Jason, chiquillo, que nueve películas son muchas, que eso no lo resiste nadie, que tú, ni nosotros, estamos para estos trotes. Deja ya el cuchillo, hombre, déjalo ya, qué más te da matar o no matar.

Llegados a estas alturas, la cosa no puede salir bien. Debería ver (¡ja!) las seis entregas que me faltan para completar la saga, pero, como es lógico, no voy a hacerlo. Si me he perdido mucho, no lo sé, no lo creo, ¿alguien me las recomienda? Porque «Viernes 13: El final» es una auténtica patochada, así que puedo hacerme una idea de cómo eran las otras. Eso sí, me he reído que da gusto, que la película lo merece.

Yo sigo, por ejemplo, sin saber qué es Jason, ni por qué hace lo que hace. ¿Importa? ¡Qué va a importar! Aquí nada importa. La tensión no existe, el miedo desaparece, las camareras son luchadoras profesionales, la protagonista es, al mismo tiempo, histérica y karateka; la policía es patética, los periodistas diabólicos, las relaciones son desesperantes, las peleas de chiste y los efectos especiales asquerosos, totalmente asquerosos. Para rizar el rizo, hay también un «caza cabezas» (¿!) que lo único que hace es decir «increíble», partir dedos y sacar, no sé de dónde, una daga mágica. Atención a cada una de las intervenciones de Steven Williams como Duke, porque no tienen desperdicio. Por lo menos el final lleva sorpresa. Una sorpresa de pesadilla.

Despropósitos como estos hay que tomárselos con humor, y sólo así aprovecharemos la hora y media que dura la película. Para morirse de risa.