La tortuga se mueve en su tiempo en la aridez de su desierto, sin tener conocimiento de la desesperación de Howard que la busca desesperadamente, como si su propia vida se fuera en ese andar lento pero ineluctable que aspira a una eternidad ilusoria y fugaz, como la que siente Lucky cuando a sus 90 años inesperadamente se desmaya en sus acostumbrados ejercicios matinales que le muestra esta vez que no todo es siempre igual y que la materia, nosotros, nos descompondremos en polvo más tarde o más temprano, por más que seamos dueños de una longevidad que se mide en años en medio de eones de "ungatz", como él llama al vacío, a la oscuridad desde donde venimos y hacia donde vamos, materia que se transforma, que se hace vibrante cuando nos conciben, desenvolviéndose junto con las palabras y las cosas, atraída por algunas y repelida por otras y que luego de un ritmo ya fijado, vuelve a la inercia que tomará las formas y composiciones insospechadas que ciertas leyes por siempre desconocidas impondrán sin consentimiento (en que nos convertiremos, de que mezcla formaremos parte cuando cesen las palpitaciones y las sinapsis?), y que en el concierto de células y átomos en revolución unificadas en ese momento en el nombre "Lucky", da como resultado, en el medio y a causa de un mundo inabarcable, la sonrisa que, según le han dicho, esbozó esa niña de un viejo relato, en la convicción de que sería inmediatamente ejecutada.