El fantasioso planteamiento de esta historia, la erradicación de crímenes violentos por parte de una organización parapolicial que tiene los medios para anticipar dichos crímenes y actúa para evitarlos, procesando a los potenciales asesinos como su hubiesen conseguido su propósito, implica cuestiones de calado filosófico (¿determinismo o libre albedrío?) y jurídico (¿es legítimo condenar a potenciales asesinos que no han llegado a consumar su crimen?). Pero no os preocupeis. Esto es otro thriller de acción con Tom Cruise y no una sesuda incitación a la reflexión y el debate. Sin más.

Un thriller de acción tremendamente fatigoso desde el punto de vista conceptual, de desarrollo del guión e, incluso, visualmente. Las imágenes me han recordado a los forillos y las maquetas de las películas de estudio del Hollywood clásico. Más trabajadas, en movimiento, pero transmitiendo la misma sensación de artificialidad. Exigen demasiada suspensión de la credibilidad por parte del espectador, aunque no tanta como la historia que cuentan. Los personajes dan prolijas y abstrusas explicaciones sobre el funcionamiento del mecanismo y cuanto más lo explican menos me lo creo.

Es ciencia-ficción y hay que partir de una premisa sorprendente e inaudita y hacer entrar al espectador en ella. A mi, lo de los “precogs” en su salsa, que son el núcleo de la historia, me ha parecido una premisa bastante ridícula. Hay momentos de humor pueril y de sentimentalismo ñoño, talones de Aquiles habituales del cine de Spielberg, Es todo tan aparatoso que la he visto entre el distanciamiento y la incredulidad. No he llegado a bostezar a pesar de su hipertrofiado metraje pero, incluso antes de que se desarrolle la conspiración contra el prota, yo ya había adivinado quien era el malo. O yo tengo algo de “precog” o es que todo, además de aparatoso, era muy previsible. Me inclino por lo segundo.

Si en “C’eravamo tanto amati” Scola hacía una crónica de la evolución de la sociedad italiana desde la Segunda Guerra Mundial hasta su fecha de producción, en esta película hace un estilizado retrato de la evolución social de Francia desde el triunfo del Frente Popular hasta los setenta. Esa evolución se muestra a través de una serie de viñetas, algunas con leves tramas argumentales, en las que se muestran las músicas, las modas, las costumbres y los estados de ánimo de la sociedad francesa a lo largo de esos años. Todo ello, sin palabras.

Con esta premisa, el resultado tenía que ser necesariamente estilizado. Pero no es un musical al uso. Los protagonistas no cantan y los bailes no requieren más habilidades por parte de sus interpretes que las de cualquier persona que frecuentase una sala de baile y se mantuviese al tanto de los ritmos de moda. La elaborada coreografía, que se mueve en un solo escenario, coordina los movimientos de los actores y la cámara y la edición da continuidad y ritmo a los planos. Los actores muestran que una presencia física y una caracterización adecuada son herramientas básicas de su oficio para hacer suyo el personaje. Se puede decir que Scola sale muy airoso de este complejo ejercicio de estilo.

La crónica comienza con la euforia por el triunfo del frente popular, que une a los concurrentes alrededor del baile del tapiz, en el que utilizan una bandera roja. La pincelada de lucha de clases se introduce cuando una pareja ostentosamente burguesa irrumpe en un ambiente tan popular y ella pone sus ojos sobre un tipo que tiene todo el aire de un Jean Gabin blandito, que se la chulea al lechuguino de su marido. Vemos a las mujeres bailando solas y negándose a hacerlo con los ocupantes y los colaboracionistas mientras sus hombres están en la guerra. Vemos la irrupción de la influencia americana tras la victoria (ahora se utiliza de tapiz la bandera francesa), un confuso episodio sobre la independencia de Argelia, la revuelta estudiantil del 68, así hasta la última secuencia, en la que cada uno se marcha como ha llegado. Solo. Aunque cambie el envoltorio, lo de dentro sigue siendo lo mismo.

He visto la mayor parte de la filmografía de Visconti. Algunas de sus primeras películas las ví de crío en televisión subtituladas y todas sus películas en color (excepto "Bocaccio 70" e incluyendo "Rocco y sus hermanos" en B/N) llegué a verlas en cine, algunas como estrenos tardíos y otras como reposiciones. Y siendo un cinéfilo precoz, Visconti era una de las vacas sagradas, de los intocables. Pero creo que fue en la tercera ocasión que veía en cine "La caida de los dioses", llegó un momento en el que el amigo con el que solía ir al cine y yo nos volvimos el uno hacia el otro y nos empezamos a descojonar, algo que volvió a repetirse unas cuantas veces a lo largo de la proyección, para estupor de algunos de los asistentes. Con esto quiero decir que sí, que Visconti es uno de los grandes, que en su filmografía hay películas que considero incontestables obras maestras, pero que también las hay bastante irregulares. Y "Muerte en Venecia" me parece que entra en este grupo.

La irregularidad (y decadencia) de su filmografía yo la asocio al uso del zoom. Visconti usó (y abusó) del zoom como un niño con un juguete nuevo. Cierto que el operador de cámara es un maestro absoluto del reencuadre y que siempre ofrece una composición del plano esmerada, pero me resulta un poco mareante tanto "me acerco, me alejo" y me parece un síntoma de pereza para la puesta en escena por parte del maestro. Es evidente el primor con el que se ha diseñado cada detalle "decorativo" de todo lo que muestra la cámara, pero encuentro algo de artificioso y acartonado en las imágenes. Muchos de los figurantes y alguno de los personajes principales (la Mangano, el pavisoso de Tadzio), se limitan a posar como sofisticados maniquíes. Hay momentos en que las hermanas de Tadzio y él mismo parece que estén disecados. Por contra, la interpretación de Dirk Bogarde da pie a pensar que a este buen hombre le hubiese venido mejor un fornido gondolero o un complaciente bañero para transportarlo a las inefables glorias del ideal. Seguro que se le suavizaba ese carácter tan hosco que se gasta.

Un tema tan "fin de siecle" (del XIX) como la identidad entre arte y vida y la búsqueda de la belleza total, del ideal sublime netamente romántico, se desarrolla en algunos de los diálogos más pedantes y forzados oidos en el cine. La música de Mahler es casi omnipresente. Visconti la confronta con la destemplada interpretación del vals de "La viuda alegre" que ejecuta la orquestina del hotel, la mecánica "Para Elisa" de Tadzio, que es interpretada con mayor pericia y sensibilidad por la pupila de una casa de lenocinio, o la música con que los rascatripas locales amenizan la velada de los clientes del hotel y que agreden la hiperestésica sensibilidad del delicado von Aschenbach. Los compositores posrománticos no son precisamente mis favoritos y aquí te pillas un auténtico empacho de Mahler, la mayor parte de las veces acompañando planos realmente tediosos. Pero es el elemento que convierte la última secuencia del film en una auténtica epifanía (eso, si no te has quedado sopa). Prueba a verla sin música. ¿A qué no es lo mismo?

Técnicamente irreprochable, incluso admirable, dramáticamente abusa de los cliches con el deliberado propósito de arrancarnos unas lagrimas. El tema de la aceptación de lo irreversible, de la pérdida, es ciertamente grave. Pero es un cuento demasiado tétrico y cruel para los niños. Y a los adultos se nos puede tratar como a tales, sin necesidad de contarnos cuentos. Con más sutileza las lágrimas hubiesen resultado más legítimas.

Desde luego, lo que más llama la atención es la sustitución de los indios de toda la vida por unos trogloditas que parecen sacados de una película "mondo" italiana de los 70. Tampoco veo la necesidad, a no ser que quieras meter unos cuantos efectos gore que tampoco aportan gran novedad. Hemos visto sevicias parecidas en westerns tardíos ("La venganza de Ulzana", por ejemplo) sin mediar imágenes tan explícitas y nos hemos hecho idea de lo salvajes que eran los indios. La historia es de las de toda la vida. Los personajes también. Yo, incluso, me he imaginado un reparto alternativo como de hace cincuenta años (o más): John Wayne por Kurt Russell, James Stewart por Patrick Wilson, Walter Brennan por Richard Jenkins y Richard Widmark por Matthew Fox. Candidatas a Lili Simmons, las que quieras.
La única diferencia notable es que esta peli dura, por lo menos, veinte minutos más que las de toda la vida y no es porque cuente más cosas, sino porque el tempo se ha destensado y, para evitar que los espectadores nos relajemos demasiado, de vez en cuando nos pegan un susto. La verdad es que he mirado varias veces cuanto faltaba para terminar, temiéndome un inesperado y cruento giro de guión. Pero no. El final ha sido también como los de toda la vida. Aunque ha llegado con veinte minutos de retraso.