrar las debilidades del ser humano... jamás ha existido nadie como Billy Wilder.
Txarly
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12 de mayo de 2006
75 de 82 usuarios han encontrado esta crítica útil
Wilder en esta ocasión, nos presenta un tormentoso laberinto sin salida a través de la serpenteante y angustiosa existencia de Don Birnam, un fracasado escritor siempre al amparo de la misericordia de su hermano Wick.

La historia de un pobre diablo de 33 años sin oficio ni beneficio que canaliza sus frustaciones por medio de una botella.

Es la historia de un fin de semana perdido, donde Don condena definitivamente su alma al amargo licor, ese líquido que le hace sentirse como el efecto del lastre arrojado de un globo aerostático, encima del mundo...

No necesita escribir siquiera una línea para explicarnos su novela autobiográfica, la definitiva, aquella que ya tiene nombre: La Botella.

Un día conoció a una chica llamada Helen durante una velada en la ópera. Ambos intercambiaron abrigos como principio y fin de una historia.

Como la más perfecta y armónica de las figuras geométricas, el círculo, su idilio con el alcohol parece no tener principio ni fin.

Es la historia de un alcohólico anónimo, del alcohólico universal...

Aquel que en mitad de la noche elucubra en delirantes ensoñaciones figuras de minúsculos animales como ratas y murciélagos. Es la historia de Don Birnam narrada con la maestría incontestable y apabullante de un MAESTRO, Billy Wilder.

Han existido muchas películas que trataban el mismo tema, el retrato de esta tremenda enfermedad.

Todas historias cruentas sobre la soledad y la frustación; Días de vino y rosas, Leaving las Vegas, etc...

Ninguna tan sórdida, realista y conmovedora como ésta.

Perfecta sintonía entre cine bien facturado y una historia interesante y magníficamente narrada.
burton
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8 de octubre de 2009
59 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás “Días de vino y rosas” sea el mejor drama que la historia del cine nos ha legado sobre los devastadores efectos del alcohol pero, obviamente, la peli de Wilder no le va a la zaga. Yo casi diría que en algunos aspectos, “Días sin huella” supera, incluso, a su sucesora.

La supera, por ejemplo, en sobriedad. La peli de Edwards es un drama sobrecogedor, pero resulta evidente que se afianza en un contexto familiar (un matrimonio al borde del naufragio) mucho más emotivo y conmovedor que le concede -respecto a la de Wilder- cierta ventaja de cara al espectador. El borrachín de “Días sin huella”, sin embargo, es un vividor. Un escritor frustrado que no ha pegado un palo al agua en toda su vida y que vive en un apartamento de puta madre. Un tío atractivo, culto y locuaz cuyo único tormento procede, en definitiva, del pánico cerval que le suscita la cuartilla en blanco.

Aún así, sin otro pretexto argumental, Wilder es capaz de describirnos un proceso de autodestrucción brutal. Un proceso que llevará a Don (soberbio Ray Milland, por cierto) al delirium tremens. A huir del pabellón de alcohólicos y a arrastrarse por casas de empeños para sacar unos dólares y fundírselos bebiendo. A implorarle una copa más al barman del bar de la esquina o a mendigarle algo de pasta a la fulana de turno para agarrar un buen trancazo.

Y todo ello nos lo cuenta Billy con su maestría habitual. Apuntalando su cine en diálogos cojonudos y secuencias para el recuerdo. De forma clara, directa y sencilla. Sin marear la perdiz ni embadurnarnos en azúcar glass para lograr ese efervescente efectismo dramático tan frecuente en el cine clásico que, lejos de perdurar en el tiempo, suele acabar momificando todo lo que toca.

Dicen que es una obra menor. Pero una obra menor de Wilder no es moco de pavo. Y si no, comprobadlo.
Taylor
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26 de julio de 2009
42 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Malditas casas de empeño, capaces de canjear abrigos por armas...

No sé si es la película que mejor aborda el drama del alcoholismo (irse de moña de cuando en vez es otra historia; saludable para el espíritu y para rebajar los niveles de colesterol: me lo dice mi médico, que es un chuzas).

Se me vienen a la cabeza, un Jack Lemmon retorciéndose de desesperación buscando la botella en el invernadero o una Lee Remick triste y demacrada, que sufre lo indecible porque cuando no está borracha, el mundo le parece sucio. Es decir, pienso en la gran obra de Blake Edwards, “Días de vino y rosas” y que creo que es ésta la que mejor retrata el asunto que nos traemos entre manos.

En “Días sin huella” Ray Milland, alcohólico hasta las trancas, casi llega a convencernos, con apenas dos tragos, de que lo suyo es arte: "Puede que (el alcohol) me destroce el hígado, pero ¿qué le hace a mi cabeza? Soltar el lastre para que el globo se alce... dejo de ser un tipo corriente, ¡Soy uno de los grandes genios! ¡Cruzo las cataratas del Niágara como un funámbulo, ¡Soy Miguel Ángel modelando la barba de Moisés! ¡Soy John Barrymore antes de que el cine lo ahogara! ¡Soy Jesse James y sus dos hermanos! ¡Soy William Shakespeare! Y aquello de allí afuera ya no es la tercera avenida... ¡Es el Nilo! Por él se desliza la barcaza de Cleopatra."

¿Quién se atreve a rebatir tan sublime argumentación? Yo no. Pero extralimitarse convirtiendo para un alcohólico su patética condición en una panacea contemplativa de las siete maravillas del mundo o de las artes divinas, es tendencioso. Casi me engaña, casi le doy la razón... hasta que cómo no, a la mañana siguiente revela al camarero de turno: “por la noche, sólo es un trago, pero por la mañana una medicina”. ¡Por qué no abres el puto bar antes! Ahí está el desastre.

Milland es escritor. En la Universidad, decían de él que tan brillante era que sin esfuerzo alguno podría convertirse en un gran Hemingway. Hay que ver... la imagen tan inconfundible del escritor alcoholizado se reitera hasta la saciedad en el cine. Y siempre, cargando las tintas “contra” Hemingway. Como diría un amigo, “santos bebedores” ¿qué haríamos sin Ernestos Hemingways”. El mundo sería más triste. ¿No?

Pero lo de Milland, en “Días sin Huella”, no es arte. Arte es brindar con un Moet Chandon Brut por La Traviata.

A destacar la fotografía de Seitz, la banda sonora, los planos secuencia del gran Wilder, la interpretación de Milland, el guión y la narración: esa forma en que nuestro protagonista nos relata entre trago y trago, la historia de su desdicha. Soberbios diálogos. A destacar también la interpretación de Jane Wyman (con la de viñedos que tenía Angela Chaning...).

Denuncia: “La ley seca incitó a la mayoría de los que hoy son alcohólicos”.
Y eso... precaución, amigos conductores.
Valkiria
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19 de diciembre de 2005
39 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
Magnífico trabajo de Billy Wilder, quien demandó a la industria de las bebidas alcohólicas por ofrecer cinco millones de dólares a la Paramount para que no hiciesen la película. También hubo grupos que presionaron para que no se rodase porque creían justo lo contrario: que iba a fomentar la bebida.

En definitiva, superados los escollos sociales (nunca llueve a gusto de todos), el resultado es una más que eficaz disección de un alcohólico y los pormenores de su adicción tratados con minuciosidad en escenas realmente cargadas de crudo realismo, desde la misma botella en la ventana con la que arranca la película hasta la agónica secuencia en la que el protagonista no tiene dinero para pagar la cuenta en un bar, pasando por la parte rodada en el auténtico Bellevue Hospital y por algún que otro soberbio monólogo como el de Milland recitando al barman una electrizante oda a la botella que incluso el mismísimo Baco guardaría entre las mejores composiciones a él dedicadas.

La película se beneficia sobre todo de una extraordinaria narración y de una poderosa interpretación de Ray Milland, del que Wilder pronosticó desde el principio que se llevaría el Oscar ese año. Aunque no por ello debe dejar de destacarse el resoluto y delicioso papel de Jane Wyman (una jovencísima Angela Channing de la serie televisiva “Falcon Crest”) que comunica con solvencia el pragmatismo y la férrea voluntad empeñada en salvar a quien de verdad ama.

Cary Grant y José Ferrer, candidatos iniciales al papel protagonista, perdieron sin duda uno de los textos más brillantes escritos para un personaje en la historia del cine; pero Ray Milland supo aprovecharlo y con no pocos esfuerzos, como dejar de comer al igual que muchos alcohólicos o ingresar en el hospital para preparar su interpretación, terminó por rubricar el trabajo de su vida, por encima incluso del excelente que realizaría casi diez años después en “Crimen perfecto” a las órdenes del maestro Hitchcock.
Pedro
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