La casa de las ventanas malditas

El sujeto protagonista es un completo ignorante del escenario en donde se mueve, como una rata en un laberinto -también la amante joven y parcialmente su amigo suicidado. Los sujetos que lo circundan son a) los asesinos; b) los que conocen a los asesinos, ambos conocen el escenario pero se guardan en no advertir al protagonista.
En el medio de la pirámide está quien visualiza el film, el cual accede a la información administrada por la dirección, oscilando entre revelaciones que el protagonista llega a conocer y otras que ignora, esto último es lo que da no miedo -el que quiera gritar y sacudirse no vea una película, depílese- sino el pesimismo intelectual de que seguramente el protagonista será fulminado. Es un mentecato. La maldad, por su parte, crece como las plantas o el musgo, no tiene propósito, pero triunfa. No se entiende quién manda -acaso el enano-, la policía es estúpida, los ayudantes del protagonista dicen todo tarde, lo abandonan o él los abandona y mueren, a veces, a pesar del miedo a la tapera donde se establecieron, comen y fornican, la iglesia no es iglesia, el cura es una mujer travesti -lo que para la época podía agravar la maldad.
Toda esta sobria maquinaria de tontería configura una fábula sobre el handicap. Más allá de las perversiones que la ficción puede a duras penas imitar, el film muestra una sociedad de omertà donde el silencio permite que unos pocos organizados triunfen por sobre los ignorantes y la mayoría.
Postdata: el que existan planos subjetivos de los asesinos, cuando aún no sabemos quiénes son, y aquél misterioso y final brazo apoyado en el árbol nos ilustran que la fuerza del cine es similar al de las simpáticas ancianas. No mostrar todo -menos con lo viejas que están- sobre algo, sino guardarse lo que conviene.