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Críticas 2
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
25 de julio de 2010
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Trono de sangre es una de las mejores adaptaciones en blanco y negro de la tragedia Macbeth. Una obra maestra dibujada en blanco y negro que Kurosawa extrajo del legado de Shakespeare para ambientarla en el Japón feudal del siglo XVI, de la mano de grandes figuras del cine como su gran actor fetiche: Toshiro Mifune.

En esta ocasión, el aclamado actor encarna a Washizu, un poderoso general samurai. Y también aparece Takashi Shimura, otro gigante del cine procedente de la tierra del Sol Naciente. Esta vez, sin embargo, su papel secundario es claramente eclipsado por la dilatada presencia de Mifune en pantalla. Éste interpreta a un personaje de convicción frágil, cuyos pensamientos son fácilmente gobernados por los demás y, más en particular, por su propia mujer, que, movida por un inagotable afán de poder, representa la parte más perversa del film y es la artífice de la sangrienta oleada de muertes que da razón de ser al título del film.

Nos encontramos, pues, ante una trágica historia de asesinatos ejecutados por motivos meramente personales, que da a entender lo absurdo que resulta un conflicto bélico. Con Trono de sangre, Kurosawa deja entrever su pasión por la grandeza de la literatura occidental –como ya demostró adaptando El idiota de Dostoievski– al plasmar al célebre dramaturgo inglés en una obra que habla de la guerra, entendida como decisión de unos pocos que provoca la muerte de muchos. Una consecuencia del temor que sobrecoge al ser humano cuando ha obtenido riquezas materiales o un mayor estatus social, como bien experimenta el líder Washizu.
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Interesante resulta, en este sentido, la involución por la que pasa dicho personaje. Al inicio, se nos presenta como hombre valeroso, disciplinado y modesto. Sin embargo, a raíz de la aparición de un oráculo en medio del bosque, que le revela su destino, Washizu es manipulado psicológicamente por su propia mujer hasta convertirse en un ser cruel y despiadado. El orgullo y la locura también afloran en la mentalidad de Washizu, y es gracias a la soberbia interpretación de Mifune –estas teatrales y algo exacerbadas expresiones de pánico, dolor y desorden, que nos remiten de cabeza al expresionismo alemán– como descubrimos a un sombrío personaje que ya no distingue fantasía de realidad.

El versátil actor protagonista destacó por su gran variedad de registros ante la cámara, con interpretaciones que bien se equiparan a los apasionados personajes del cine mudo e incluso nos pueden recordar a carismáticos actores del presente –que tampoco encasillaríamos en uno o dos papeles– como Jack Nicholson o Robert de Niro en sus aristas más alocadas y positivamente histriónicas.

Otro factor importante de la película es el motivo por el cual se desata la tragedia: el personaje femenino. Los actos de la esposa de Washizu provocan cierta misoginia, al definir a un personaje misteriosamente perverso, capaz de conducir al hombre hacia su lado más oscuro y cruel, de un modo parecido al trato que Kurosawa dio a la recién casada que aparecía en Rashomon. Washizu se convertirá así en una persona ansiosa de poder, que se deja llevar por la sospecha insana y cuyos malos pensamientos lo arrastran hacia un estado de paranoia, con el que la película adopta un cariz tenebrosamente psicológico.

Será entonces cuando Mifune saque a la luz todo su potencial interpretativo y deje atrás la rectitud y prudencia del buen guerrero que personificaba en un principio, para meterse en la corrosiva piel de un hombre loco, manchado de crímenes y traición, que no ha alcanzado más que una pseudo-gloria, en la cima de un trono cuyo efímero poder se vuelve finalmente en contra suya.

Al igual que el incauto mafioso Muramaki en El ángel ebrio de Kurosawa, donde también encontramos a un Mifune en estado de gracia, el papel protagonista que éste desempeña en Trono de sangre toma un rumbo maligno hacia la perdición que no tiene vuelta atrás.

En suma, esta gran y conmovedora propuesta de Kurosawa ha respetado la dramaturgia shakesperiana en forma de regreso al pasado japonés, que aparece muy bien retratado gracias a detallistas vestimentas de samuráis al galope; un fragmento de los particulares atrezzos que compuso Kurosawa, y que no pocas veces hemos visto en sus artísticas películas. Sin duda alguna, esta es otra joya del cine clásico nipón, a manos de un culto y grandioso director que –nutrido de la mejor literatura universal– nos imparte una magistral lección de cine con una obra bellamente trágica.
25 de julio de 2010 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Realizar un buen remake implica tratar de ofrecer algo distinto de la película original, que renueve o revise su contenido escrito. La enfermedad que padecen las carteleras de hoy, sin embargo, demuestra que algunos productores de Hollywood no apuestan por horas de reflexión para dar con un buen guión, sino por minutos delante del ordenador para mejorar exclusivamente la calidad visual de conocidos productos añejos.

Partiendo de estas coordenadas, el desconocido Samuel Bayer debuta detrás de las cámaras con la nueva versión de Pesadilla en Elm Street. ¿El porqué? Satisfacer los deseos del productor Michael Bay, un caprichoso millonario que siempre quiso resetear los grandes títulos de terror de los años setenta y ochenta.

El exorcista, El silencio de los corderos, Viernes 13 y La matanza de Texas ya han pasado por la materialista máquina de hacer remakes convirtiéndose en palimpsestos cinematográficos del siglo XXI. Cosa similar ha ocurrido con Pesadilla en Elm Street, la obra cumbre de Wes Craven que, tras 7 abominables secuelas, regresa a la gran pantalla –de nuevo destinada al consumo juvenil– para narrar los orígenes del famoso Fred Krueger y, de paso, rodar la misma historia, pero desde una trama mucho más explicativa, impresa sobre unos personajes y un contexto claramente actuales, que se distancian mucho del movimiento rockero y rebelde que impregnaba el fondo de la película original, estrenada en 1984.
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Por lo que al reparto se refiere, esta enésima Pesadilla cuenta con unos personajes jóvenes y característicos de las piezas de terror norteamericano: tan apuestos por fuera como inconsistentes por dentro. Y no es que el film original mostrase grandes interpretaciones, pero al menos sorprendía descubrir en él a un adolescente y debutante Johnny Depp entre las víctimas de Krueger.

A pesar de esto, sin embargo, la auto-corrosión del film no viene tanto con los personajes, sino con la historia en la que éstos tratan de desenvolverse sin éxito, buceando por una película que pone más trabas a su reparto que el propio Krueger tratando de capturar a su víctima en sueños. Igual de perniciosos resultan, en este sentido, los diálogos que entablan las víctimas y el abstracto asesino –que sí merecían ser pasto de las garras de Freddy– recordándonos lo mal hilvanado que está el cine comercial en general, tan distanciado de las antológicas frases y monólogos del clásico.

Ni siquiera Jackie Earle Haley, el actor encargado de ponerse el famoso jersey a rayas y el guante metálico, ha podido demostrar su curiosa faceta de peligroso hombre del saco, en un filme que, pese a querer asustar al espectador explicando cómo se forjó una moderna leyenda de terror, se limita a dar algunos trazos sobre el alma en pena de un abusador de menores y repite una historia de culto, sabida por todos, que no hacia falta refabricar.
El nuevo Freddy Krueger no provoca espanto. Tampoco se percibe riqueza alguna debajo de sus flameadas facciones, ni de su particular carácter cínico. Eso sí, los efectos especiales que Bay ha puesto a disposición del director consiguen resarcir un poco el producto, mejorando su parte técnica, y algunas escenas poseen verdadera garra –cuando la película juega a confundir realidad y sueño, o cuando mezcla tensión con música relajante a ritmo de los antológicos Everly Brothers– aunque el termómetro de sustos y sorpresas no alcance cifras altas en toda la obra. Ello se debe a la carencia imaginativa que padece la película, así como al homenaje barato con que los realizadores muestran escenas idénticas a las del film original.

Grosso modo, nos encontramos ante un soberano “más de lo mismo” destinado al vertedero hollywoodiense donde se amontonan innecesarios remakes de películas que no deberían saltar de época. Un lugar tan oscuro y tétrico como el onírico reino por el que vaga el malvado Krueger, donde huelgan personajes y diálogos; donde los buenos efectos sirven a lo trivial y tanto productores como guionistas parecen anteponer los intereses económicos al esfuerzo por crear un cine perpetuo y de calidad.
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