Hasta 1969, la ultra violencia nunca había sacudido los polvorientos desiertos del oeste de forma tan aplastante, el director de origen indio nos presenta una película extremadamente amarga y cruda, dónde no existen los personajes buenos, y sí los grises o directamente negros, dónde los perseguidores son igual de sanguinarios (o más) que los perseguidos.

La película no cede ni un palmo, y te condena en una incipiente amargura hacía la búsqueda de la aceptación de nuestra naturaleza, de por sí violenta, y sólo es en los pequeños atisbos de humanidad en sus personajes dónde logras empatizar con esas bestias, cuando los pequeños rayos de luz asoman entre tanta desolación, polvo y tiniebla.

La película es en todo momento extremadamente incómoda y no sólo por su muy sorprendente y muy explícita violencia visual, también lo es por sus diálogos, por las situaciones o alegorías que utiliza, por no parar de utilizar niños para todo, y por recrearse en cada detalle hasta hacerlo explotar. Todo es anti políticamente correcto desde que empieza hasta que se acaba, al final el indefenso y atropellado espectador se agarra cómo puede a los bellos momentos de lirismo con mil y un figurantes, a los pequeños toques de redención del personaje de William Holden, al arrepentimiento de Pike, a la camadería de Dutch, o al sangriento silencio de Ángel, entre otros. Mención especial a Mapache como uno de los personajes más detestables que he visto en una pantalla.

La película es una obra maestra incontestable del séptimo arte y del cine del oeste, una película que estoy seguro que incomodó hasta a sus propios actores, al apuntador y hasta a la última hormiga o escorpión de esos desiertos. El sello y el nervio de Sam perenne e intacto hasta nuestros días.