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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 180
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
23 de abril de 2024
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Tenemos una manufactura canadiense, con personal, tanto en el apartado técnico (Jeff Chan, director; Norm Li, fotografía; Chris Pare, Peter Huang, guion... ), como en el actoral (Alexia Fast, Brett Dier, Alexis Knapp o Joel David Moore), no demasiado trillado en batallas cinematográficas, y por lo tanto sin demasiado eco ante unas cámaras que apenas nos permiten reconocer a Lynn Shaye o a Alan Dale, entre las filas del elenco, y a John Bishara al cargo de una partitura que no sólo no mata, sino que además le resta enteros a una cinta, por su escaso sentido de la pertinencia y la coherencia temática. En esta cinta, las llamas de los más conocidos apenas sirven para darles a ellos mismos un brillo más o menos estable, que a penas duras logra transmitir algo de su luz al resto.

«Grace: The Possession» tiene un potente activo, que es su perspectiva narrativa, que nos sitúa en la primera persona de la protagonista, y al hacerlo incluso usando el lenguaje visual de la cámara, al principio acechan sombras de dudas sobre si se trata de una de esas de «cámara en mano», género muy trillado, pero todavía en apogeo de su uso en aquél entonces a mitad de camino, más o menos, entre los primeros «dos mil», y nuestras coordenadas actuales.

Y si en películas como «The Blair Witch Project» teníamos que cargar con las más veces cansino punto de vista subjetivo de una cámara doméstica o de un móvil, en «Grace: The Possession» nos daremos cuenta de que la errática y no pocas veces molesta panorámica que se nos pone delante, no es de un «video-recorder» casero, sino desde el propio sistema perceptivo de la prota.

Aunque el punto de partida sea el de una técnica que en su momento causó un impacto de novedad en la industria, y que vio diluido el entusiasmo de la audiencia por su uso, Jeff Chan se la juega, reinventando el asunto y poniéndose en el lugar de la protagonista (o del protagonista, según como se mire), para justificar el diseño visual, más o menos conseguido que nos ofrecerá esta cinta.

El resultado es tan surrealista como poco efectivo. Norm Li desaprovecha las posibilidades que el replanteamiento y reinvención de la cámara en mano le ofrece, y se limita a apalancarse en varios trucos caseros, proporcionados por un juego de efectos que no da la talla para lo que pretende ser. A nivel narrativo, una idea muy prometedora que se queda a las puertas de desarrollarse en toda su plenitud. Li, en vez de explotar, tanto artística como técnicamente la posición diegética que le concede el guion, mantiene al espectador en la tesitura de verse «aprisionado» en la piel de Grace, pero no como si viéramos con sus ojos, sino como si la muchacha estuviera filmando en súper 8 en algunos momentos, sobre todo al principio, en la escena de la universidad, con criterios poco claros y caóticos, tanto en lo que respecta a las texturas, como a las composiciones cromáticas.

La música de Joseph Bishara no es la que en su día para sus trabajos en las sagas de «The Conjuring», «Annabelle» o «Insidious». El que es el compositor habitual de los Wan para las cintas dedicadas al universo Warren, en esta ocasión, cuya contribución hubiere resultado esencial para la creación de una atmósfera envolvente que mantuviera al público atento, compensando así en parte los desacatos del apartado visual, no aporta gran cosa, permaneciendo en un discretísimo plano, y en cierta medida deja a su suerte algunas escenas clave que podrían haber aportado momentos con una elevada carga de dramatismo.

Uno de los apartados en los que la película da el pego, es en la construcción del set. La acción se desarrolla en tiempos y lugares diferentes, perfectamente definidos, separados, y tan contrapuestos entre sí, que podemos hacernos idea de la disonancia que produce la intersección de ambos en la mente de Grace, de quien vemos una terrible lucha en un doble plano: por un lado, la atmósfera de la universidad, con todo lo que representa; una oportunidad para Grace, para descubrir, desarrollarse plenamente y construir su propia autonomía y personalidad, y que contrasta con el oscuro o tenebroso, rancio, oprimido por el fanatismo religioso... mundo en el que ella nació, y del que apenas había salido, siempre cuidada por una extravagante abuela. Huérfana de madre, y de padre desconocido (¿hija bastarda de cualquiera de la localidad?). Esa lucha por un proceso de individuación que amenaza con ser permanente e implacablemente castrador para Grace, no es más que la analogía de la lucha que libra para deshacerse del demonio que la atormentará.

La universidad representa un entorno al que salir, dejando atrás el estado de dependencia emocional y personal. El campus, así como el resto de entornos relacionados con su ambiente (incluidas las fiestas), representan todo lo que Grace precisa para hacer su proceso de transformación, así como un bloque antitético a todo aquello que la ha mantenido hasta entonces (y en cierto modo la mantiene, recordemos las llamadas a/y de la abuela, Lynn Shaye), que aun en la distancia pretenderá tener a Grace (a modo de voz inconsciente «superegoica») atada a su represivo mundo de normas y de creencias asfixiantes, cuyo poder anulador no se hace plenamente consciente y real en nuestro acompañamiento a la protagonista, hasta que es forzada a dejar la Universidad, después de una desafortunada experiencia etílica en una celebración a la que fue invitada (ella no había probado nunca el alcohol).

La efectividad, pues, del departamento de arte en la creación de estos dos mundos diametralmente opuestos, del que el más oscuro y tenebroso será el que terminará por fagocitar la mente de Grace, es uno de los logros de la cinta, que nos recuerda a la mítica «Carrie» (en sus múltiples versiones), el horror derivado de una experiencia tan terrorífica de la espiritualidad (en este caso la cristiana católica), que incluso da más miedo que el propio demonio.

Esta dualidad de escenarios, cuyo contraste genera una importante fuente de tensión,
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Jordirozsa
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3
21 de abril de 2024
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Tras ver la película de Eros D’Antona, quedan dudas sobre sus verdaderas intenciones con esta peculiar historia. A primera vista, nos encontramos con una obra que, por su apariencia, catalogaríamos dentro del terror de demonios o espíritus. Sin embargo, se percibe una fusión temática en personajes y situaciones que, en varios momentos, se desvían del molde típico al que la película intenta adherirse durante sus breves 86 minutos.

Un rasgo distintivo y llamativo de esta producción italiana es su ambientación en los páramos de la ruralidad americana, que nos ofrecen escenarios ideales para tramas de terror y lo sobrenatural sin ningún problema. Por otro lado, resulta incomprensible el desaprovechamiento de las ricas posibilidades que un escenario italiano autóctono podría ofrecer. Europa y, en este caso, los excepcionales entornos de Italia, son una mina de oro inagotable en términos visuales, temáticos y narrativos.

Nos encontramos, entonces, ante una decisión de producción que no solo resulta desconcertante sino que añade una capa de misterio a la película, que se presenta bajo el genérico velo de 'error'. «Demonic» o «Haunted», su título alternativo, cumple con sus parámetros minimalistas en ciertos aspectos, especialmente en fotografía y montaje, con el director a cargo de ambas áreas. Junto a su hermano Roberto D’Antona, quien no solo asume el papel protagónico sino que también colabora en el guion y la supervisión musical, con Andrea C. Pina ofreciendo una banda sonora mediocre, nos encontramos con una producción que se aleja de los grandes medios y plataformas digitales, tomando más bien la forma de un proyecto casero que no destaca tanto por su calidad final o sus pretensiones, sino porque, en esencia, es un proyecto gestado y consumido entre los dos hermanos.

El riesgo de este tipo de proyectos es caer en un «modus operandi» endogámico y cerrado que puede restar enteros al trabajo. Esto se contrapone con la ventaja de crear un equipo humano más unido y manejable, con el fin de tener ideas más claras y optimizar recursos. Sin embargo, tal situación debería permitir, aunque no garantiza, obtener un producto final exitoso.

A pesar de que los D'Antona «bro's» tienen una buena premisa narrativa para ser desarrollada, confluyen en la liza, la escasez y el desaprovechamiento de recursos materiales, técnicos y hasta actorales a partes iguales, con un cierto nivel de realización patosa. A pesar de ello, y como ya hemos dicho, se salva algún elemento del aparato técnico, como es la fotografía. Así, sin ser nada sobresaliente, el manejo de la cámara explota con cierta eficacia y el registro lingüístico de la imagen, gestionando con cierta habilidad nada menospreciable tanto a nivel de implementación como de planificación.

En el marco de un set que se reduce a las dimensiones de una pequeña casa apartamento en la que se circunscribe el desarrollo del arco narrativo, este reducido escenario provee de las condiciones necesarias para dar fuerza al ritmo narrativo. En este aspecto, resulta interesante cómo el entorno del interior de la casa, que en principio tendría que ser un espacio proveedor de protección y tranquilidad frente a un exterior desconocido, inquietante y percibido como inseguro, (terminamos teniendo solo prácticamente vistas de la calle desde dentro, en la puerta de entrada al habitaje) acaba convirtiéndose justamente en el lugar de emergencia y manifestación del espíritu o espíritus demoníacos que tienen el rol de increíbles antagonistas en esta historia.



El recurso narrativo que sitúa la interioridad de la casa como escenario principal de lo sobrenatural, en lugar del típico exterior oscuro e inquietante, invierte la dinámica usual del horror que asocia el peligro con lo desconocido externo. Aquí, el hogar, tradicionalmente un refugio, se convierte en el núcleo del terror. Esto puede interpretarse como un reflejo del estado mental del protagonista, sugiriendo que los demonios que enfrenta podrían ser proyecciones internas de sus miedos, traumas o deseos reprimidos.

A nivel simbólico, este giro en la trama podría sugerir que las verdaderas amenazas provienen de dentro de nosotros mismos, no del exterior. La casa como microcosmos de la mente del protagonista se presta a múltiples interpretaciones: la lucha interior con demonios personales, el enfrentamiento con el propio yo, o la confrontación con un pasado que el personaje busca, infructuosamente, dejar atrás al aislarse físicamente.

El aislamiento del protagonista en la casa puede verse como una metáfora de la retirada psicológica que a menudo precede o acompaña al colapso mental. La casa, en este contexto, no es solo un espacio físico, sino una extensión de la psique del personaje, donde las barreras entre realidad y percepción se desdibujan. Por lo tanto, los sucesos paranormales podrían ser manifestaciones de una mente en crisis, buscando externalizar conflictos internos que no pueden ser resueltos en el plano de la conciencia ordinaria.

Esta interpretación enriquece la narrativa de la película, proporcionándole una profundidad psicológica que va más allá del mero susto superficial. Ofrece al espectador una experiencia más inmersiva, invitándolo a cuestionar la naturaleza de la realidad y la posibilidad de que los horrores más grandes se originen, de hecho, dentro de nosotros mismos.

En «El Resplandor» (1980), la locura de Jack Torrance se manifiesta gradualmente en el espacio aislado del Overlook Hotel, que actúa como un espejo de su desintegración psicológica. La casa en «Haunted», similarmente, se convierte en una arena para la batalla interna del protagonista, con los fantasmas sirviendo como metáforas de conflictos internos. En ambos casos, los edificios son más que meros fondos; son participantes activos en la trama, ampliando el sentido de encierro y reflejando la desconexión entre los personajes y su entorno. La elección de este recurso no solo rinde homenaje a un clásico,
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Jordirozsa
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7
13 de marzo de 2024
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Sin duda, Malcom McDowell, uno de los últimos grandes de su generación, actor antes que estrella; intérprete antes que bufón de masas; persona antes que fenómeno mediático; procedente de los escenarios británicos, conocidísimo por su gran actuación en «Calígula» o «Time after Time» (1979), de Nicholas Meyer, es quien sostiene el peso de esta película.

Aporta a la cinta una inusitada frescura. Una inusual y hasta simpática fotografía de un «refinado» asesino en serie, que hará todo lo que esté en su mano para salirse con la suya, indemne de sus crímenes, pero a la vez con un atisbo muy sutil de remordimiento, que cae por su propio peso, desde la perspectiva del narrador, que es su personaje. En este sentido nos puede hacer evocar a otros personajes suyos como el de la «Naranja Mecánica», dirigida antaño por el gran Kubrick, en la que se entremezclan no pocas tonalidades y matices de personalidad en un mismo personaje, colorido por un rico cromatismo de emociones y contradicciones morales.

No estamos hablando de la clásica sobrecogedora figura del asesino, desde el puro terror, como podríamos ver en la atormentada y trágica figura del Norman Bates de Anthony Perkins. McDowell confiere a su personaje un punto ácido, socarrón... que busca intencionadamente (como narrador de su propia historia) la empatía de la parte más «gamberra» del propio espectador. Algo magistralmente conseguido en su papel de «Calígula», una figura muy impopular en determinados momentos de la historia. El emperador «asesino», que sin embargo y paradójicamente, se convierte en un icono de la libertad sexual. Un actor que siempre, o casi siempre, ha logrado imprimir este carácter poliédrico. Su poderoso magnetismo, su carisma, su característica fisionomía, marcada por su mirada saltona, burlona, locuela..., no constituye en sí una emergencia acaparadora, ni se erige con espurios divismos como el que rozan en algunas de sus interpretaciones, bordeando el histrionismo estrafalario, otros actores como Joaquín Phoenix. McDowell se mantiene en su posición, en su plano; y si otros elementos de factura no brillan más, no es porque él los eclipse; por si mismos, son incapaces de estar a su altura.

Para una obra que se podría ejecutar perfectamente en formato teatral, la dirección de arte de Shelley Bolton recrea un set en Alaska, tan frío y oscuro como el alma del protagonista. La ambientación que envuelve los acontecimientos, sombría, cruda e implacable, es una metáfora del interior de la psique de Dexter Miles, pero desde la perspectiva del confort interior.
Relativo, pues uno se siente menos seguro imaginándose al lado del barbero, en su casa o en su propio negocio, que en el propio exterior helado. Lo cual sugiere e invita a intuir más tiniebla, frío y crudeza que las propias escenas exteriores.

Las condiciones climáticas de la época del año en la que se desarrolla la acción son esenciales, junto a los siempre reducidos espacios que define el cinematógrafo Adam Sliwinski en sus encuadres, marcando en su paleta de colores ese agudo contraste resultante de la perspectiva marcada por la ambientación. Situando a los personajes y los eventos que viven prácticamente al lado del peligro. Como si hubiéramos dejado a unas cuantas personas encerradas en un salón, con un león hambriento entre ellas.
Al tiempo que esta definición de coordenadas difunde la experiencia de los personajes a la posición del espectador, es uno de los principales elementos que condicionan., definen y justifican el rumbo de los acontecimientos que tendrán lugar ahí. Una especie de laberinto de ratas, cuya funcionalidad y relativamente buen diseño quedan patentes desde el momento en el que la inclusión de un elemento externo a este viciado ecosistema, el agente federal Crawley (Garwin Sanford), que vendrá a investigar los asesinatos cometidos, quedará atrapado dentro de la estructura, transformándose y evolucionando, acorde con esos sofocantes parámetros que nos predetermina el set.

La época Navideña añade la guinda, para avivar hasta el extremo la percepción de frialdad antisocial del homicida; ni lo que supone la celebración de tan entrañables fiestas consigue mitigar la despiadada realidad de los crímenes. Ni la abundante nieve del invierno polar podrá ocultarlos.

El punto álgido, el culmen de la tragedia es que la atmósfera representada justifica el desencadenamiento de las miserias acaecidas en el remoto y aislado páramo de Revelstoke.
Lo novedoso, diferente, creativo, único, idiosincrático..., es que en este crisol, lo maligno se teje, no a base de efectos ni despliegues de estética gótica. El horror del crimen no está explicitado en el carácter, el estilo ni el contenido; al contrario, permanece sibilinamente oculto como un ávido depredador, bajo una capa de amabilidad, simpatía y sencillez que inevitablemente, y en contra de lo que desearía el actor (no sólo el principal; no nos engañemos, todos acabarán siendo víctimas de sí mismos), fuerza el motor de estas dinámicas.

Peter Allen se lo juega todo a una sola carta en el plano diegético: para envolver esta enfermiza esencia del protagonista, utiliza «excerpts» de piezas clásicas. Un retrato del «psicópata refinado», que nos puede recordar aquellas escenas en las que el Dr.Lecter está literalmente flambeando en el «grill» pedazos de cerebro de una de sus víctimas mientras escucha música para piano. Así como villancicos, arreglados por el propio Allen, para acentuar la contradicción entre el espíritu navideño y lo que está sucediendo.
La música original extradiegética podría haber potenciado enormemente el impacto emocional de la experiencia narrativa y su tesis, pero se queda reducida prácticamente a la nada.

Por exceso de confianza en el talento y el currículo de McDowell, o simplemente porque faltaba café en el set de rodaje, Michael Bafaro se antoja detrás de la cámara como una suerte de huevón indolente, al que le da pereza incluso decir "corten"...
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Jordirozsa
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7
12 de marzo de 2024
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«La Octava Noche» (2021), de Kim Tae-hyung, es otro de estos platos surcoreanos raros, mal etiquetado. El supuesto perfil de terror con el que se le atribuye una adscripción a un género, queda no poco diluido en la vereda de lo simplemente «cine fantástico», y su tono épico, por no decir el formato «cómic», concretamente «manga», con el que se sirve esta exótica ensalada. Sin olvidar, claro, que todos los productos como este, en los estantes de Netflix son como las verduras en. un supermercado: por guays y exóticas que parezcan, igual que las locales, saben todas a pepino.

La película no deja de adoptar una anatomía y fisiología de «Bola de Dragón»; un híbrido de «anime» japo con esos interminables dramones (que no dragones) épicos chinos, que el más corto no baja de las dos horas y media. El esquema es bastante sencillo de entender: el japo idea, el chino fabrica, y el coreano.... (el del sur, porque los del norte están en su particular inopia del pleistoceno comunista)... simplemente, copia.

La influencia de plataformas como Netflix en la distribución y producción de contenido global ha sido notable, ofreciendo a las producciones de diferentes países una audiencia más amplia pero también introduciendo cierta presión hacia la accesibilidad y la apelación a un público diverso. Esto puede llevar a una neutralización de contenidos específicos, intentando hacerlos más digeribles para audiencias globales, lo que desvirtúa elementos únicos o peculiares de la narrativa o estilo original.

De hecho, dichas plataformas, bajo el pretexto de la diversidad y otras chorradas varias, propias del buenismo postmoderno (que implican decoro y sazonamiento de todo «course» con interracialidad, «varieté» sexual y mujeres «empoderadas»), lo único que buscan es un molde único, el «café para todos», que se pueda lanzar como churros a un mínimo coste para un público aborregado y servil en estas cuestiones. Como árbitros del mercado del entretenimiento (para llenarse los bolsillos, como todo «quisqui») lo hacen de puta madre, en este sentido; pero su visión del arte y del cine, es el que pueda tener un gato de su sombra.

A pesar de toda la bobalicona y sobreimpuesta diatriba sobre la interculturalidad y esas payasadas políticamente correctas, lo cierto es que los «correanos», muy zorros y correosos (valga la redundancia), cogen lo que les sale del nabo (no indiscriminadamente, sino que los muy peseteros ya saben lo que se hacen) de uno y otro mundo, estilo o índole, para endosarnos (como pepino por donde más escuece) con la debida dosis de vaselina, su «dulzón» producto que, como las «chuches», tiene mucho colorido y azúcar, pero no es más que eso... para caries severa del mundo del cine como entretenimiento y como arte.
«Pa’» que me entiendan ustedes, mis queridos, sufridos e inteligentes lectores, no se fíen ustedes de un restaurante griego regentado por turcos.

Mis amigos y familiares agricultores, saben mejor que yo, que lo que triunfa ahora en el mercado son esas creaciones (incluso a veces manipuladas genéticamente), que tienen las fortalezas de la versatilidad (y por ende adaptabilidad) ambiental, teóricamente pues, menores costes de producción, ideales para esa "gran bolsa" de consumidores intolerantes a varias cosas (siempre he pensado que quien sea intolerante a la lactosa, simplemente, no tome leche, joder, en vez de recurrir a los «light» de dudosa eficacia sucedánea, y potencialmente cancerígenos por manipulación en la nebulosa y viscosa cadena de producción y conservación alimenticia). Y así tenemos a estos pomelos enanos en las plataformas, que ni pinchan ni cortan, aptos pues para «todos los públicos», mezcla de «mandarines» del continente, y limones (o limas), aderezados con jengibre para sushi, del archipiélago nipón (no olvidemos que, al fin y al cabo, los coreanos, los hijos de Manchuria, no dejan de ser ellos mismos un híbrido en el que ha cuajado a las mil maravillas el experimento globalizador del actual neoliberalismo, basado en la producción y el consumo salvajes).

Total, que como el auténtico y genuino «picante» no sienta bien a todos, y comer «pez globo» es un riesgo para algunos, nuestros chicos han elaborado una receta que, empezando ya por los efectos, pierde toda esa autenticidad que tenían antaño los elaborados, artísticos, sugerentes y extraordinarios maquillajes que usaban los actores de teatro del extremo Oriente para decir en sus obras mudas (o casi mudas), todo aquello en lo que la palabra nada tenía que decir; por contra, tenemos esa pretenciosa elaboración de efectos digitales (hechos por supuestos artesanos del CGI que imaginan al espectador en su butaca, en pañales y con chupete), que no son nada del otro mundo (la analogía de décadas anteriores resultaría mucho más auténtica en comparación), y vendidos a precio de oro por sus artífices.

Ello me reafirma en la hipótesis de que se espera que la audiencia se rinda a esos alardes de efectismo, refiriendo de nuevo a las ya mencionadas producciones del anime «manga». Visionarlas era más parecido a una sesión de hipnosis a base de efectos lumínicos y cromáticos en las supuestas escenas de luchas y despliegue de super poderes por parte de los héroes, o a una insufrible noche en una «disco tecno», que al auténtico desarrollo de una historia con cabeza y pies.
En el puchero caldoso de Kim Tae-hyung, bajo la fallida pretensión de maquillar (nunca mejor hallada la redundancia) con exhibicionismo digital, los tópicos y trillados contenido y forma del cine asiático (sin ya ponerle el cognomen de terror), hallaremos los clásicos ingredientes de la receta: elementos simbólicos, legendarios y folklóricos en el sustrato contextualizador (tan mal planteados y/o explicados como ejecutados, en un guion lo más parecido a una montaña rusa); sincretismo mitológico oriental; y una «performance» de fuegos artificiales después de un tedioso intento de desarrollar una enrevesada trama, para lo que se emplean no pocas vueltas de metraje.
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Jordirozsa
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6
23 de febrero de 2024
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Una de las preguntas que me hago, es si la gran cantidad de críticas habría sido tal, de haber sido otro el que hubiera estado detrás de la cámara. Asimismo, y por ende, me pregunto también si la jugada de la «apuesta a caballo ganador» que hicieron los de la Blumhouse (cinco millones de mortadelos por casi setenta de beneficios), habría resultado en jugada tan perfecta de no haber sido el hindú que «en ocasiones ve muertos», quien hubiera tenido a su cargo las riendas de este peculiar proyecto.

Sin pretender hacer afirmación categórica alguna al respecto, ¿hasta qué punto, los altibajos artísticos, comerciales..., atribuidos al cineasta revelación del suspense, de las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI, como máximo y único responsable, forman parte del entresijo publicitario y comercial de las productoras que están detrás de todas las películas que él ha dirigido?

En esta tesitura, podremos admitir el efecto «coge fama y acuéstate». Como en cualquier otro contexto en el que se da el fenómeno «fan», aunque pueda parecer que críticos, «seguidores» de la carrera de Shyamalan, y público en general, puedan tener la sartén por el mango, los de la «farándula» saben usarlo para guiar a todas estas comunidades consteladas a la consecución de sus intereses: todo el engranaje de producción en su objetivo final de sacar tajada de lo que se hable de un «talento» o «estrella». Lo que manda es el pecunio. Al fin y al cabo, Shyamalan es un ser humano que a final de mes espera sus cheques para pagar facturas y llenar la cesta de la compra.
Nada más lejos de la casualidad, el que en el caso de «The Visit» (2015), los de la «Blum» hayan sido capaces de «convertir piedras en panes». En los «pavos» del tique del cine, no sólo va la entrada, sino también el que podamos rajar o ensalzar el producto (muchas veces en aras al fetichismo profesado al chivo de turno, aquí Shyamalan), en conversaciones o escritos, y así también contribuir «voluntariosamente» a la promoción que requiere la cinta para seguir su proceso de «engorde fácil», a lo pollo de granja, método con el que ahora se trabaja incluso en la industria del entretenimiento.

Shyamalan, maestro en mezclar humor y terror, nos lleva más allá del entretenimiento convencional, jugando con nuestra percepción como un gato con su presa. Su cine, un equilibrio perfecto entre especias narrativas y personajes inusuales, se asemeja a la cocina de sus raíces, donde la familiaridad y el arte se fusionan en platos simples pero profundamente complejos. Evoca tanto risas como escalofríos, recordándonos que el verdadero arte trasciende las etiquetas fáciles como «comedia de terror». Se enfrenta a nuestras expectativas, invitándonos a apreciar la singularidad de su obra. Su habilidad para entrelazar lo cotidiano con lo surrealista refleja una crítica social y una exploración de la alienación familiar, demostrando que incluso en el terror, hay espacio para la reflexión.

Evitando el cliché del «found footage», sumerge al espectador en la experiencia de dos niños visitando a sus desconocidos abuelos, creando una conexión intensa sin recurrir a temblores de cámara ni oscuridad excesiva. Este enfoque nos hace parte de un relato que crece en tensión hasta un clímax sin exageraciones, manteniendo la inmersión aunque sepamos que es ficción. Al alejarse de técnicas desorientadoras, nos ofrece una ventana clara a su mundo, mezclando con maestría el misterio y el drama familiar, y nos invita a degustar su guiso narrativo, recordándonos que el arte verdadero supera la simple expectación. Se permite el uso de la «cámara subjetiva» a un nivel tan aceptable para la inmersión del espectador, como mínimamente verosímil y creíble desde el manejo de la tecnología por parte de los críos.

Una de las virtudes que tenemos que destacar, es el constante ritmo hacia la acelerada escena de resolución. Son cada vez menos, los espacios de respiro que nos conceden, primero más prolongados, en el proceso de alternancia del que participan, no sólo la acción, sino también la composición de las atmósferas: una diurna, con pálida iluminación en paisajes nevados, pero con algún susto puntual de tipo «falsa alarma» (menos en la secuencia de «el escondite»). Frente a la construcción de los espacios nocturnos en el interior de la casa, donde se va desarrollando el germen del esperado delirio intuitivo. Episodios perfectamente delimitados desde las 9:30 pm (veremos si esto no es una alegoría de la hora a la que tendrían que estar en la cama todos los «churumbos» del mundo mundial en sus casas, y que Shyamalan recuerda a los papis que les permiten estar hasta las tantas, en una ácida crítica al modo actual de criar a los peques).

Este contraste de atmósfera no solo pretende meternos más de lleno en el plano de la realidad desde la primera persona de los muchachos, sino que nos hace partícipes de la construcción que hacen de su mundo.
Este acento en los contrastes también constituye en sí mismo una expresión psíquica (y artísticamente metafórica) de la realidad subjetiva de una mente psicótica, como si nos quisiera meter también en la propia vivencia desquiciada de los abuelos.

Así, todos aquellos «feligreses» que invocan el regreso del «Sexto Sentido» (1999) pueden comprobar que lo que dio de sí el realizador en aquella ya lejana cinta, es sólo una untada de mantequilla en rebanada, comparado con lo que puede hacer en un «laboratorio» controlado por él mismo, recreando espacios sobrecogedores e historias que, sin estar dirigirlas él, aguantan por si solas; aquí estoy hablando de «Devil» (2010), dirigida por John Dowdle, y libreto de Brian Nelson, sobre una historia escrita por el propio Shyamalan, donde nos demuestra lo tan siniestra en su esencia, como bien construida que puede llegar a ser una historia del hindú.

En «The Visit», sobre el andamio de una trama simple, pero trabajada con precisión de relojero y cariño de orfebre, y sin ninguna necesidad de exagerar los efectos,
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Jordirozsa
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