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España España · MÁLAGA
Críticas de Pablo
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Críticas 18
Críticas ordenadas por utilidad
7
18 de julio de 2022
10 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dice el más que discutible tópico, que segundas partes nunca fueron buenas. La ciudad es nuestra no es la segunda parte de The Wire, ni si quiera hay una conexión directa. La ciudad es nuestra además, está lejos de ser una mala serie. De hecho es una serie sólida, realista -en el mejor sentido de la palabra- y a ratos, fascinante. La ciudad es nuestra no es-ni lo pretende-, una revisitación nostálgica de The Wire. Dicho lo cual, todo lo que ocurre en la nueva obra de David Simon y George Pelecanos -guionista de The Wire y colaborador habitual de Simon-, recuerda a su insuperable antecesora. Y redundando en la calidad más que suficiente de la serie que nos ocupa, es inevitable que los ecos de The Wire resuenen en pantalla hasta el punto de que a veces, no podamos escuchar lo que la nueva criatura de Simon nos quiere decir.

La nueva serie de HBO MAX, nos cuenta la sórdida historia (basada en hechos reales) de un cuerpo policial de élite creado para combatir la delincuencia en la ciudad de Baltimore, pero que acabo corrompiéndose hasta los huesos. El ascenso y decadencia de este grupo de operaciones especiales se personifica en su líder, el carismático sargento Wayne Jenkins, interpretado por Jon Bernthal. El actor, en la que puede ser su mejor actuación, compone un personaje complejo y contradictorio; carismático, brutal, mentiroso y leal al mismo tiempo. Una persona cerca del trastorno narcisista que ha sida mantenida y fomentada por el sistema.
Como ya es marca de la casa de Simon, la serie no se basa en un solo personaje, sino que un reparto coral formado por intérpretes contrastados -no se pierdan actores que estuvieron en The Wire y que aquí hacen papeles incluso antagónicos- como Jamie Hector o Josh Charles, van desgranando una trama con muchas aristas; la corrupción institucional no solo se expone y se critica, también nos intenta dar las claves de en que contextos se (re)produce y por que serie de mecanismos, basados en intereses particulares, se sostiene y perpetua. Para explicar esto último, la serie da protagonismo a un personaje idealista -interpretado por la actriz Wunmi Mosaku-, que representa la quijotesca lucha contra la represión y corrupción policial, en un entorno donde cualquier atisbo de cambio o mejora requiere atravesar una telaraña de trabas políticas -en el peor sentido de la palabra- , que aunque alcanzándose, solo tendrá carácter cortoplazista, dada la inestabilidad institucional generada por servidores públicos dispuestos a servir sobre todo, a sus propias carreras. Como telón de fondo de todo lo expuesto encontramos las tensiones que genero la muerte de Freddie Gray, a causa de
– como poco- una actuación policial inadecuada; la brecha de clases sociales en Baltimore y la violencia resultante de esta: los negros siguen estando oprimidos y la delincuencia es resultado de proyectos políticos nefastos o que son pura propaganda, tema también pieza capital de la serie.

Reinaldo Marcus Green -director de por ejemplo, El Método Willians- cumple como artesano, al narrar con contención realista todo tipos de escenas esperpénticas que suceden durante la trama. Aquí como en The Wire, lo que importa no es el virtuosismo de un director con ambiciones, sino tratar de respetar el guión -pieza estructural clave de la serie- lo máximo posible, sin florituras estilísticas que lo desvirtuen. A diferencia de The Wire, donde el montaje era líneal, La ciudad es nuestra se vertebra con un montaje paralelo, donde pasado y presente componen un puzzle que se va completando gradualmente. La nueva obra de Simon y Pelecanos hace gala del mejor realismo, aquel que no confunde veracidad con contemplación, sino que es capaz de sintetizar en pocos capítulos un guión -que como el de su obra antecesora también basada en Baltimore-,que tiene más de novela que de escritura cinematográfica. Los personajes, también en consonancia con el estilo realista, no se hacen los complejos a través de diálogos sobre sus problemas o voces en off que los definen y subrayan; se hacen complejos a través de sus actos, pasados y presentes. Su complejidad radica en su evolución o involución no verbalizada, en su manera de nunca ser buenos ni malos. Son personas y no personajes, con sus inherentes contradicciones. Simon nos vuelve a difuminar la línea entre el bien y el mal.


Tanto en virtudes de guion como en cuestión de argumento, es inevitable que la serie nos remita a The Wire: y aquí está el problema. La ciudad es nuestra se muestra deudora del clásico de HBO, pero la nostalgia lo empaña todo y hace que la comparación continua entre las dos series sea ineludible. Cuando dicha comparación se establece, es imposible que el nuevo producto de Simon no se resienta; la trama peca de localista, siendo difícil extrapolar los hechos a otras realidades externas a las de Baltimore -al contrario de The Wire, donde todo era aplicable a cualquier parte-; el estilo perodístico tan marcado de Simon y Pelecanos, que siempre se ha caracterizado como una virtud, tiene ciertos momentos donde resultan gélido, faltándole el hálito poético de su antecesora, que como contrapunto a la frialdad narrativa, nos ofrecía momentos de puro lirismo, evocando a Shakespeare, Dickens o La tragedia griega desde la más cruda actualidad.
Si intentamos olvidar The Wire, quizás encontremos una serie férrea, soberbia a ratos, si no, comprobaremos que es imposible regresar a la que para muchos, es la mejor serie de la historia.
Pablo
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G.E.O. Más allá del límite (Miniserie de TV)
MiniserieDocumental
España2021
7.4
4,988
Documental
6
13 de septiembre de 2022
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es ardua tarea empezar a escribir sobre una obra, que con el pretexto de estar narrando la realidad, aprovecha para construir un discurso y que lo hace -en ocasiones- de manera tan férrea y atractiva. Nos encontramos ante un documental cuya forma es propia del thriller, o si se quiere frente a un thriller que se disfraza de documental. Aunque teóricamente G.E.O. Más allá del límite, se encuadraría dentro del subgénero Serie Documental, su verdadera esencia dista de estar atravesada por una mirada que busque la objetividad -ni si quiera la veracidad-; es más bien una vehemente defensa de lo que está retratando, a través de mecanismos sofisticados y otros más bien rudimentarios.

El documental -convengamos en llamarlo así- narra el entrenamiento que habilita para formar parte del cuerpo de élite más duro dentro de la Policía Nacional (el Grupo Especial de Operaciones), que por primera vez ha consentido en que se pueda documentar el proceso de forma audiovisual. Tareas hercúleas van sucediéndose a lo largo del metraje, como pasar parte de la noche en el río Ebro sin ropa y en pleno invierno o -esta tiene su retranca- ser capaces de ver Europa, de Lars von Trier, sin quedarse dormidos después de un largo día de entrenamiento. Paralelamente a las pruebas habilitadoras para ser un G.E.O. , los personajes que conforman la trama -es decir, los integrantes reales del cuerpo de la Policía Nacional que aspiran a formar parte de este grupo selecto- se sinceran frente a la cámara. Las debilidades, fortalezas, personalidades, esperanzas y anhelos de todos los componentes se van revelando en monólogos donde cada uno de los policías tiene tiempo de explayarse; todo el sufrimiento acumulado se verbaliza en estas largas reflexiones que sirven como contrapunto a las escenas de acción y a su vez, logran captar la psicología de cada una de las personas que protagonizan la serie. Con el devenir de los episodios, el espectador es testigo del dolor que supone la expulsión del entrenamiento, así como del éxtasis que conlleva superar las pruebas.

G.E.O Más allá del límite apuesta por abandonar una fría mirada documental y entregarse al más puro estilo cinematográfico; la refinadísima fotografía llena de claroscuros, las pruebas que se presentan como set pieces de acción, el montaje como generador de discurso o los largos silencios donde los aprendices revelan más de lo que dicen, son buena prueba de ello. Estos atributos más propios del cine, que del género documental, son un arma de doble filo: si por un lado el estilo visual -impresionante si tenemos en cuenta que se trata de la primera incursión audiovisual de David Miralles, director y guionista del documental-, el thriller con tintes dramáticos , las prodigiosas escenas de acción, la mezcla entre el intimismo y la epicidad y la cuidada puesta en escena suponen virtudes innegables, que dotan a la serie de un aroma magnético, por el otro, es inevitable no percibir una imposición discursiva durante buena parte del metraje, que se revela desde dos frentes distintos. En primer lugar, la estructura de los capítulos se repite hasta la saciedad, para que así cale el mensaje,pero llega a resultar previsible y demasiado esquemática. En segundo lugar, los recursos lingüísticos mencionados anteriormente, son en ocasiones utilizados de la forma más burda, como es el caso del montaje metafórico -que alcanza cotas insultantes cuando tras un plano donde el instructor está hablando de la banda terrorista ETA, vemos otro plano con una serpiente deslizándose- y de la música siempre ominosa, que redunda hasta la saciedad en subrayar el sustrato del asunto.

G.E.O Más allá del límite proveé sobredosis de adrenalina, pero la veracidad, que se entiende como condición necesaria del documental, acaba brillando por su ausencia. La serie se entrega a ratos a la más descarada propaganda, eso sí, de manera estilosa. Es ilustrativo compararla con Antidisturbios: si en está última un thriller acaba rozando el género documental por la carga de verdad que transmite, siendo ficción todo lo que narra; la serie de Miralles sufre un proceso inverso, termina pareciéndose más a un thriller rebosante de ficción que a un documental, siendo real todo lo que narra.
Pablo
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5
18 de julio de 2022
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gamberra. Libérrima. Desprejuicida. Genuina…. Son solo algunos de los adjetivos que ha recibido Malnazidos. El nuevo estreno de Netflix ha atesorado una recepción más que benévola de la crítica. Parece que hemos olvidado a Romero, Raimi, Jackson, Argento o Snyder, algunos de los directores, que auténticamente desvergonzados, libres y originales sublimaron el (sub)género gore, para dotarle de un lenguaje propio. La nueva película de Javier Ruiz Caldera y Alberto de Toro intenta aglutinar fragmentos estilísticos de los referentes citados anteriormente -con dialecto berlanguiano-, pero siendo perfectamente consciente de dónde está el límite.

Malnazidos aprovecha el jugoso contexto de la Guerra Civil española, para introducir en su trama a zombies que han sido el resultado de experimentación Nazi. Esta es la nueva arma biológica capaz de decidir el destino del mundo -cosa que ya de forma desacomplejada planteó Zombies Nazis- y que sirve de pretexto para enunciar un discurso fraternal de patente equidistancia entre los dos bandos que combatieron en España entre 1936 y 1939. Las dos facciones enfrentadas tendrán que llegar a consensos para combatir a este mal mayor, capaz de fulminar cualquier tipo de identidad patriótica, ya sea republicana o falangista. Los personajes de ambos frentes funcionan como arquetipos que están destinados a entenderse. Humanismo de parvulario. Todo esto con espacio para el romanticismo: obviamente entre personas de ideologías antagónicas. Actores con el recorrido de Miki Esparbé -antológico su papel de pusilánime revolucionario en la sí interesante El rey tuerto- cumplen en simular caricaturas -simular porque ni son legítimas-, que a través de diálogos prefabricados conducen la trama hacía lugares comunes. Los directores, que ya habían dejado clara su predilección por comedias más cercanas a Mariano Ozores que a Berlanga – verdadero cine castizo reflejado en Spanish Movie o en Super López- realizan un pastiche que va desde la serie b, hasta la comedia negra, todo ello atravesado por una mirada (superficial) berlanguiana. Cada género tiene su espacio en la película, donde se concatenan escenas de acción, romanticismo, dramas personales o el gore más manido. Una miscelánea acomodaticia donde los géneros cinematográficos pretenden fluir, para así poder llegar al mayor público posible. Esta especie de eclecticismo cinematográfico funciona de manera brillante en momentos puntuales, como en una de las escenas finales de la cinta donde el espíritu inefable de Berlanga se capta a través de una conversación íntima entre un “facha” y un “rojo” dentro de un coche, pero sin suponer una constante.

La película se acaba pareciendo más a una de las últimas obras de Santiago Segura – pensada para contentar a públicos heterogéneos- que a una verdadera vindicación del género del que parte. Una obra excesivamente autoconsciente de sus límites de mercado.
Malnazidos se mueve en la disyuntiva del ser y no ser; es y no es serie b, es y no es una película de zombies y es y no es una tragicomedia berlanguiana. La cinta se preocupa en casi todo su metraje, de contentar distintas sensibilidades. De ser y no ser al mismo tiempo. La única esencia posible de Malnazidos, es un batiburrillo conceptual y genérico, que sin duda entretiene, más por acumulación que por singularidad, pero que traiciona los referentes patrios (Berlanga, Alex de la Iglesia, o incluso Jess Franco) , que si fueron capaces de conjugar un lenguaje universal sin renegar de la pura idiosincrasia española; así como a los directores foráneos que fundaron y refundaron el cine gore.

Y no hay mayor desplante a los clásicos que un pseudo-homenaje; que renunciar a la libertad -y riesgo-, autenticidad y la consecuente grandeza de las que ellos hicieron gala, en pos de un éxito masivo. Esto es Malnazidos; una película apátrida y sin identidad cuya esencia transitoria es -solo- capaz de producir un placer, igualmente transitorio.
Pablo
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8
21 de junio de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En repetidas ocasiones se ha tratado de llevar a la gran pantalla a uno de los villanos más asentados en el imaginario colectivo: desde aquel psicópata sin escrúpulos que estaba a un (literal) pequeño empujón de descender a los infiernos que compuso Jack Nicholson, pasando por una brutal encarnación del mal, tan abstracta como etérea que magistralmente construyó Heath Leger, hasta un patético y callejero Joker que Jared Leto interpretó. Sin embargo, nunca se había en cine desarrollado un villano tan humano, tan realista y por lo tanto tan cercano, que pudiera causar empatía en un momento para pasar a repugnarnos en el siguiente. Eso es lo que hace que el Joker (con una interpretación descarnada y brutal de Joaquin Phoenix), sea el más atractivo y peligroso de todos. No estamos viendo el mal encarnado, ni un psicopata sin remordimientos, estamos mirando a un espejo cuyo reflejo nos hace sostener una sonrisa sin un ápice de gracia; una sonrisa que contiene dolor, resentimiento y que es la señal de que algo terrible esta apunto de acontecer. Una sonrisa que hacemos propia y que nos fascina y aterra a parte iguales.

Tod Philips situa a su creación en una ciudad opresiva y deshumanizada; la tangible recreación perfecta de la cosmopolis neoliberal. Arthur se mueve en dicha urbe situándose en los márgenes -ya sea en el metro o en su piso- la puesta en escena nos muestra al Joker situado en la esquina del plano, luchando desesperadamente por llegar al centro de la composición, transitando las calles cuya textura sucia y árida subraya de manera precisa el calvario que vive nuestro (anti)heroe.
El simbolismo de elementos como una simple escalera que en repetidas ocasiones tiene que subir Arthur, para acabar bajándola de manera lunática, en un inevitable descenso a los infiernos, sirve para transmutar certeramente el espacio físico en espacio mental o viceversa. Todos estos elementos son acompañados de una puesta en escena incómoda, a veces de desatado expresionismo y en ocasiones con juegos de luces que poseen una extraña belleza esquiva. Pese a estás virtudes y otras que posee Joker, hay una cierta tendencia repetitiva y al subrayado que rozan la hipertrofia en ocasiones, así como un perpetuo estado de climax que hacen que la película no se eleve a la categoría de obra maestra.

Quitando estas pequeñas quejas, los elementos formales citados anteriormente materializan una certera manera de trasmitir el concepto que sostiene esta película. La diferencia entre la clase alta y la clase trabajadora es abismal, los ricos están ganando la lucha de clases y además presumen de ello. La tensión es insostenible y el (violento) estallido inaplazable. Y aquí es dónde esta obra se vuelve lúcida y se revela como retoño enfermizo - como el mismo Arthur- de los tiempos que vivimos: la metamorfosis de Arthur es simultánea a la de la sociedad oprimida, que mitifica y eleva a heróe a un payaso asesino. La violencia que estaba soterrada y contenida durante toda la película, estalla de forma abrupta, como un grito de auxilio, como una risa liberadora. No es una revolución, no hay contenido revolucionario ni programático, es simplemente una venganza infantil de una sociedad desclasada, individualista y que no es más que el detritus de un sistema igual de enfermo.

Eso es éste magnético Joker (o mejor dicho, esta sociedad Joker), un depositario de todos los males de un capitalismo salvaje cuya única pulsión es destructiva. O parafraseando a Goya, el sueño del neoliberalismo produce monstruos.
Pablo
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6
25 de octubre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas cuya esencia subversiva las hace inmunes al tiempo. Eso ocurre con La naranja mecánica, donde un uso paródico de la violencia en su vertiente más perturbadora -caso de la violación y el asesinato a mujeres-, nos confronta directamente con una percepción enfermiza de la barbarie -la nuestra- ; no se trata de plasmar la violencia con impecable realismo, objetivándola-caso de Salvar al soldado Ryan- lo que involuntariamente corre el riesgo glorificarla, sino de conseguir el rechazo frontal de la aberración deshumanizada -y deshumanizadora- que constituye lo mostrado en pantalla. Sí, la película de Kubrick provoca náuseas en su subjetiva materialización dionisiaca del acto violento ¿no es acaso el mayor logro conceptual de la historia del cine que la violencia nos repugne?
Lejos de la obra inmortal del director inglés, Nación Salvaje apuesta por una aparente denuncia sin reservas del patriarcado y su violencia contemporánea -más agudizada dado su actual cuestionamiento-, pero su presunto carácter indómito se queda en mero estallido -controlado al milímetro- infantil, que a pesar de sus virtudes, es incapaz de transgredir los límites de representación que pueden infundir en el espectador el impacto real de haber asistido a una película capaz de dinamitar nuestros esquemas mentales.

La película de Sam Levinson -precedida por el “hype” que le otorga ser el creador de -Euphoria-, emprende la más que ambiciosa tarea de explicar dinámicas machistas insertas en la amplificación ilimitada de las redes sociales. Desde un instituto cualquiera, las adolescentes que conforman el elenco principal, cobran consciencia de que ante unas filtraciones anónimas de sus más íntimas vivencias, la violación de la privacidad no solo supone su la exposición de su contenido íntimo ante el resto del mundo -real y virtual-, también es un mazazo de virulencia machista que se propaga en todas sus vertientes; desde micromachismos, hasta el feminicidio. El cuestionamiento de la libertad femenina para crear identidades y desarrolarlas -no se pierdan el discurso de la protagonista donde lúcidamente expone la imposibilidad de crear una identidad férrea dentro de los contradictorios parámetros patriarcales-, es óbice para toda una reacción contestaria desde la más pura sororidad -eso sí, en clave tarantiniana-, que deja claro que aquí se trata hacer un arte catártico más que de captar la realidad social. Por otra parte, el hombre se presenta como un compendio de masculinidad frágil y tóxica, que en la época trumpiana encuentra su legitimidad para despojarse de su máscara inclusiva y ser quien siempre ha querido ser; planteamiento coherente con las realidades virtuales y no virtuales que fluyen y se intercambian, como vemos a lo largo de la película.

Todo este mundo de realidades fragmentadas e identidades difusas encuentran en la estética y forma de Levinson un vehículo expresivo, que si bien resulta a veces abigarrado y hortera, consigue cristalizar certeramente las tensiones brutales de una sociedad que oscila entre el hedonismo posmoderno y la gélida condición trágica de la mujer que intenta ser libre. Con recursos como la pantalla fragmentada, la voz en off irónica y autoconsciente, escenas en cámara lenta, estética pulp de videoclip y un guión metadiscursivo, se hace visual el concepto de la resquebrajada definición de “lo femenino” y su odisea contemporánea, algo que constituye un logro nada desdeñable del creador de Euphoria. El pero, reside en su uso de la violencia; en las escenas donde las mujeres son objetos de la misma se decanta por un realismo frío, en la que las mujeres ejercen su derecho de autodefensa se recurre a la caricaturización recurrente del mundo del cómic. Centrándonos en el primer tipo, el salvajismo machista se objetiviza consiguiendo escenas que producen un obvio malestar, pero -como se señala al principio de la crítica- también tienen el riesgo de ser admiradas por su componente veraz. La violencia no es repulsiva en Nación Salvaje, sino que como mucho admite la catalogación de incómoda. Y la referente a la contestación feminista de trillada, no merece la pena ni ser analizada.


Su guion, si bien parte de una idea genial (el fin de la privacidad y sus efectos sobre las mujeres),
acaba simplificándose con el objetivo claro de adquirir más difusión, con la consecuencia igual de clara de convertir al producto en un previsible alegato feminista con aroma panfletario.

En definitiva, la película que pronto incluirá Netflix en su catálogo, es un divertimento adolescente bien ejecutado, que a ratos parece querer salirse de los marcos comerciales, pero que acaba cayendo en todos los tópicos contemporáneos del cine de denuncia social de grandes productoras y
distribuidoras. Es todo lo subversiva y revolucionaria que sus límites capitalistas la dejan ser, o lo que es lo mismo, nada. La radicalidad artística no consiste en incomodar durante un rato y contentar a la mayoría de públicos-Kubrick bien lo sabía- se basa en que odien tu obra hasta tal punto que necesiten vomitar sobre ella -entiéndase espero como metáfora- y que cuando lo estén haciendo, cobren consciencia de que en realidad están expulsando todos sus prejuicios y patologías sociales, de que en el fondo, están vomitándose a sí mismos.
Pablo
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