Que uno en pleno siglo XXI espere que suceda el milagro es, como poco, ingenuo. Contra lo esperado, Dreyer es capaz de generar un espacio sagrado en un medio tan profano como la pantalla de cine o, al menos, de la tele. De religión va la película en su sentido etimológico, de esa religatio o reunión de todo lo existente en una unidad que da sentido a la vida a través de la comunión con Dios, más allá de las taifas de las religiones organizadas, los credos opuestos y las vanidades cotidianas. Y es precisamente el adulto el que más necesita creer en el sentido de la vida, este extraño camino tejido de fortuitas desgracias y dones, y queriendo creer, se extravía aun más de él porque con la madurez hemos perdido la inocencia, condición de la creencia, y sin ésta no podemos acercarnos a Dios. Sólo la inocencia de los niños y la ingenuidad del loco tienen franqueado el camino a lo Alto. Dejad que los niños se acerquen a mí, dijo el Profeta de Belén. Dreyer matiza la afirmación y nos propone un acercamiento al niño que hemos sido en aquellos luminosos tiempos de arrebato y unidad con el cosmos. Seamos niños y creamos, así se santificará nuestra existencia.

Absolutamente imprescindible.