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Terror. Intriga
Una madre deja a sus dos hijos durante una semana en la remota granja de sus abuelos, en Pensilvania. Los niños descubrirán que la anciana pareja está implicada en algo profundamente inquietante. Película de M. Night Shyamalan ('El sexto sentido') realizada con muy bajo presupuesto. (FILMAFFINITY)
23 de febrero de 2024
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Una de las preguntas que me hago, es si la gran cantidad de críticas habría sido tal, de haber sido otro el que hubiera estado detrás de la cámara. Asimismo, y por ende, me pregunto también si la jugada de la «apuesta a caballo ganador» que hicieron los de la Blumhouse (cinco millones de mortadelos por casi setenta de beneficios), habría resultado en jugada tan perfecta de no haber sido el hindú que «en ocasiones ve muertos», quien hubiera tenido a su cargo las riendas de este peculiar proyecto.
Sin pretender hacer afirmación categórica alguna al respecto, ¿hasta qué punto, los altibajos artísticos, comerciales..., atribuidos al cineasta revelación del suspense, de las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI, como máximo y único responsable, forman parte del entresijo publicitario y comercial de las productoras que están detrás de todas las películas que él ha dirigido?
En esta tesitura, podremos admitir el efecto «coge fama y acuéstate». Como en cualquier otro contexto en el que se da el fenómeno «fan», aunque pueda parecer que críticos, «seguidores» de la carrera de Shyamalan, y público en general, puedan tener la sartén por el mango, los de la «farándula» saben usarlo para guiar a todas estas comunidades consteladas a la consecución de sus intereses: todo el engranaje de producción en su objetivo final de sacar tajada de lo que se hable de un «talento» o «estrella». Lo que manda es el pecunio. Al fin y al cabo, Shyamalan es un ser humano que a final de mes espera sus cheques para pagar facturas y llenar la cesta de la compra.
Nada más lejos de la casualidad, el que en el caso de «The Visit» (2015), los de la «Blum» hayan sido capaces de «convertir piedras en panes». En los «pavos» del tique del cine, no sólo va la entrada, sino también el que podamos rajar o ensalzar el producto (muchas veces en aras al fetichismo profesado al chivo de turno, aquí Shyamalan), en conversaciones o escritos, y así también contribuir «voluntariosamente» a la promoción que requiere la cinta para seguir su proceso de «engorde fácil», a lo pollo de granja, método con el que ahora se trabaja incluso en la industria del entretenimiento.
Shyamalan, maestro en mezclar humor y terror, nos lleva más allá del entretenimiento convencional, jugando con nuestra percepción como un gato con su presa. Su cine, un equilibrio perfecto entre especias narrativas y personajes inusuales, se asemeja a la cocina de sus raíces, donde la familiaridad y el arte se fusionan en platos simples pero profundamente complejos. Evoca tanto risas como escalofríos, recordándonos que el verdadero arte trasciende las etiquetas fáciles como «comedia de terror». Se enfrenta a nuestras expectativas, invitándonos a apreciar la singularidad de su obra. Su habilidad para entrelazar lo cotidiano con lo surrealista refleja una crítica social y una exploración de la alienación familiar, demostrando que incluso en el terror, hay espacio para la reflexión.
Evitando el cliché del «found footage», sumerge al espectador en la experiencia de dos niños visitando a sus desconocidos abuelos, creando una conexión intensa sin recurrir a temblores de cámara ni oscuridad excesiva. Este enfoque nos hace parte de un relato que crece en tensión hasta un clímax sin exageraciones, manteniendo la inmersión aunque sepamos que es ficción. Al alejarse de técnicas desorientadoras, nos ofrece una ventana clara a su mundo, mezclando con maestría el misterio y el drama familiar, y nos invita a degustar su guiso narrativo, recordándonos que el arte verdadero supera la simple expectación. Se permite el uso de la «cámara subjetiva» a un nivel tan aceptable para la inmersión del espectador, como mínimamente verosímil y creíble desde el manejo de la tecnología por parte de los críos.
Una de las virtudes que tenemos que destacar, es el constante ritmo hacia la acelerada escena de resolución. Son cada vez menos, los espacios de respiro que nos conceden, primero más prolongados, en el proceso de alternancia del que participan, no sólo la acción, sino también la composición de las atmósferas: una diurna, con pálida iluminación en paisajes nevados, pero con algún susto puntual de tipo «falsa alarma» (menos en la secuencia de «el escondite»). Frente a la construcción de los espacios nocturnos en el interior de la casa, donde se va desarrollando el germen del esperado delirio intuitivo. Episodios perfectamente delimitados desde las 9:30 pm (veremos si esto no es una alegoría de la hora a la que tendrían que estar en la cama todos los «churumbos» del mundo mundial en sus casas, y que Shyamalan recuerda a los papis que les permiten estar hasta las tantas, en una ácida crítica al modo actual de criar a los peques).
Este contraste de atmósfera no solo pretende meternos más de lleno en el plano de la realidad desde la primera persona de los muchachos, sino que nos hace partícipes de la construcción que hacen de su mundo.
Este acento en los contrastes también constituye en sí mismo una expresión psíquica (y artísticamente metafórica) de la realidad subjetiva de una mente psicótica, como si nos quisiera meter también en la propia vivencia desquiciada de los abuelos.
Así, todos aquellos «feligreses» que invocan el regreso del «Sexto Sentido» (1999) pueden comprobar que lo que dio de sí el realizador en aquella ya lejana cinta, es sólo una untada de mantequilla en rebanada, comparado con lo que puede hacer en un «laboratorio» controlado por él mismo, recreando espacios sobrecogedores e historias que, sin estar dirigirlas él, aguantan por si solas; aquí estoy hablando de «Devil» (2010), dirigida por John Dowdle, y libreto de Brian Nelson, sobre una historia escrita por el propio Shyamalan, donde nos demuestra lo tan siniestra en su esencia, como bien construida que puede llegar a ser una historia del hindú.
En «The Visit», sobre el andamio de una trama simple, pero trabajada con precisión de relojero y cariño de orfebre, y sin ninguna necesidad de exagerar los efectos,
Sin pretender hacer afirmación categórica alguna al respecto, ¿hasta qué punto, los altibajos artísticos, comerciales..., atribuidos al cineasta revelación del suspense, de las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI, como máximo y único responsable, forman parte del entresijo publicitario y comercial de las productoras que están detrás de todas las películas que él ha dirigido?
En esta tesitura, podremos admitir el efecto «coge fama y acuéstate». Como en cualquier otro contexto en el que se da el fenómeno «fan», aunque pueda parecer que críticos, «seguidores» de la carrera de Shyamalan, y público en general, puedan tener la sartén por el mango, los de la «farándula» saben usarlo para guiar a todas estas comunidades consteladas a la consecución de sus intereses: todo el engranaje de producción en su objetivo final de sacar tajada de lo que se hable de un «talento» o «estrella». Lo que manda es el pecunio. Al fin y al cabo, Shyamalan es un ser humano que a final de mes espera sus cheques para pagar facturas y llenar la cesta de la compra.
Nada más lejos de la casualidad, el que en el caso de «The Visit» (2015), los de la «Blum» hayan sido capaces de «convertir piedras en panes». En los «pavos» del tique del cine, no sólo va la entrada, sino también el que podamos rajar o ensalzar el producto (muchas veces en aras al fetichismo profesado al chivo de turno, aquí Shyamalan), en conversaciones o escritos, y así también contribuir «voluntariosamente» a la promoción que requiere la cinta para seguir su proceso de «engorde fácil», a lo pollo de granja, método con el que ahora se trabaja incluso en la industria del entretenimiento.
Shyamalan, maestro en mezclar humor y terror, nos lleva más allá del entretenimiento convencional, jugando con nuestra percepción como un gato con su presa. Su cine, un equilibrio perfecto entre especias narrativas y personajes inusuales, se asemeja a la cocina de sus raíces, donde la familiaridad y el arte se fusionan en platos simples pero profundamente complejos. Evoca tanto risas como escalofríos, recordándonos que el verdadero arte trasciende las etiquetas fáciles como «comedia de terror». Se enfrenta a nuestras expectativas, invitándonos a apreciar la singularidad de su obra. Su habilidad para entrelazar lo cotidiano con lo surrealista refleja una crítica social y una exploración de la alienación familiar, demostrando que incluso en el terror, hay espacio para la reflexión.
Evitando el cliché del «found footage», sumerge al espectador en la experiencia de dos niños visitando a sus desconocidos abuelos, creando una conexión intensa sin recurrir a temblores de cámara ni oscuridad excesiva. Este enfoque nos hace parte de un relato que crece en tensión hasta un clímax sin exageraciones, manteniendo la inmersión aunque sepamos que es ficción. Al alejarse de técnicas desorientadoras, nos ofrece una ventana clara a su mundo, mezclando con maestría el misterio y el drama familiar, y nos invita a degustar su guiso narrativo, recordándonos que el arte verdadero supera la simple expectación. Se permite el uso de la «cámara subjetiva» a un nivel tan aceptable para la inmersión del espectador, como mínimamente verosímil y creíble desde el manejo de la tecnología por parte de los críos.
Una de las virtudes que tenemos que destacar, es el constante ritmo hacia la acelerada escena de resolución. Son cada vez menos, los espacios de respiro que nos conceden, primero más prolongados, en el proceso de alternancia del que participan, no sólo la acción, sino también la composición de las atmósferas: una diurna, con pálida iluminación en paisajes nevados, pero con algún susto puntual de tipo «falsa alarma» (menos en la secuencia de «el escondite»). Frente a la construcción de los espacios nocturnos en el interior de la casa, donde se va desarrollando el germen del esperado delirio intuitivo. Episodios perfectamente delimitados desde las 9:30 pm (veremos si esto no es una alegoría de la hora a la que tendrían que estar en la cama todos los «churumbos» del mundo mundial en sus casas, y que Shyamalan recuerda a los papis que les permiten estar hasta las tantas, en una ácida crítica al modo actual de criar a los peques).
Este contraste de atmósfera no solo pretende meternos más de lleno en el plano de la realidad desde la primera persona de los muchachos, sino que nos hace partícipes de la construcción que hacen de su mundo.
Este acento en los contrastes también constituye en sí mismo una expresión psíquica (y artísticamente metafórica) de la realidad subjetiva de una mente psicótica, como si nos quisiera meter también en la propia vivencia desquiciada de los abuelos.
Así, todos aquellos «feligreses» que invocan el regreso del «Sexto Sentido» (1999) pueden comprobar que lo que dio de sí el realizador en aquella ya lejana cinta, es sólo una untada de mantequilla en rebanada, comparado con lo que puede hacer en un «laboratorio» controlado por él mismo, recreando espacios sobrecogedores e historias que, sin estar dirigirlas él, aguantan por si solas; aquí estoy hablando de «Devil» (2010), dirigida por John Dowdle, y libreto de Brian Nelson, sobre una historia escrita por el propio Shyamalan, donde nos demuestra lo tan siniestra en su esencia, como bien construida que puede llegar a ser una historia del hindú.
En «The Visit», sobre el andamio de una trama simple, pero trabajada con precisión de relojero y cariño de orfebre, y sin ninguna necesidad de exagerar los efectos,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Shyamalan hace discurrir la puesta en escena de los actores con una eficiente naturalidad ante la cámara, hasta límites surrealistas y/o esperpénticos en lo que respecta a sus conductas, sólo en aras a destacar los contrastes. En la fase del desenlace, como en una pieza sinfónica, para marcar el cierre y, si «muy mucho» me apuran con la exageración, para exacerbar la ácida crítica que introduce metafóricamente, en términos de valores sociales.
Las actuaciones de Olivia DeJonge y del australiano Ed Oxenbould (que ya se ha estado espabilando hasta la fecha con algún título interesante), y las de los veteranos Deana Dunagan (abuela) y Peter McRobbie (abuelo), se desarrollan tan eficientemente que hacen naturales y creíbles sus respectivos roles.
A parte tenemos a Kathyrin Kahn. En su efímera aparición es la auténtica narradora de esta pieza que tiene un formato de cuento con moraleja. Quien introduce la historia mandando a los «muñacos» a casa de los abuelos, y pone la guinda dramática del pastel, como postre dulzón que nos quita de la lengua el picante del «pollo madras» que nos ha cocinado Shyamalan.
Una estructura similar a la de «Poltergeist» (1982), pero en vez de estar colocados en la desesperante ubicación de los padres que ven abducida a su hija al «más allá», de donde la tienen que rescatar, aquí sería al revés... nos colocan al lado de los chavales hasta que «despiertan». Una pesadilla en la que se ve todo distorsionado: pues obviamente nadie espera tener unos abuelos como psicópatas asesinos nocturnos, y entrañables de día. Una pesadilla que sirve para reconciliarse con los traumas emocionales provocados por las rupturas y malos rollos familiares. Esta es la parte de «moraleja» del cuento, con la defensa de la familia y su función social como valor, ante el panorama que estamos viviendo (tan actual entonces, en 2015, como ahora... ).
El culmen del desenlace, que nos puede parecer una fumada de cojones (sobre todo por lo del pañal enmierdado en la cara de Tyler), así como todos los elementos de ironía, sarcasmo y humor socarrón, no son otra cosa que la voluntad expresa de devolvernos a la realidad, poniendo el ojo en esta crítica social que denuncia el desmembramiento de la institución familiar, y como estamos creando una sociedad de seres enajenados que no reconocen la «alteridad» (metáfora de la fobia de Becca a los espejos), incluso la de los familiares más cercanos, los agentes de nuestra socialización primaria. Siendo así, no es de extrañar que Tyler se quiera ver «reflejado» en lo que pueda ver en la pantalla, en un canal de «Youtube»... un rapero «influencer», sin más....
Hay aspectos que crujen. Shyamalan se toma su tiempo para querer sacudir al espectador y llevarlo más allá de la simple experiencia de terror, con lo que se le acaba la pista, y a la hora de levantar el avión en el desenlace, le falta potencia, y se le pasa un poco el arroz. Se pone en un filo de navaja que exige un equilibrio muy preciso. Y peca en exceso en el ahorro de recursos, de cara a marcar el pelotazo de taquilla que busca la Blumhouse.
Quiere afinar tanto en este equilibrio de contrastes, que entre zarandeos se pierde impacto emocional. Y algunos huecos en el guion, como lo que no se explique lo suficiente que los chicos tuvieran alguna foto de los abuelos, o de alguna manera no diese esta sensación de que la madre los manda a la casa de estos a pasar unos días como quien se tira un pedo.
Seguramente, esta película no marcará hito en el almanaque del terror, pero por lo menos sirve para podernos evadir de nuestras propias pesadillas y aprender que los cineastas son humanos, y no podemos exigirles la clonación de lo que consideramos sus primigenios «hits».
Si decidimos acompañarlos en sus carreras como «seguidores», hacerlo con comprensión y respeto. Quien quiera ver de nuevo «El Sexto Sentido» o «El Protegido» y su secuela, no tiene más que revisionarlas cuantas veces le apetezca. Nunca lo habíamos tenido tan fácil.
Las actuaciones de Olivia DeJonge y del australiano Ed Oxenbould (que ya se ha estado espabilando hasta la fecha con algún título interesante), y las de los veteranos Deana Dunagan (abuela) y Peter McRobbie (abuelo), se desarrollan tan eficientemente que hacen naturales y creíbles sus respectivos roles.
A parte tenemos a Kathyrin Kahn. En su efímera aparición es la auténtica narradora de esta pieza que tiene un formato de cuento con moraleja. Quien introduce la historia mandando a los «muñacos» a casa de los abuelos, y pone la guinda dramática del pastel, como postre dulzón que nos quita de la lengua el picante del «pollo madras» que nos ha cocinado Shyamalan.
Una estructura similar a la de «Poltergeist» (1982), pero en vez de estar colocados en la desesperante ubicación de los padres que ven abducida a su hija al «más allá», de donde la tienen que rescatar, aquí sería al revés... nos colocan al lado de los chavales hasta que «despiertan». Una pesadilla en la que se ve todo distorsionado: pues obviamente nadie espera tener unos abuelos como psicópatas asesinos nocturnos, y entrañables de día. Una pesadilla que sirve para reconciliarse con los traumas emocionales provocados por las rupturas y malos rollos familiares. Esta es la parte de «moraleja» del cuento, con la defensa de la familia y su función social como valor, ante el panorama que estamos viviendo (tan actual entonces, en 2015, como ahora... ).
El culmen del desenlace, que nos puede parecer una fumada de cojones (sobre todo por lo del pañal enmierdado en la cara de Tyler), así como todos los elementos de ironía, sarcasmo y humor socarrón, no son otra cosa que la voluntad expresa de devolvernos a la realidad, poniendo el ojo en esta crítica social que denuncia el desmembramiento de la institución familiar, y como estamos creando una sociedad de seres enajenados que no reconocen la «alteridad» (metáfora de la fobia de Becca a los espejos), incluso la de los familiares más cercanos, los agentes de nuestra socialización primaria. Siendo así, no es de extrañar que Tyler se quiera ver «reflejado» en lo que pueda ver en la pantalla, en un canal de «Youtube»... un rapero «influencer», sin más....
Hay aspectos que crujen. Shyamalan se toma su tiempo para querer sacudir al espectador y llevarlo más allá de la simple experiencia de terror, con lo que se le acaba la pista, y a la hora de levantar el avión en el desenlace, le falta potencia, y se le pasa un poco el arroz. Se pone en un filo de navaja que exige un equilibrio muy preciso. Y peca en exceso en el ahorro de recursos, de cara a marcar el pelotazo de taquilla que busca la Blumhouse.
Quiere afinar tanto en este equilibrio de contrastes, que entre zarandeos se pierde impacto emocional. Y algunos huecos en el guion, como lo que no se explique lo suficiente que los chicos tuvieran alguna foto de los abuelos, o de alguna manera no diese esta sensación de que la madre los manda a la casa de estos a pasar unos días como quien se tira un pedo.
Seguramente, esta película no marcará hito en el almanaque del terror, pero por lo menos sirve para podernos evadir de nuestras propias pesadillas y aprender que los cineastas son humanos, y no podemos exigirles la clonación de lo que consideramos sus primigenios «hits».
Si decidimos acompañarlos en sus carreras como «seguidores», hacerlo con comprensión y respeto. Quien quiera ver de nuevo «El Sexto Sentido» o «El Protegido» y su secuela, no tiene más que revisionarlas cuantas veces le apetezca. Nunca lo habíamos tenido tan fácil.