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Voto de Cinemaparadiso1951:
10
Drama Walt Kowalski (Clint Eastwood), un veterano de la guerra de Corea (1950-1953), es un obrero jubilado del sector del automóvil que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin ... [+]
5 de septiembre de 2021
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es William Munny, aunque también tenga dos hijos, haya muerto su esposa y esté dispuesto a desempolvar su viejo rifle si le ponen entre las cuerdas.
Tampoco es “el jinete pálido”, aunque trate de nuevo de ocultar su pasado y llegue a tomar partido por unos perfectos desconocidos que tratan, como aquellos granjeros, de hundir sus raíces en la América de las oportunidades.
Muy atrás quedó Harry Callaghan, aunque a nuestro nuevo héroe le entren ganas de mandar definitivamente a paseo a los hijos de mala madre que le han robado la paz en su barrio.
No es ni siquiera el hombre escéptico y solitario que, tras perder a su hija, encontraba en una aspirante a boxeadora a alguien capaz de devolverle al mundo de los vivos.
Es, sencillamente, Clint Eastwood; ha sido todos los anteriores personajes y muchos más que no nombro. Es en “Gran Torino” cada uno de ellos y ninguno en particular. Pocas veces en la historia del cine se habrá dado un caso similar: un actor-director que reflexiona sobre el propio mito que él ha creado durante más de cuarenta años en la pantalla. Un hombre que no ha puesto resistencia al envejecimiento (no sería sabio si lo hiciera); pero que ha sabido adaptar su propia imagen a la edad que el implacable paso del tiempo le ha ido marcando en cada momento. Sin perder nunca su carisma, ha ido reelaborando el mito, sobre todo en los últimos quince años, fusionando con especial inteligencia la historia y la leyenda, el actor y el personaje.

En “Gran Torino” sus señas de identidad son transparentes: cualquiera que haya seguido su trayectoria lo reconoce desde su misma presentación. Tan sólo los dos primeros minutos de proyección (en el funeral de su esposa) nos bastan y nos sobran para que conozcamos a Walt Kowalski, a sus hijos y a sus nietos, el mundo que aborrece y el mundo que ha elegido, el de un hombre viejo, enfermo y huraño que no puede vivir en el presente porque, sencillamente, ni lo reconoce ni puede reconocerle a él.

Rodeado de extraños, asiáticos en su mayor parte, que han ocupado el barrio, nuestro héroe (antihéroe más bien) vive anclado en su soledad y en un pasado que, como en los personajes de sus últimos grandes westerns (“El jinete pálido” y “Sin perdón”), no le ha proporcionado precisamente la paz interior. Su contacto directo con la violencia (ha luchado en la guerra de Corea) le ha hecho desconfiar de los demás y no está precisamente en su mejor momento para asumir los riesgos de la multiculturalidad. Como viejo dinosaurio, no le quedan más opciones: adaptarse o morir.

La presencia de sus vecinos del barrio, pertenecientes a la etnia “hmong” (grupos procedentes del sudeste asiático que, después de ayudar a los americanos en Vietnam tuvieron que refugiarse en diferentes países huyendo del triunfo comunista) tiene varias funciones en el film; por una parte, expositiva: son los signos de una América irreconocible para Kowalski; por otra, narrativa: al ser acosados por bandas callejeras incontroladas, se convierten en los débiles que necesitan defensa. Pero, por encima de todo, sirven de excusa argumental para que nuestro hombre, al llegar a una convivencia forzada al principio, asumida después, con sus vecinos, llegue a exorcizar sus propios demonios interiores, purificándose de sus instintos xenófobos, replanteándose la utilidad de la violencia (como William Munny en “Sin perdón”) y, como el perdedor de “Million dollar baby”, llegar a tomar una decisión extrema, en un desenlace particularmente emocionante y de resonancias épicas, que termina por configurar la talla humana del personaje y, a su vez, del mito Eastwood. En ese sentido, uno de los aciertos del film es la “confesión” de sus pecados; algo que su mujer deseaba y que el curita joven e inexperto de su parroquia intenta conseguir. Al final, todo se quedará en un rito rutinario; pero la auténtica confesión, una confesión laica, se ha producido poco antes: cuando Kowalski se abre al joven Théo y expulsa toda su rabia, echando fuera sus fantasmas de la guerra, de la sangre derramada, que aún alberga en su interior.

Se trata de un film muy sobrio, hecho con modestos medios: un solo personaje con entidad, unos cuantos actores desconocidos y un puñado de extras; dos casas, una calle y una iglesia; un rodaje de un mes escaso y una realización deliberadamente descuidada a veces. Puede que no sea tan recordado como las grandes obras maestras del director que están en la mente de cualquier aficionado (“Sin perdón”, “Los puentes de Madison”, “Mystic River”, “Million Dollar Baby”…); pero los resultados son excelentes.

El clasicismo del director –su nota más reconocible y elogiable --, más deudor del cine de los 70 y en particular de Donald Siegel, su maestro, que del propiamente llamado “cine clásico americano” que se remonta a décadas anteriores, se hace patente en toda la narración. Adoptando siempre el punto de vista del personaje de Eastwood, se presenta a su familia como un atajo de impresentables y con nula capacidad de evolución; gente hueca por dentro, convencional en sus ritos y formas sociales, hipócrita cuando acuden al padre-abuelo y apegada a la codicia como único motor de sus vidas. A través de ellos y de su exótico vecindario Kowalski asiste al desmoronamiento del “sueño americano”; sólo le quedan sus viejos recuerdos: su fallecida esposa, sus herramientas de mecánico, su viejo rifle y un Ford Gran Torino del 72, un coche al que mima de forma muy especial, un objeto anecdótico al principio y simbólico después de un pasado que no puede volver.


Y, como el cine más humano y convincente, el último Eastwood, coherente con su modo de entender el lenguaje de las imágenes, está repleto de miradas, de silencios, de frases arrojadas como lanzas, de palabras entredichas más que oídas, de detalles en apariencia insignificantes pero llenos de sentido.

Gran Torino. Gran Eastwood.
Cinemaparadiso1951
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