Hasta donde yo sé Berlanga fue pionero en eso del buen cine en España, allá por los años cincuenta, con Buñuel en el exilio y la dictadura bien apoltronada en cada casa, como un hijo tonto de buen buche y corto de empatía. Se ríen nuestros antepasados de las crisis modernas al pensar en aquellos tiempos canallas que sufrieron en sus carnes, en sus estómagos, pero también en sus opiniones y comportamientos que Sáenz de Heredia retrata en esta película con sencillez despojada de toda crítica. Si bien nadie duda del valor añadido que suponen las dobles lecturas a las que se prestan las obras de los grandes nombres de la filmografía española de la época (encabezada por las ‘Tres Bes’ del cine español), igualmente cierto es que a nadie amarga un dulce, y menos aun en tiempo de hambruna: literal, la de entonces, o moral, la de ahora. Y es que de esas pretéritas ondas de radio, de un dulzón aroma a censura, también nosotros podemos aprender cosas, a pesar de la farsa, y de ese modo correr vestidos de esquimal con José Isbert por las calles de Madrid; y perdonarnos los unos a los otros, los ladrones de toda condición y calado, como lo hacen el arrendado y el arrendador, o el cura con su mendigo; y airear nuestros reparos en la radio junto a Alberto Romea, maestro de pueblo, por una buena causa o, simplemente, para evitar que la cara se nos caiga de vergüenza. Éstas y mil pruebas más no nos serán difíciles de superar bajo la humilde dirección de Sáenz de Heredia y su humor llano, y menos aun en compañía de una suerte de actores irrepetible entre los que me quedo con el gran Pepe Isbert.