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Voto de Jordirozsa:
7
12 de marzo de 2024
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«La Octava Noche» (2021), de Kim Tae-hyung, es otro de estos platos surcoreanos raros, mal etiquetado. El supuesto perfil de terror con el que se le atribuye una adscripción a un género, queda no poco diluido en la vereda de lo simplemente «cine fantástico», y su tono épico, por no decir el formato «cómic», concretamente «manga», con el que se sirve esta exótica ensalada. Sin olvidar, claro, que todos los productos como este, en los estantes de Netflix son como las verduras en. un supermercado: por guays y exóticas que parezcan, igual que las locales, saben todas a pepino.
La película no deja de adoptar una anatomía y fisiología de «Bola de Dragón»; un híbrido de «anime» japo con esos interminables dramones (que no dragones) épicos chinos, que el más corto no baja de las dos horas y media. El esquema es bastante sencillo de entender: el japo idea, el chino fabrica, y el coreano.... (el del sur, porque los del norte están en su particular inopia del pleistoceno comunista)... simplemente, copia.
La influencia de plataformas como Netflix en la distribución y producción de contenido global ha sido notable, ofreciendo a las producciones de diferentes países una audiencia más amplia pero también introduciendo cierta presión hacia la accesibilidad y la apelación a un público diverso. Esto puede llevar a una neutralización de contenidos específicos, intentando hacerlos más digeribles para audiencias globales, lo que desvirtúa elementos únicos o peculiares de la narrativa o estilo original.
De hecho, dichas plataformas, bajo el pretexto de la diversidad y otras chorradas varias, propias del buenismo postmoderno (que implican decoro y sazonamiento de todo «course» con interracialidad, «varieté» sexual y mujeres «empoderadas»), lo único que buscan es un molde único, el «café para todos», que se pueda lanzar como churros a un mínimo coste para un público aborregado y servil en estas cuestiones. Como árbitros del mercado del entretenimiento (para llenarse los bolsillos, como todo «quisqui») lo hacen de puta madre, en este sentido; pero su visión del arte y del cine, es el que pueda tener un gato de su sombra.
A pesar de toda la bobalicona y sobreimpuesta diatriba sobre la interculturalidad y esas payasadas políticamente correctas, lo cierto es que los «correanos», muy zorros y correosos (valga la redundancia), cogen lo que les sale del nabo (no indiscriminadamente, sino que los muy peseteros ya saben lo que se hacen) de uno y otro mundo, estilo o índole, para endosarnos (como pepino por donde más escuece) con la debida dosis de vaselina, su «dulzón» producto que, como las «chuches», tiene mucho colorido y azúcar, pero no es más que eso... para caries severa del mundo del cine como entretenimiento y como arte.
«Pa’» que me entiendan ustedes, mis queridos, sufridos e inteligentes lectores, no se fíen ustedes de un restaurante griego regentado por turcos.
Mis amigos y familiares agricultores, saben mejor que yo, que lo que triunfa ahora en el mercado son esas creaciones (incluso a veces manipuladas genéticamente), que tienen las fortalezas de la versatilidad (y por ende adaptabilidad) ambiental, teóricamente pues, menores costes de producción, ideales para esa "gran bolsa" de consumidores intolerantes a varias cosas (siempre he pensado que quien sea intolerante a la lactosa, simplemente, no tome leche, joder, en vez de recurrir a los «light» de dudosa eficacia sucedánea, y potencialmente cancerígenos por manipulación en la nebulosa y viscosa cadena de producción y conservación alimenticia). Y así tenemos a estos pomelos enanos en las plataformas, que ni pinchan ni cortan, aptos pues para «todos los públicos», mezcla de «mandarines» del continente, y limones (o limas), aderezados con jengibre para sushi, del archipiélago nipón (no olvidemos que, al fin y al cabo, los coreanos, los hijos de Manchuria, no dejan de ser ellos mismos un híbrido en el que ha cuajado a las mil maravillas el experimento globalizador del actual neoliberalismo, basado en la producción y el consumo salvajes).
Total, que como el auténtico y genuino «picante» no sienta bien a todos, y comer «pez globo» es un riesgo para algunos, nuestros chicos han elaborado una receta que, empezando ya por los efectos, pierde toda esa autenticidad que tenían antaño los elaborados, artísticos, sugerentes y extraordinarios maquillajes que usaban los actores de teatro del extremo Oriente para decir en sus obras mudas (o casi mudas), todo aquello en lo que la palabra nada tenía que decir; por contra, tenemos esa pretenciosa elaboración de efectos digitales (hechos por supuestos artesanos del CGI que imaginan al espectador en su butaca, en pañales y con chupete), que no son nada del otro mundo (la analogía de décadas anteriores resultaría mucho más auténtica en comparación), y vendidos a precio de oro por sus artífices.
Ello me reafirma en la hipótesis de que se espera que la audiencia se rinda a esos alardes de efectismo, refiriendo de nuevo a las ya mencionadas producciones del anime «manga». Visionarlas era más parecido a una sesión de hipnosis a base de efectos lumínicos y cromáticos en las supuestas escenas de luchas y despliegue de super poderes por parte de los héroes, o a una insufrible noche en una «disco tecno», que al auténtico desarrollo de una historia con cabeza y pies.
En el puchero caldoso de Kim Tae-hyung, bajo la fallida pretensión de maquillar (nunca mejor hallada la redundancia) con exhibicionismo digital, los tópicos y trillados contenido y forma del cine asiático (sin ya ponerle el cognomen de terror), hallaremos los clásicos ingredientes de la receta: elementos simbólicos, legendarios y folklóricos en el sustrato contextualizador (tan mal planteados y/o explicados como ejecutados, en un guion lo más parecido a una montaña rusa); sincretismo mitológico oriental; y una «performance» de fuegos artificiales después de un tedioso intento de desarrollar una enrevesada trama, para lo que se emplean no pocas vueltas de metraje.
La película no deja de adoptar una anatomía y fisiología de «Bola de Dragón»; un híbrido de «anime» japo con esos interminables dramones (que no dragones) épicos chinos, que el más corto no baja de las dos horas y media. El esquema es bastante sencillo de entender: el japo idea, el chino fabrica, y el coreano.... (el del sur, porque los del norte están en su particular inopia del pleistoceno comunista)... simplemente, copia.
La influencia de plataformas como Netflix en la distribución y producción de contenido global ha sido notable, ofreciendo a las producciones de diferentes países una audiencia más amplia pero también introduciendo cierta presión hacia la accesibilidad y la apelación a un público diverso. Esto puede llevar a una neutralización de contenidos específicos, intentando hacerlos más digeribles para audiencias globales, lo que desvirtúa elementos únicos o peculiares de la narrativa o estilo original.
De hecho, dichas plataformas, bajo el pretexto de la diversidad y otras chorradas varias, propias del buenismo postmoderno (que implican decoro y sazonamiento de todo «course» con interracialidad, «varieté» sexual y mujeres «empoderadas»), lo único que buscan es un molde único, el «café para todos», que se pueda lanzar como churros a un mínimo coste para un público aborregado y servil en estas cuestiones. Como árbitros del mercado del entretenimiento (para llenarse los bolsillos, como todo «quisqui») lo hacen de puta madre, en este sentido; pero su visión del arte y del cine, es el que pueda tener un gato de su sombra.
A pesar de toda la bobalicona y sobreimpuesta diatriba sobre la interculturalidad y esas payasadas políticamente correctas, lo cierto es que los «correanos», muy zorros y correosos (valga la redundancia), cogen lo que les sale del nabo (no indiscriminadamente, sino que los muy peseteros ya saben lo que se hacen) de uno y otro mundo, estilo o índole, para endosarnos (como pepino por donde más escuece) con la debida dosis de vaselina, su «dulzón» producto que, como las «chuches», tiene mucho colorido y azúcar, pero no es más que eso... para caries severa del mundo del cine como entretenimiento y como arte.
«Pa’» que me entiendan ustedes, mis queridos, sufridos e inteligentes lectores, no se fíen ustedes de un restaurante griego regentado por turcos.
Mis amigos y familiares agricultores, saben mejor que yo, que lo que triunfa ahora en el mercado son esas creaciones (incluso a veces manipuladas genéticamente), que tienen las fortalezas de la versatilidad (y por ende adaptabilidad) ambiental, teóricamente pues, menores costes de producción, ideales para esa "gran bolsa" de consumidores intolerantes a varias cosas (siempre he pensado que quien sea intolerante a la lactosa, simplemente, no tome leche, joder, en vez de recurrir a los «light» de dudosa eficacia sucedánea, y potencialmente cancerígenos por manipulación en la nebulosa y viscosa cadena de producción y conservación alimenticia). Y así tenemos a estos pomelos enanos en las plataformas, que ni pinchan ni cortan, aptos pues para «todos los públicos», mezcla de «mandarines» del continente, y limones (o limas), aderezados con jengibre para sushi, del archipiélago nipón (no olvidemos que, al fin y al cabo, los coreanos, los hijos de Manchuria, no dejan de ser ellos mismos un híbrido en el que ha cuajado a las mil maravillas el experimento globalizador del actual neoliberalismo, basado en la producción y el consumo salvajes).
Total, que como el auténtico y genuino «picante» no sienta bien a todos, y comer «pez globo» es un riesgo para algunos, nuestros chicos han elaborado una receta que, empezando ya por los efectos, pierde toda esa autenticidad que tenían antaño los elaborados, artísticos, sugerentes y extraordinarios maquillajes que usaban los actores de teatro del extremo Oriente para decir en sus obras mudas (o casi mudas), todo aquello en lo que la palabra nada tenía que decir; por contra, tenemos esa pretenciosa elaboración de efectos digitales (hechos por supuestos artesanos del CGI que imaginan al espectador en su butaca, en pañales y con chupete), que no son nada del otro mundo (la analogía de décadas anteriores resultaría mucho más auténtica en comparación), y vendidos a precio de oro por sus artífices.
Ello me reafirma en la hipótesis de que se espera que la audiencia se rinda a esos alardes de efectismo, refiriendo de nuevo a las ya mencionadas producciones del anime «manga». Visionarlas era más parecido a una sesión de hipnosis a base de efectos lumínicos y cromáticos en las supuestas escenas de luchas y despliegue de super poderes por parte de los héroes, o a una insufrible noche en una «disco tecno», que al auténtico desarrollo de una historia con cabeza y pies.
En el puchero caldoso de Kim Tae-hyung, bajo la fallida pretensión de maquillar (nunca mejor hallada la redundancia) con exhibicionismo digital, los tópicos y trillados contenido y forma del cine asiático (sin ya ponerle el cognomen de terror), hallaremos los clásicos ingredientes de la receta: elementos simbólicos, legendarios y folklóricos en el sustrato contextualizador (tan mal planteados y/o explicados como ejecutados, en un guion lo más parecido a una montaña rusa); sincretismo mitológico oriental; y una «performance» de fuegos artificiales después de un tedioso intento de desarrollar una enrevesada trama, para lo que se emplean no pocas vueltas de metraje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Lo más fascinante es que tal despliegue en factura (efectos, fotografía y banda sonora) no es más que el envoltorio deL despiporre narrativo, que simplificado o reducido no tiene más chicha o miga que el simple cuento de Pulgarcito (otra metáfora, «pa’» que me entiendan).
Se comprende la estrategia de rizar el rizo a la trama, con el claro interés de mantener la tensión y la atención del espectador, pero no hasta el punto de que la película parezca una puñetera escarola.
Ello hace faltos de credibilidad, incluso a los protagonistas, sobre todo en el caso de nuestro joven monje budista (por otro lado, guapísimo como él solo... ) que ha hecho voto de silencio, convertido al final en simple vasija del Mal Apocalíptico que amenaza con dar al traste con el Mundo, por cumplirse la profecía con la que se sirve el no menos liado aperitivo de la presentación, con el «trenecillo» de las posesiones.
El elongado guion (estirado como una de esas salchichas a las que llamamos «picha perro»), si bien apunta a algunos interesantes focos de desarrollo de las «personae dramaticae», neglige en su completa evolución, de modo que nos pueden resultar increíblemente irreconocibles, poco antes de bajarse el telón.
La sensación experiencial o vivencial puede ser como la de estar ante un director que sube a la palestra sin haberse estudiado bien la pieza sinfónica a dirigir, que altera tempos y añade rubatos para esconder u ocultar su torpeza, y termina con un gran "chin-pon", para, por lo menos él, creerse que ha logrado escurrir el bulto.
En este sentido, el montaje de las pocas cosas que se pueden salvar de este «flick» por su, por lo menos, intento de remendar los descosidos de un traje que, a pesar de irle grande al equipo de producción en pleno, queda al final bastante deshilachado.
Los valores y contravalores, como en toda historia basada en elementos de la imaginería popular, se queda en una serie de moralejas que, si bien no pueden faltar en lo subliminal (más o menos trabajado) de todo filme de estas características, quedan completamente diluidas en una acrobacia de relativismo moral, terreno al que parecerá que se nos intentará arrastrar.
Otro elemento positivo que se podría destacar en el armado de este pifostio, es el hecho de que, en no pocas ocasiones, los diálogos dejan sabiamente lugar a las miradas y al silencio, sarcástica y perfectamente figurado en ese voto de silencio al que se sometió voluntariamente el joven «frater» budista, protagonista a pares con el veterano monje exorcista, lo que le da al asunto un curioso toque especiado de «buddy film».
El mimo y cariño que el monje expresa con el muchacho, comprándole vestido (las bambas) y comida, que contrasta con la naturaleza arisca del carácter del viejo, aporta un nivel de multidimensionalidad a la relación entre ambos; esa relación maestro-pupilo, padre-hijo.... a la vez que un toque de realismo dramático a una cinta que navega peligrosamente entre el horror, la fantasía y puntos sospechosamente abundantes de humor negro.
Este toque de realismo dramático no solo sirve para desarrollar los personajes y sus relaciones de manera más completa, sino que también proporciona un contrapeso a los elementos más fantásticos o sobrenaturales de la trama. Al anclar la historia en emociones y experiencias reconocibles, la película puede explorar sus temas más audaces o extravagantes sin perder la conexión con el espectador.
En definitiva, un pastiche que no termina a emulsionar, al que nos tienen ya bastante acostumbrados el cine coreano, «deo gratias» bastante diluido por la neutralidad impuesta del «netflis», pero que no puede esconder ese «mezclaíllo» de olores, entre el desodorante y la peste a sobaco.
Los fans del «Son Goku» ese (sentido D.E.P. a su reciente desaparecido autor), es posible que encuentren potable esta propuesta... los demás quedan advertidos: pueden volverse «amarillos», no porque les esté poseyendo un «espíritu» chino, coreano o japonés, sino de ictericia.
Se comprende la estrategia de rizar el rizo a la trama, con el claro interés de mantener la tensión y la atención del espectador, pero no hasta el punto de que la película parezca una puñetera escarola.
Ello hace faltos de credibilidad, incluso a los protagonistas, sobre todo en el caso de nuestro joven monje budista (por otro lado, guapísimo como él solo... ) que ha hecho voto de silencio, convertido al final en simple vasija del Mal Apocalíptico que amenaza con dar al traste con el Mundo, por cumplirse la profecía con la que se sirve el no menos liado aperitivo de la presentación, con el «trenecillo» de las posesiones.
El elongado guion (estirado como una de esas salchichas a las que llamamos «picha perro»), si bien apunta a algunos interesantes focos de desarrollo de las «personae dramaticae», neglige en su completa evolución, de modo que nos pueden resultar increíblemente irreconocibles, poco antes de bajarse el telón.
La sensación experiencial o vivencial puede ser como la de estar ante un director que sube a la palestra sin haberse estudiado bien la pieza sinfónica a dirigir, que altera tempos y añade rubatos para esconder u ocultar su torpeza, y termina con un gran "chin-pon", para, por lo menos él, creerse que ha logrado escurrir el bulto.
En este sentido, el montaje de las pocas cosas que se pueden salvar de este «flick» por su, por lo menos, intento de remendar los descosidos de un traje que, a pesar de irle grande al equipo de producción en pleno, queda al final bastante deshilachado.
Los valores y contravalores, como en toda historia basada en elementos de la imaginería popular, se queda en una serie de moralejas que, si bien no pueden faltar en lo subliminal (más o menos trabajado) de todo filme de estas características, quedan completamente diluidas en una acrobacia de relativismo moral, terreno al que parecerá que se nos intentará arrastrar.
Otro elemento positivo que se podría destacar en el armado de este pifostio, es el hecho de que, en no pocas ocasiones, los diálogos dejan sabiamente lugar a las miradas y al silencio, sarcástica y perfectamente figurado en ese voto de silencio al que se sometió voluntariamente el joven «frater» budista, protagonista a pares con el veterano monje exorcista, lo que le da al asunto un curioso toque especiado de «buddy film».
El mimo y cariño que el monje expresa con el muchacho, comprándole vestido (las bambas) y comida, que contrasta con la naturaleza arisca del carácter del viejo, aporta un nivel de multidimensionalidad a la relación entre ambos; esa relación maestro-pupilo, padre-hijo.... a la vez que un toque de realismo dramático a una cinta que navega peligrosamente entre el horror, la fantasía y puntos sospechosamente abundantes de humor negro.
Este toque de realismo dramático no solo sirve para desarrollar los personajes y sus relaciones de manera más completa, sino que también proporciona un contrapeso a los elementos más fantásticos o sobrenaturales de la trama. Al anclar la historia en emociones y experiencias reconocibles, la película puede explorar sus temas más audaces o extravagantes sin perder la conexión con el espectador.
En definitiva, un pastiche que no termina a emulsionar, al que nos tienen ya bastante acostumbrados el cine coreano, «deo gratias» bastante diluido por la neutralidad impuesta del «netflis», pero que no puede esconder ese «mezclaíllo» de olores, entre el desodorante y la peste a sobaco.
Los fans del «Son Goku» ese (sentido D.E.P. a su reciente desaparecido autor), es posible que encuentren potable esta propuesta... los demás quedan advertidos: pueden volverse «amarillos», no porque les esté poseyendo un «espíritu» chino, coreano o japonés, sino de ictericia.