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Voto de Servadac:
7
6.6
93
Drama. Comedia
Primera película disponible de Mikio Naruse, "Ánimo, hombre" es un trabajo poco común en el director, ya que no se centra en personajes femeninos. Se trata de un encantador y fresco cortometraje sobre un vendedor de seguros empobrecido y su hijo, cuyas peleas con los otros niños de su pueblo ponen en peligro los medios de vida de su padre. (FILMAFFINITY)
5 de agosto de 2020
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Shiro Kido es uno de esos productores a la americana, imponente y enérgico; aterrizó en la Shochiku en 1924 y trabajó con algunos de los más grandes directores japoneses. Se le considera una figura controvertida y contrastada. Cuenta la leyenda que Mikio Naruse nunca fue santo de su devoción; de él llegó a decir que el estudio no necesitaba un segundo Ozu –una copia menor, ha de entenderse–. Por lo demás, le consideraba un director monótono, falto de contrastes y excesivamente pesimista.
Al parecer sólo ‘¡Ánimo, hombre!’ suscitó su admiración.
En su visión del cine debía primar el optimismo, la alternancia de penas y alegrías, el respeto por la autoridad y el orden y, por qué no, la apertura a los procedimientos formales de ultramar.
Mikio Naruse trabajó quince años para la Shochiku. Realizó para ellos una veintena larga de películas. Más adelante se fue a la P.C.L. (Photo Chemical Laboratory), antecesora de la Toho. Es posible que la marcha de Naruse se debiera a su falta de empatía con los planteamientos de su jefe, también es plausible una razón más simple: quería hacer sonoro y, en aquella época, la P.C.L. se fundó para especializarse en ese tipo de tecnología.
Sospecha Jean Narboni, en su monografía sobre el director para Cahiers du Cinéma, que en ‘¡Ánimo, hombre!’ hay un conflicto entre Naruse y su patrón. Me complace pensar que está en lo cierto; el cotilleo puede añadir sal al caldo creativo.
Estamos ante un corto tragicómico que recuerda, en su temática, a la posterior ‘He nacido, pero...’, de Yasujiro Ozu. El padre, Okabe, un muy modesto agente de seguros, ha de humillarse para subsistir.
Sin embargo, pese a las dentelladas de humor, el tono de Naruse es más oscuro.
En la zona ‘spoiler’ quisiera analizar por qué, desde mi punto de vista, el director se lleva el gato al agua frente al productor.
Al parecer sólo ‘¡Ánimo, hombre!’ suscitó su admiración.
En su visión del cine debía primar el optimismo, la alternancia de penas y alegrías, el respeto por la autoridad y el orden y, por qué no, la apertura a los procedimientos formales de ultramar.
Mikio Naruse trabajó quince años para la Shochiku. Realizó para ellos una veintena larga de películas. Más adelante se fue a la P.C.L. (Photo Chemical Laboratory), antecesora de la Toho. Es posible que la marcha de Naruse se debiera a su falta de empatía con los planteamientos de su jefe, también es plausible una razón más simple: quería hacer sonoro y, en aquella época, la P.C.L. se fundó para especializarse en ese tipo de tecnología.
Sospecha Jean Narboni, en su monografía sobre el director para Cahiers du Cinéma, que en ‘¡Ánimo, hombre!’ hay un conflicto entre Naruse y su patrón. Me complace pensar que está en lo cierto; el cotilleo puede añadir sal al caldo creativo.
Estamos ante un corto tragicómico que recuerda, en su temática, a la posterior ‘He nacido, pero...’, de Yasujiro Ozu. El padre, Okabe, un muy modesto agente de seguros, ha de humillarse para subsistir.
Sin embargo, pese a las dentelladas de humor, el tono de Naruse es más oscuro.
En la zona ‘spoiler’ quisiera analizar por qué, desde mi punto de vista, el director se lleva el gato al agua frente al productor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Jean Narboni ve en el final un forzado happy end impuesto por la productora. Es posible… si existiera realmente un happy end.
El corto, hasta más allá de su mitad, es de espíritu ligero, con destellos amargos y una sensación de plenitud feliz en el rodaje de las escenas con los niños. El punto de inflexión tonal se sitúa en la proporción áurea de la cinta, en la secuencia en la que el padre, cambiando mezquinamente de actitud, reprende a su hijo por pegar al churumbel de una familia adinerada. A partir de ahí el relato se ennegrece.
Mientras Okabe logra colocar la póliza, su hijo es arrollado (en elipsis narrativa) por el tren. Irónicamente, las pólizas que vende son seguros de vida para niños.
La última escena, en el hospital, es una pequeña joya cinematográfica:
Tinieblas / Figuras fantasmales / El chico con los ojos cerrados en el lecho / Primer plano de la madre enjugándose una lágrima / El gesto apesadumbrado del médico / Su reloj / El péndulo / El grifo que gotea / La cámara que sigue el deambular en sombra de la madre / El médico en la cabecera del enfermo / De nuevo el gotear del grifo, esta vez con panorámica de arriba abajo…
Todo sugiere que el niño ha de morir.
Volvemos a los pasos de la madre / El grifo / Una mosca muerta en el agua de la pila / La madre que se gira y llega el padre…
El médico le dice que aún es pronto para saber a qué atenerse; el crío se disculpa (esas podrían ser sus últimas palabras), aunque no hubiera motivo justo para ello.
Observad cómo salen de cuadro los actores, cómo juega la fotografía al claroscuro, el diálogo entre escalas, la dialéctica precisa entre el movimiento y la fijeza de la cámara, las mieles del montaje.
La enfermera y el médico, en una franja de luz transversal y ultraterrena, componen una pintura tenebrista.
[De pronto, un plano exterior fantasmagórico de viento, arbustos y ropa tendida –que me hizo oír, con violenta sinestesia, el lied ‘Der Erlkönig’ de Schubert, sobre texto de Goethe.]
Y vuelta al lecho, en lo que podríamos llamar un travelling de sombras que se acerca a la criatura mientras se añaden, sobreimpresas, imágenes de aviones.
Así queda expresada la muerte del chaval.
Y, entonces, el niño se despierta. La oscuridad del rostro impide ver si dice algo al recibir el aeroplano de juguete.
Con una panorámica que va del hijo hasta los padres y un plano del viento en los arbustos –sin rastro de horizonte– se cierra la película.
El despertar del niño es, intuye Narboni, imposición de Shiro Kido. Quizás lo sea, quizás sea esa su manera de exigir el optimismo que, según su concepción, el cine debería contagiar. No obstante, un breve despertar podría ser sólo el preludio de la muerte (recordemos a Andrei en ‘Guerra y paz’ y a tantos otros moribundos memorables).
En cualquier caso, el tono de la escena, el rostro del niño oscurecido casi por completo y el plano último de los arbustos azotados por el viento, demuestran que no siempre gana la partida el productor.
El corto, hasta más allá de su mitad, es de espíritu ligero, con destellos amargos y una sensación de plenitud feliz en el rodaje de las escenas con los niños. El punto de inflexión tonal se sitúa en la proporción áurea de la cinta, en la secuencia en la que el padre, cambiando mezquinamente de actitud, reprende a su hijo por pegar al churumbel de una familia adinerada. A partir de ahí el relato se ennegrece.
Mientras Okabe logra colocar la póliza, su hijo es arrollado (en elipsis narrativa) por el tren. Irónicamente, las pólizas que vende son seguros de vida para niños.
La última escena, en el hospital, es una pequeña joya cinematográfica:
Tinieblas / Figuras fantasmales / El chico con los ojos cerrados en el lecho / Primer plano de la madre enjugándose una lágrima / El gesto apesadumbrado del médico / Su reloj / El péndulo / El grifo que gotea / La cámara que sigue el deambular en sombra de la madre / El médico en la cabecera del enfermo / De nuevo el gotear del grifo, esta vez con panorámica de arriba abajo…
Todo sugiere que el niño ha de morir.
Volvemos a los pasos de la madre / El grifo / Una mosca muerta en el agua de la pila / La madre que se gira y llega el padre…
El médico le dice que aún es pronto para saber a qué atenerse; el crío se disculpa (esas podrían ser sus últimas palabras), aunque no hubiera motivo justo para ello.
Observad cómo salen de cuadro los actores, cómo juega la fotografía al claroscuro, el diálogo entre escalas, la dialéctica precisa entre el movimiento y la fijeza de la cámara, las mieles del montaje.
La enfermera y el médico, en una franja de luz transversal y ultraterrena, componen una pintura tenebrista.
[De pronto, un plano exterior fantasmagórico de viento, arbustos y ropa tendida –que me hizo oír, con violenta sinestesia, el lied ‘Der Erlkönig’ de Schubert, sobre texto de Goethe.]
Y vuelta al lecho, en lo que podríamos llamar un travelling de sombras que se acerca a la criatura mientras se añaden, sobreimpresas, imágenes de aviones.
Así queda expresada la muerte del chaval.
Y, entonces, el niño se despierta. La oscuridad del rostro impide ver si dice algo al recibir el aeroplano de juguete.
Con una panorámica que va del hijo hasta los padres y un plano del viento en los arbustos –sin rastro de horizonte– se cierra la película.
El despertar del niño es, intuye Narboni, imposición de Shiro Kido. Quizás lo sea, quizás sea esa su manera de exigir el optimismo que, según su concepción, el cine debería contagiar. No obstante, un breve despertar podría ser sólo el preludio de la muerte (recordemos a Andrei en ‘Guerra y paz’ y a tantos otros moribundos memorables).
En cualquier caso, el tono de la escena, el rostro del niño oscurecido casi por completo y el plano último de los arbustos azotados por el viento, demuestran que no siempre gana la partida el productor.