Como ocurre con algunas obras de arte modernas, esta prestigiosísima obra de Chantal Akerman se balancea entre la obra de arte imprescindible para ser y estar a la última y la nadería más absoluta. En mi opinión, la solución es la segunda pero, claro, ya puedo decir y escribir, como ahora mismo, que ya la he visto. Y me costó. Me costó mucho. Más de tres horas de secuencias repetidas una y otra vez en las que no pasa nada y que solo varían al final, con el consabido golpe de efecto que no deja de ser imprescindible para no quemar el cine o la televisión. Sí, mucho arte y mucha revolución fílmica pero al final hace falta que pase algo para no gritar de rabia.