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Voto de Jordirozsa:
7
4.8
2,525
20 de agosto de 2022
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Este “slow burn” de Lee Cronin difícilmente se salva si lo vemos como un mero “ritornello” de fórmulas ya muy usadas en el cine, algunas de las cuales provenientes del subgénero extraterrestre: “Invasores de Marte” (1953), de William Cameron Menzies (con su reposición de 1986, dirigida por Tobe Hooper); “La Invasión de los Ladrones de Cuerpos (1956), de don Siegel (repetida en 1978 por Philip Kaufman); “La Cara del Terror” (1999), de Rand Ravich, por poner una algo más cercana…
Pero las similitudes más escandalosas por las que se podría calificar a “The Hole in the Ground” (2019) de remake, sinó de plagio, se dan con la más reciente “The Hollow Child” (2017), de Jeremy Lutter. Cualquiera que haya visto esta última, como yo al principio, podrá haber pensado que “Bosque Maldito”, que nos ocupa, es un calco de su predecesora canadiense.
El hilo temático es exactamente el mismo: niño o niña desaparecidos en un bosque de las inmediaciones, que permanecen un tiempo desaparecidos, y regresan mostrando un comportamiento extraño, generando el delirio intuitivo de que algo o alguien ha suplantado su identidad, para extrañeza primero, y desesperación y terror después, de los que les rodean.
No faltarían argumentos para tildar a Cronin de “copión”. Aunque analizadas ambas cintas en su contexto y su forma, hallaremos notables diferencias que harán de “The Hole in the Ground” una historia un tanto distinta, por lo menos en la perspectiva y el foco desde los que el guión elabora la trama. También en varios aspectos formales. Pero el eje troncal del argumento, no obstante, es el mismo.
El rasgo dispar del trabajo de Cronin reside en el planteamiento del estado mental de la madre (Seána Kerslake), que huye hacia una zona rural de un marido maltratador, causante de un pemanente síndrome de estrés y de ansiedad, tanto en ella como en su hijo, también aparentemente traumatizado, para poder empezar una nueva vida y restablecer su salud psíquica.
Ahí está el recurso básico en el que el script del propio director, con la colaboración de Stephen Shields, se constituye en el brasero en el que la tensión del espectador se irá cociendo a fuego lento: el debate entre la realidad de lo que está viviendo la protagonista con su hijo, o la naturaleza delirante de sus experiencias; todo centrado en la relación entre ambos. Un juego camaleónico en el que la historia cambia su color, según el punto de vista, o la hermenéutica en la que se base el discurso del observador.
Con esta estrategia, Cronin sumerge al espectador en el contexto diegético de la película, haciéndolo partícipe del punto de vista de Sarah. En “The Hollow Child”, por el contrario, nos hallamos desde un punto de observación externo de los acontecimientos, permitièndonos ver, y por lo tanto anticipar, más allá de la escena en la que se está centrando la cámara en un momento determinado, por lo que, como valor añadido, vivimos un plus de suspense (y por lo tanto de tensión), que en “Bosque Maldito” veremos restado, ya no sólo por estar “aprisionados” desde una perspectiva limitada, casi en primera persona, sinó también por la lentitud del ritmo a la que avanzan los acontecimientos.
La fotografía de Tom Comerford es quizá lo que da más enteros a la cinta. Con una predominancia de tonalidades frías, y buscando una nitidez en la imagen, como si quisiera mostrar una realidad desnuda, clara, diáfana, en contraste con el lenguaje del guión en general. Y no sobra decir, que, en consonancia a éste, los enfoques y los encuadres contribuyen a potenciar el planteamiento desde la perspectiva de la protagonista.
La prolongada duración de planos, escenas… es la clave del parsimonioso avance de la historia, que si bien algunos espectadores no pueden ver más allá de su aburrimiento, se antoja bastante necesario para que podamos digerir sin sobresaltos la evolución de los acontecimientos a la luz de esa tan turbulenta como escalofriante relación socioafectiva entre madre e hijo.
El set de rodaje, las localizaciones de las escenas…, dentro de lo ya convencional que se instaura en este tipo de películas, se acopla a la intención de transmitir metafóricamente la necesidad de escape y aislamiento de una Sarah huyendo con su hijo, de los factores estresantes que la sumieron en su neurosis: una casa rural, algo apartada de un pequeño pueblo donde se relacionarán con las pocas personas que constituirán su círculo social; y el siempre siniestro y temido bosque, que representa la parte más sombría, el escondrijo del inconsciente donde se esconden, agazapan, se rearman i contraatacan los traumas. Y ya no se trata del bosque en sí, sinó del enorme agujero en el que moran, y de el que emanaran esos entes amorfos, esas rémoras propias que se apoderarán de la personalidad del pequeño Chris, hasta el punto que su madre dejará de reconocerlo como tal.
En este ámbito revivimos la idea o concepto de ese callejón sin salida que supone el pretender huir de los propios fantasmas: siempre se acaba llegando a un destino, un lugar, donde hay que hacerles frente, o sucumbir ante su fuerza.
El hecho de que los habitantes del pequeño pueblo al que llegan Sarah y Chris (en un coche viejo, claramente gastado por el uso, y figurativamente otra imagen metafórica del estado anímico de los protagonistas), a los que apercibimos como extraños, cerrados… y hasta cierto punto acobardados por extraños sucesos que presagian lo que acontecerá; ello refuerza la imagen del escenario como lugar de “retiro” y “purificación” de todos quienes van a parar a aquél lugar.
La banda sonora de Stephen McKeon es otro ingrediente que funciona como puntal del film. Sin ella, perdería la poca tensión acumulada que va generando. Los temas principales siguen una línea melódica figurativa que ayuda a entrar en la atmósfera narrativa. No sin momentos en los que hasta raya lo épico (¿y no se podría calificar de épico el sufrimiento que experimenta la protagonista en todo el metraje?).
Pero las similitudes más escandalosas por las que se podría calificar a “The Hole in the Ground” (2019) de remake, sinó de plagio, se dan con la más reciente “The Hollow Child” (2017), de Jeremy Lutter. Cualquiera que haya visto esta última, como yo al principio, podrá haber pensado que “Bosque Maldito”, que nos ocupa, es un calco de su predecesora canadiense.
El hilo temático es exactamente el mismo: niño o niña desaparecidos en un bosque de las inmediaciones, que permanecen un tiempo desaparecidos, y regresan mostrando un comportamiento extraño, generando el delirio intuitivo de que algo o alguien ha suplantado su identidad, para extrañeza primero, y desesperación y terror después, de los que les rodean.
No faltarían argumentos para tildar a Cronin de “copión”. Aunque analizadas ambas cintas en su contexto y su forma, hallaremos notables diferencias que harán de “The Hole in the Ground” una historia un tanto distinta, por lo menos en la perspectiva y el foco desde los que el guión elabora la trama. También en varios aspectos formales. Pero el eje troncal del argumento, no obstante, es el mismo.
El rasgo dispar del trabajo de Cronin reside en el planteamiento del estado mental de la madre (Seána Kerslake), que huye hacia una zona rural de un marido maltratador, causante de un pemanente síndrome de estrés y de ansiedad, tanto en ella como en su hijo, también aparentemente traumatizado, para poder empezar una nueva vida y restablecer su salud psíquica.
Ahí está el recurso básico en el que el script del propio director, con la colaboración de Stephen Shields, se constituye en el brasero en el que la tensión del espectador se irá cociendo a fuego lento: el debate entre la realidad de lo que está viviendo la protagonista con su hijo, o la naturaleza delirante de sus experiencias; todo centrado en la relación entre ambos. Un juego camaleónico en el que la historia cambia su color, según el punto de vista, o la hermenéutica en la que se base el discurso del observador.
Con esta estrategia, Cronin sumerge al espectador en el contexto diegético de la película, haciéndolo partícipe del punto de vista de Sarah. En “The Hollow Child”, por el contrario, nos hallamos desde un punto de observación externo de los acontecimientos, permitièndonos ver, y por lo tanto anticipar, más allá de la escena en la que se está centrando la cámara en un momento determinado, por lo que, como valor añadido, vivimos un plus de suspense (y por lo tanto de tensión), que en “Bosque Maldito” veremos restado, ya no sólo por estar “aprisionados” desde una perspectiva limitada, casi en primera persona, sinó también por la lentitud del ritmo a la que avanzan los acontecimientos.
La fotografía de Tom Comerford es quizá lo que da más enteros a la cinta. Con una predominancia de tonalidades frías, y buscando una nitidez en la imagen, como si quisiera mostrar una realidad desnuda, clara, diáfana, en contraste con el lenguaje del guión en general. Y no sobra decir, que, en consonancia a éste, los enfoques y los encuadres contribuyen a potenciar el planteamiento desde la perspectiva de la protagonista.
La prolongada duración de planos, escenas… es la clave del parsimonioso avance de la historia, que si bien algunos espectadores no pueden ver más allá de su aburrimiento, se antoja bastante necesario para que podamos digerir sin sobresaltos la evolución de los acontecimientos a la luz de esa tan turbulenta como escalofriante relación socioafectiva entre madre e hijo.
El set de rodaje, las localizaciones de las escenas…, dentro de lo ya convencional que se instaura en este tipo de películas, se acopla a la intención de transmitir metafóricamente la necesidad de escape y aislamiento de una Sarah huyendo con su hijo, de los factores estresantes que la sumieron en su neurosis: una casa rural, algo apartada de un pequeño pueblo donde se relacionarán con las pocas personas que constituirán su círculo social; y el siempre siniestro y temido bosque, que representa la parte más sombría, el escondrijo del inconsciente donde se esconden, agazapan, se rearman i contraatacan los traumas. Y ya no se trata del bosque en sí, sinó del enorme agujero en el que moran, y de el que emanaran esos entes amorfos, esas rémoras propias que se apoderarán de la personalidad del pequeño Chris, hasta el punto que su madre dejará de reconocerlo como tal.
En este ámbito revivimos la idea o concepto de ese callejón sin salida que supone el pretender huir de los propios fantasmas: siempre se acaba llegando a un destino, un lugar, donde hay que hacerles frente, o sucumbir ante su fuerza.
El hecho de que los habitantes del pequeño pueblo al que llegan Sarah y Chris (en un coche viejo, claramente gastado por el uso, y figurativamente otra imagen metafórica del estado anímico de los protagonistas), a los que apercibimos como extraños, cerrados… y hasta cierto punto acobardados por extraños sucesos que presagian lo que acontecerá; ello refuerza la imagen del escenario como lugar de “retiro” y “purificación” de todos quienes van a parar a aquél lugar.
La banda sonora de Stephen McKeon es otro ingrediente que funciona como puntal del film. Sin ella, perdería la poca tensión acumulada que va generando. Los temas principales siguen una línea melódica figurativa que ayuda a entrar en la atmósfera narrativa. No sin momentos en los que hasta raya lo épico (¿y no se podría calificar de épico el sufrimiento que experimenta la protagonista en todo el metraje?).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Utiliza los propios elementos orquestales para crear y potenciar los efectos sonoros, sin añadir florituras sobrecargantes ni efectos electrónicos de sonido para forzar la presión sobre la angustia del espectador. Va echando “leña al fuego” de forma muy comedida, bien mesurada; al paso de lo que podamos ir intuyendo o imaginando. Igual que el resto de instrumentos narrativos, sólo sugiriendo, jamás desvelando.
El peso interpretativo, sustentado por el binomio Séana Kerslake – James Quinn Markey, a pesar de los puntos flacos de la primera en determinados momentos que se atisba algo de sobre interpretación, se complementa con el grato y bien logrado papel secundario de James Cosmo, que actua como eficaz contrafuerte del tándem principal; así como la fugaz pero notable actuación de la veterana actriz finlandesa Kati Outinen, quien se ha mostrado siempre como una correcta intérprete, versátil, en múltiples géneros (romance, drama, comedia… ).
La conexión entre lo que le sucedió a esa ya anciana pareja con su propio hijo, en años pasados: algo similiar a lo que vivirán Chris y Sarah, el accidente (¿habría sido realmente un accidente?) que sume a Noreen en la (¿)locura(¿)… , sobre lo que Sarah intentará escudriñar la verdad (¿para poder realmente vislumbrar si lo que le ocurre es real o fruto de su patología?); es una columna maestra sobre la que se sostiene el interés suspensivo de la trama. Y a ello contribuyen enormemente sus sobrias y creíbles interpretaciones: la de un hombre asqueado que sólo quiere olvidar, y la de una mujer desesperada y consumida por el dolor psicológico, respectivamente.
En el sustrato simbólico de la pelicula, como en varias “parientas” suyas irlandesas producidas en los últimos tres, cuatro años, vemos elementos propios de las mitologías y el folklore celta, como parte de la identidad de este país: criaturas, duendes, espíritus de los bosques; el culto a la naturaleza, que conforma el arquetipo psíquico de lo femenino en el ámbito espiritual y religioso: el espesor de una inmensa selva que es tan proveedora de recursos, como exigente de víctimas de sacrificios, y del retorno de lo dado incondicionalmente; expresado en la imagen de este gran “cono vaginal”, el agujero que representa la absorción, el retorno, a la indefinición (y por lo tanto, pérdida de la propia personalidad) que representa el primer vínculo materno-filial, y que puede afectar, por igual, de forma adaptativa o patológica, tanto a la madre como al infante.
Es la visión poética de la resistencia o la incapacidad a construir la propia personalidad, y limitarse a proyectar en “el otro(a)” los propios miedos e inseguridades, creándose así un lazo enfermizo de interdependencia emocional (¿se explica así narrativamente la presencia de los espejos que la madre coloca al final de la película por toda la casa?).
La conclusión de la película mantiene el frágil equilibrio de perspectivas con las que nos ha mantenido durante casi sus 90 minutos de duración: pero lo hace de forma muy sutil, encajando finamente las costuras con esa imagen final de los espejos. Aunque Sarah aparentemente ha superado sus miedos, ha culminado su propio proceso de redención en su frenético arrastre por los túneles del agujero (¿su atormentada mente?) en busca de su “auténtico hijo”, al final quedan rémoras, sombras y temores. Algo mejor perfilado que estos finales como en “The Hollow Child”, en los que después de una sobrevenida y macabra sesión de “slasher”, y de un aparente final feliz, tenemos un “plano-susto”, con mirada fija, penetrante y malévola detrás de un abrazo, anunciando secuela. Sin desmerecer, eso sí, la del perverso Damien cuando vuelve el rostro en “La Profecía” (1976), que esa sí deja literalmente con los huevos en la garganta.
Cronin, por lo contrario, prescinde de cualquier efectismo parejo, y deja el centro de debate de su cuento en el aire con elegancia y encanto. Y esa elegancia es lo que lo salva de la hoguera, pues deja con ganas de más.
El peso interpretativo, sustentado por el binomio Séana Kerslake – James Quinn Markey, a pesar de los puntos flacos de la primera en determinados momentos que se atisba algo de sobre interpretación, se complementa con el grato y bien logrado papel secundario de James Cosmo, que actua como eficaz contrafuerte del tándem principal; así como la fugaz pero notable actuación de la veterana actriz finlandesa Kati Outinen, quien se ha mostrado siempre como una correcta intérprete, versátil, en múltiples géneros (romance, drama, comedia… ).
La conexión entre lo que le sucedió a esa ya anciana pareja con su propio hijo, en años pasados: algo similiar a lo que vivirán Chris y Sarah, el accidente (¿habría sido realmente un accidente?) que sume a Noreen en la (¿)locura(¿)… , sobre lo que Sarah intentará escudriñar la verdad (¿para poder realmente vislumbrar si lo que le ocurre es real o fruto de su patología?); es una columna maestra sobre la que se sostiene el interés suspensivo de la trama. Y a ello contribuyen enormemente sus sobrias y creíbles interpretaciones: la de un hombre asqueado que sólo quiere olvidar, y la de una mujer desesperada y consumida por el dolor psicológico, respectivamente.
En el sustrato simbólico de la pelicula, como en varias “parientas” suyas irlandesas producidas en los últimos tres, cuatro años, vemos elementos propios de las mitologías y el folklore celta, como parte de la identidad de este país: criaturas, duendes, espíritus de los bosques; el culto a la naturaleza, que conforma el arquetipo psíquico de lo femenino en el ámbito espiritual y religioso: el espesor de una inmensa selva que es tan proveedora de recursos, como exigente de víctimas de sacrificios, y del retorno de lo dado incondicionalmente; expresado en la imagen de este gran “cono vaginal”, el agujero que representa la absorción, el retorno, a la indefinición (y por lo tanto, pérdida de la propia personalidad) que representa el primer vínculo materno-filial, y que puede afectar, por igual, de forma adaptativa o patológica, tanto a la madre como al infante.
Es la visión poética de la resistencia o la incapacidad a construir la propia personalidad, y limitarse a proyectar en “el otro(a)” los propios miedos e inseguridades, creándose así un lazo enfermizo de interdependencia emocional (¿se explica así narrativamente la presencia de los espejos que la madre coloca al final de la película por toda la casa?).
La conclusión de la película mantiene el frágil equilibrio de perspectivas con las que nos ha mantenido durante casi sus 90 minutos de duración: pero lo hace de forma muy sutil, encajando finamente las costuras con esa imagen final de los espejos. Aunque Sarah aparentemente ha superado sus miedos, ha culminado su propio proceso de redención en su frenético arrastre por los túneles del agujero (¿su atormentada mente?) en busca de su “auténtico hijo”, al final quedan rémoras, sombras y temores. Algo mejor perfilado que estos finales como en “The Hollow Child”, en los que después de una sobrevenida y macabra sesión de “slasher”, y de un aparente final feliz, tenemos un “plano-susto”, con mirada fija, penetrante y malévola detrás de un abrazo, anunciando secuela. Sin desmerecer, eso sí, la del perverso Damien cuando vuelve el rostro en “La Profecía” (1976), que esa sí deja literalmente con los huevos en la garganta.
Cronin, por lo contrario, prescinde de cualquier efectismo parejo, y deja el centro de debate de su cuento en el aire con elegancia y encanto. Y esa elegancia es lo que lo salva de la hoguera, pues deja con ganas de más.