No sé porqué, pero siempre que voy en un transporte público y ponen alguna película, suele ser un bodrio de proporciones épicas. Vale, sí, se la razón, pero coño, hay veces que se pasan. Puedo entender que pagar 20€ para irse al quinto coño, durante cinco horas de viaje, no sea el mayor índice de ingresos para una compañía de autobuses. Pero lo que no me parece bien es que encima tengan los santos cojones de torturar a los viajeros (vamos, a mi) con según que cosas.

El tesoro de la Isla de Coral es la última que he visto gracias a los simpáticos señores de Alsa. Previamente fueron pelis de Seagal, una cubana asquerosa sobre el Chachacha e incluso otra con Ashlee Simpson, que no estaba tan mal, eso si. Ahora, la mierda esta australiana ha superado todas las barreras, incluida la del sonido y la velocidad de la luz. Es un puto bodrio tan grande que sólo recordándola me entran ganas de exterminar a la raza humana y especialmente a Filmax por traer estas cosas a España.

La historia va así: Se introduce un flashback donde un pirata entierra un tesoro en 1850. Posteriormente, 150 años después, se empieza a ¿desarrollar? la historia. Un clon de Fred Savage descubre que un loro parlanchín sabe dónde está un tesoro que, casualidad, es clave para arreglar los problemas económicos de su abuelo. Así que nada, un crío de mierda de 13 años se va en avión hasta la Isla de Coral a buscar el tesoro. Con dos cojones. Y claro está, le persigue un malo malote y hay caídas y chistes de pedos.

Todo es vergonzoso. Desde la dirección, hasta el estúpido guión, pasando por las interpretaciones -o como se le llame a esto- e incluso los putos títulos de crédito. ¿La única cosa destacable? Algún tema de la BSO. Lo demás es infracine, o algo inferior a eso. Lo más gracioso de todo es que es una película presuntamente infantil, y como poco es moralmente dudosa, insertando valores en los críos como que el dinero está por encima de la familia, o que quemar viva a una persona es mejor que abandonar a un loro a la deriva. Total, una peli brillante que merece la pena cada minuto. Y cada segundo, y cada décima de segundo, y si ese tiempo fuese el empleado para partirle los dedos con un martillo a cada uno de los responsables de esta asombrosa obra de arte, mejor que mejor.