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España España · Pamplona
Críticas de Asier Gil
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Críticas 85
Críticas ordenadas por utilidad
2
24 de febrero de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ciento quince minutos. Eso dura la eternidad. Ciento quince minutos largos y tediosos que se sufren como un adolescente castigado sin internet. Aunque el mercurio suba casi a 40 grados, pagar ocho euros por dos horas de siesta en una sala fría y oscura parece excesivo. Pero permanecer despierto ante una recopilación de números de 'strippers' masculinos sin ninguna unión entre ellos es un trabajo hercúleo. Al menos, para cualquier varón heterosexual entre los 13 años y la muerte que no conozca otras tabletas que las de chocolate. Steven Soderbergh se adentró en este mundo en el 2012 para indagar en los riesgos de esta profesión, y su 'Magic Mike' representó lo que significa rodar una película con oficio y sin pasión. Pero contaba en el reparto con un Matthew McConaughey camino ya del paraíso cinematográfico. Tres años después, el cineasta estadounidense se quedó en la producción y la fotografía, y pasó el testigo a su asistente habitual, Gregory Jacobs, a quien desde ahora deberíamos llamar 'El perpetrador' tras firmar la autoría de una tortura con reminiscencias a Guantánamo. Por su parte, Channing Tatum aseguró que era capaz de dividir su tiempo y esfuerzo en perfeccionar sus músculos y colaborar en el guion. Seguro que usted, sabio como es, podrá adivinar a qué se dedicó más. Confío en que no emplee 115 minutos para averiguarlo.
La versión XXL del primer filme se sitúa tres años después de que Mike abandonara la vida de 'stripper'. Sus compañeros -a excepción del personaje que interpretaba McConaughey-, lo reclaman para que participe en una convención con la que poner punto final a sus carreras. En el viaje hasta Myrtle Beach, los Reyes de Tampa se encontrarán con antiguas amistades, que les aconsejarán que dejen atrás el pasado para despedirse a lo grande.
La trama ridículamente vacía no dejaba muchas más opciones que apostar por la espectacularidad de los números de 'striptease', intercalados por infantiles diálogos entre hombres que ya deberían haber llegado a la madurez -aunque en ocasiones no lo demuestren- y la aparición de personajes cuya aportación es nula. Sin embargo, Jacobs tampoco se brega por sacar punta al interior de los protagonistas o a las exhibiciones donde decenas de mujeres que empapelan su sentido del ridículo con billetes de dólar dan rienda suelta a sus instintos primarios. Salvo fugaces episodios cómicos que reverdecen la acción y potencian aspectos secundarios -como la amistad dentro del grupo- que deberían haber contado con más espacio para acelerar, la película se entierra viva desde los primeros compases, y en el extenso metraje jamás se atisba el más mínimo intento de abandonar el purgatorio. Las actuaciones de los 'strippers' se salen de los límites del erotismo y acaban rayando lo soez, pero suponen los únicos instantes en los que la labor de dirección pudo imaginar soñar con el aprobado.
Lo mismo le ocurre al reparto, incapaz de asumir el vacío interpretativo dejado por McConaughey. Aunque sea obvio que su sacrificio por lucir pectorales y abdominales esculpidos en piedra fue desmesurado, más evidente resulta que esa labor no merece el más simple de los aplausos. No cuando se valora la profesionalidad de un actor, que va más allá de aprender pasos de baile e ignorar que su rostro puede transmitir sentimientos. Habría que conceder a Tatum la misma oportunidad de redimirse que al ganador del Óscar en el 2014, pero cuesta demasiado perdonar este atentado contra el séptimo arte.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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9
24 de febrero de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Habrá algunos de ustedes que crecieron junto al calor de consignas como “¡Dos hombres entran, uno sale!”, de vidas bombeadas con litros de gasolina, de caminos en el desierto que separaban el seguir respirando de la nada más absoluta, de la velocidad en vena, de películas de serie B que se convertían en filmes de culto. Sepan que George Miller ha regresado. Por mucho que él mismo dijera que el cerdito Babe o que su pingüino de animación eran también Mad Max, no lo crean. Solo Mad Max es Mad Max. Suciedad, polvo, sangre, fuel, una persecución que dura dos horas... Como si quiere durar dos años. Si el australiano necesitó tres décadas para certificar su ascenso a los altares, que Dios lo bendiga. Mad Max era esto: recuperar una saga cerrada en horas bajas con una deriva infantil y propinar un empujón a quienes, como Michael Bay o los subordinados de Marvel, confían a un ordenador el trabajo de un hombre y pervierten el término entretenimiento. Cuando la imagen se funde a negro y el corazón se resiste a acallar el rugido de 15.000 revoluciones por minuto, no se puede más que admitir que lo ha conseguido. Y darle las gracias.
El planeta continúa inmerso en una sociedad apocalíptica en la que el combustible y el agua escasean tanto como los héroes. Max Rockatansky nunca fue uno de ellos, aunque ayudara a tipos perdidos en la inmensidad del desierto movido por un ánimo de venganza contra aquellos que asesinaron a su mujer y a su hijo. En esta ocasión, tras caer preso de un dictador y convertirse en una bolsa de sangre para uno de sus soldados, se verá inmerso en la huida de un grupo de mujeres hastiadas de proporcionar más varones al séquito del tirano.
Miller recupera las mejores sensaciones de su trilogía para filmar una obra maestra de la acción pura y dura. Durante 120 minutos, un camión se encaminará al infinito perseguido por un sinfín de vehículos grotescos que irán explotando para dejar ese reguero de carne quemada tan característico. Gracias a un arduo trabajo de montaje, la velocidad traspasa la pantalla sin que el espectador pierda la paciencia ante un ruido sin sentido. El caos presenta aquí una coreografía perfecta. Un baile de muerte y destrucción con pasos medidos para capturar el aliento sin menospreciar la mente. El cineasta septuagenario se sirve de recursos de las anteriores entregas, como los accidentes estrepitosos o la aceleración de imágenes -que usa en exceso- para dotar a las secuencias de un ritmo endiablado. No hay apenas diálogos, porque en una persecución lo importante se dice encañonando a algún desalmado o a golpe de volante, pero el director emplea los tiempos de transición para reflexionar sobre la redención en un mundo que dejó el perdón olvidado en el arcén de una carretera perdida.
Mejor dejarlo claro: Tom Hardy no es Mel Gibson. Su voz grave y profunda engrandece el espíritu solitario de Mad Max y sus miradas lo colman de indolencia y desesperanza, pero el carisma no viene atado a una chaqueta de cuero. Además, se dejó robar el protagonismo por una Charlize Theron colosal que, auspiciada por un desarrollo mayor de su personaje, se erige como el principal reclamo de una trama simple dentro de una puesta en escena efectista, la verdadera esencia del género. Ojalá todas las sagas renacieran así y más directores alcanzaran el valhalla, el cielo, el paraíso o el gozo sublime dentro de una sala de cine.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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3
14 de enero de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En mitad de una noche estrellada y tras una sesión de pulcros azotes, el multimillonario veinteañero Christian Grey se sienta en un piano de cola en un inmenso salón con una vista panorámica de la ciudad que duerme a sus pies. Toca notas tristes porque vive atormentado e incomprendido; nunca permitirá que nadie atraviese sus sombras y morirá solo, encerrado en una habitación de oscuros deseos en la que no hay más invitados. ¡Qué profundo, qué intrigante, qué melancólico... qué vomitivo! Asusta leer que se vendieron millones de entradas anticipadas para una película marcadamente comercial que deja al público en el mismo escalafón intelectual que aquellos bobos adolescentes que enloquecían con los amoríos infantiles de la saga 'Crepúsculo'.
Toda la parafernalia mediática que proclama a 'Cincuenta sombras de Grey' como una iniciación a la sumisión sexual y al sadomasoquismo oculta en realidad que el filme es un mero drama romántico de una superficialidad apabullante. La protagonista es Anastasia Steele, una joven cándida e inocente -y que, para más inri, es virgen- que por azares del destino conoce a Grey, un magnate que la enamora a base de paseos en helicóptero, coches de lujo y vuelos en aviones sin motor. Pero el voraz empresario no quiere llevarla a cenar ni dormirse a su lado después de acostarse, sino que aspira a que firme un contrato con el que permitirle que la someta en una sala de juegos llena de fustas y látigos, y que la domine en su vida diaria.
La realizadora Sam Taylor-Johnson capitanea la adaptación del inicio de la trilogía de E.L. James con una puesta en escena mediocre, una pésima dirección de actores, un guion trufado de sentencias vergonzosas y un montaje a base de añadir canciones a secuencias irrelevantes. La falta de autenticidad se manifiesta sobre todo en las escenas de sexo, en las que no hay ni una gota de sudor ni una ligera marca en el cuerpo tras los castigos físicos con los que Grey somete a su dócil presa. Todo es limpio, higiénico y aséptico, y la cineasta británica juega con las luces y las sombras para no mostrar nada que amenace su ideal de un erotismo excitante, que acaba por revelarse como blando e irreal, digno de la factoría Disney.
La trama va más allá del ámbito sexual para plasmar la eterna historia de una muchacha ingenua que cae en las redes de un millonario que le planifica la vida y le dicta cómo debe comportarse. Una sumisión completa que a día de hoy se antoja imposible, a no ser que el brillo del oro nublara la vista de la protagonista. Lo peor es que Grey no desea esa conducta obediente por buscar placer sexual, sino que sus necesidades de dominar a otra persona responden a un trauma infantil, con lo que se echa por tierra cualquier intento de ahondar en el sadomasoquismo.
Los elegidos para encarnar a esta inusual pareja fueron Dakota Johnson y Jamie Dornan. La primera aprueba por las justas, ya que muestra el carácter candoroso de su personaje pero flaquea a la hora de dotar de pasión a su rostro. Sin embargo, el trabajo de Dornan debería conllevar varios años de cárcel. No encuadra con el rol de galán ni logra transmitir un ápice de seducción, y lo más grave es que su rostro no esconde todas esas sombras que anuncia el título y que seguramente se desarrollarán en dos próximas películas. Porque aún quedan dos filmes. Vayan asumiéndolo.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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7
6 de enero de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin alma. Sin principios morales. Lleno hasta las trancas de anabolizantes en forma de cursos 'online' de emprendedores. Perdido en la noche como aquel paria al que Scorsese obligaba a cobrar carreras por las calles de Nueva York mientras lo enloquecía para corregir violentamente el sistema. Pero, en este caso, adorador de ese sistema, hijo del capitalismo. Y, como tal, libre de ataduras deontológicas para volar muy arriba en una sociedad que desea despertarse viendo cómo a un tipo corriente le rajaron la garganta al tratar de robarle el coche. Sangre en las pantallas y mermelada en las tostadas. El desayuno de moda que Lou Bloom quiere perpetuar para reclamar el cobro de su sueño americano: un Mustang junto al porche y, en la espalda, la palmadita de sus vecinos por un trabajo bien hecho.
Bloom es un joven sin rumbo que roba metales para subsistir mientras aguarda su momento de gloria. Formado en la red para crear empresas de éxito y con la osadía que le da la falta de escrúpulos, solo necesita la chispa que le indique el camino a seguir para llenarse los bolsillos y volver a ser parte activa de la sociedad. El azar lo podría haber colocado en la venta de preferentes, pero una noche es testigo de un accidente y de cómo unos reporteros cubren la tragedia para vender las imágenes al mejor postor. A partir de ese momento, recorrerá las calles con una cámara y el objetivo de andar siempre un paso por delante, acercándose a las víctimas sin importarle que la sangre le manche la camisa.
Resulta sencillo traspasar una cinta de policía cuando no hay barreras éticas que cruzar. Pero el guionista Dan Gilroy no tiene como fin principal la crítica a la basura del periodismo ni al morbo insaciable de los espectadores. Por ello, su caricatura de la realidad de los telediarios y su máxima del “todo vale por conseguir audiencia” se antoja tan desmesurada. Su encuadre se centra en desarrollar un personaje tremendamente potente, desde unos inicios en los que hace creer al público que Bloom se esfuerza por hacerse un hueco y progresar -sin principios, pero con eficiencia-, hasta escupirle en la cara su locura con la magistral habilidad de despertar el deseo de ver más sangre.
La trama roza el absurdo en ciertos episodios, y por el devenir del protagonista se cruzan personajes irreales, como la agente que intenta desenmascarar su forma de trabajar. Sin embargo, esas máculas se perdonan por la fuerza de un guion candidato al Óscar que radiografía con precisión el interior de un ser humano con el que es imposible empatizar aunque rebosa de atractivo. El humor negro se convierte en el perfecto aliado para asestar la crítica social: hay que tenerlos bien puestos para contratar a un becario cuando no se puede llenar la nevera, y la llamada a seguir los fundamentos del buen periodismo por parte de un miembro de la dirección de los informativos se rebate con un lapidario “tú estás aquí para escribir el tuit del día”.
La fiel recreación de la noche de Los Ángeles, solitaria y oscura como un polígono industrial, y la magnífica actuación de Jake Gyllenhaal -sublime en su parquedad de gestos e inquietante por su dualidad de hombre afable y trastornado- completan las virtudes de un filme independiente que debería figurar en su agenda cinéfila de estas semanas. El infierno se colapsó de solicitudes de ingreso cuando la Academia no incluyó a Gyllenhaal en la lucha por el Óscar; no añadan su nombre a la lista.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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9
18 de diciembre de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El agua empantanada nunca variará su naturaleza. Transcurrirá con lentitud y sin que le afecte el cambio de dirección del viento, y jamás revelará lo que oculta en el fondo, tan solo la suciedad que día tras día deja un ambiente cargado y un calor pesado que impide respirar. Así es el paisaje al que Alberto Rodríguez empuja al espectador en 'La isla mínima'. Y así es la sociedad que bebe de esas aguas: un pueblo anclado en el pasado y en el que sus habitantes esconden vileza y depravación. Un carácter despreciable forjado durante una vida de mirar hacia otro lado ante las injusticias. Ver, callar y encerrarse en sus casas para no convertirse en el siguiente cuerpo frío que aparezca flotando en un agua podrida.
Las marismas del Guadalquivir son el castigo que a principios de los ochenta reciben dos policías expedientados, obligados a abandonar el Madrid de la transición para resolver la desaparición de dos chicas en un enclave aún inmerso en la dictadura y gobernado por el caciquismo y la corrupción. Sus perfiles son incompatibles: uno, rudo y violento, encubre un currículum manchado de sangre durante la represión franquista; y el otro, un joven idealista y esperanzado, trata de preservar sus valores éticos en una democracia todavía incipiente.
El 'thriller' creado por Rodríguez es una obra maestra en la que todos sus aspectos principales brillan por sí solos. Junto a Rafael Cobos, guionista con el que también escribió '7 vírgenes' y 'Grupo 7', teje una trama policial que engancha, al ser el público partícipe de cómo los agentes descubren el fango por el que se mueven los vecinos. El cariz perverso y truculento al que se asoma la historia no le resta realismo, gracias a una narración que evita coger atajos para sustentar la intriga y que desgrana la acción sin dejarse llevar por los recursos típicos del género. El tratamiento de los personajes es, a su vez, sublime. Los dos protagonistas, ambiguos y con variados matices en función de las situaciones, van enseñando sus cartas a medida que avanza la investigación y que la impaciencia, el cansancio y el roce de la muerte se convierten en compañeros de viaje. En el carácter de los habitantes del pueblo y en sus maneras de responder a la presión se perciben además trazas de una brutal autenticidad.
La puesta en escena, otro de los puntales del filme, rebosa de espectacularidad. La fotografía de Álex Catalán, con unas vistas cenitales de las marismas de una gran belleza, es sobrecogedora, al tiempo que la recreación de los interiores de las casas traslada la pobreza de sus gentes y sus deseos de escapar. Con esta base, el realizador español demuestra su habilidad para generar una atmósfera asfixiante que complemente y multiplique las virtudes del guion. La persecución nocturna y el clímax final, con los personajes envueltos en una lluvia ensordecedora, deja sin aliento.
Y, por último, los actores protagonistas bordan su interpretación. Raúl Arévalo da un nuevo paso para demostrar sus dotes más allá de la comedia, aunque su rictus demasiado profundo lo deja lejos del trabajo de Javier Gutiérrez, inmenso en un papel que esconde muchísimo y que desvela lo necesario para convertir a su personaje en un ser real. Nerea Barros, Jesús Castro y, sobre todo, Antonio de la Torre aportan dramatismo y dosis de emoción a una película con la que deshacerse en elogios y recuperar, si alguna vez se había perdido, la confianza en el cine español.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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