El que una fantasía sea muy aparatosa no quiere decir que necesariamente sea muy imaginativa. Y probablemente, el mejor ejemplo de ello sean las películas de Christopher Nolan, que solo se distinguen de las del resto del actual cine de acción estadounidense porque sus excusas para el movimiento y la violencia son algo más extravagantes y metafísicas, aunque igual de torpes y vacías. Aquí despliega una teoría onírica tan caprichosa y compleja, con tantas y tan difusas normas, que a cada paso precisa del poco disimulado recurso de que algún personaje pronuncie una frase aclarando cuáles son las reglas del juego. El espectador, claro, tiende a dar esas excusas por buenas, sin darle más vueltas, y contentarse con centrarse en la frenética acción, verdadera razón de ser de todo el tinglado. En ese sentido, los mejores momentos de la película los aporta la narración concatenada de lo que va sucediendo en cada nivel de ensoñación cuando se superponen varios sueños (aunque apenas haya más que tiros y puñetazos). Tales secuencias recuerdan al clasiquísimo de Griffith, Intolerancia, donde se sumaban modélicamente los clímax de diversas situaciones límite, provocando, como aquí, una multiplicación en la sensación de entusiasmo del espectador. Pero el concepto de escenificación de un sueño que Nolan propone me temo que haría reír a Buñuel, Freud y demás patriarcas de lo onírico: eso no son sueños, dirían, son pantallas de videojuego.