La princesa prometida vaticinaba la generación de idiotas que temía Albert Einstein: el vivo retrato de una sociedad cuyas preferencias están fijadas en la tecnología, obviando las artes que una vez nos hicieron soñar.

Un niño enfermo pasa su día jugando a videojuegos, pero es interrumpido por su abuelo que trae un regalo para él: un libro. Rápidamente, el niño etiqueta al libro como aburrido, pero acepta con cierta resignación escuchar la lectura de su abuelo. ¿Cuál es su sorpresa? Que acaba descubriendo una historia fantástica y, posiblemente, aprendiese a alimentar su mente con buenas lecturas, dejando de lado el matar marcianitos. Podríamos extrapolar esta situación al cine actual: la gente joven rechaza el cine de gran reserva y prefiere el actual, el cine comercial; y puede haber cabida para todo, podemos encontrar obras que sigan brillando pese a los años que cargan en su equipaje.

¿Y qué ofrece esta película? Un cuento redondo. El patrón imitable para las aventuras fantásticas. Un viaje en el que participan los duelos de espadas, los villanos más ruines, la fantasía y el amor verdadero. No necesita nada más para resonar como un eco imperecedero.

Podríamos rescatar esta película y servirla como ejemplo a seguir de las grandes producciones, que a pesar de superarla con creces en recursos, se quedan muy lejos de la idiosincrasia soberbia que demuestra la princesa prometida.