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Críticas 5
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
25 de septiembre de 2011
26 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Escribir sobre ella puede ser un duro reto, pero sin duda verla lo es aún más. ¿Por qué? Porque El árbol de la vida es una película sin guión, con un hilo conductor casi invisible, extremadamente difícil de asimilar al momento e imposible de descifrar racionalmente. Una película, no: una metáfora. Pero una metáfora sin palabras, que deja sin habla hasta a los poetas.

Una historia bordada con detalles y con un sinfín de imágenes de la naturaleza: el sol, el mar, los árboles. La película combina el drama de una familia norteamericana de los años 50, narrado con incontables saltos temporales, con minutos y minutos de imágenes que se suceden indefinidamente y que parecen sacadas de un documental sobre la formación del universo. Varias veces aparece, también, una luz que representa al Señor. Y es que el film confronta de manera excelente la fe en Dios con la creación del universo según la teoría científica. La banda sonora de la película, una pieza barroca de carácter melancólico y misterioso, tampoco pasa desapercibida.

El árbol de la vida es, simplemente, algo insólito. Y no porque se aleje de la línea estilística de su director, Terrence Malick. Ya se sabe que sus películas suelen ser duras de roer (La delgada línea roja y El nuevo mundo me dejaron, confieso, un nudo en la garganta), que la oda a la madre naturaleza es uno de sus cuños y la reflexión sobre la vida y el hombre, probablemente, no le deja conciliar bien el sueño. Sin embargo, esta película tiene algo único. Al verla pensé que marcaría un antes y un después en la manera de hacer cine. Más tarde limé ese pensamiento y supe que quizá no, que después de ella todo seguiría igual, pero que su originalidad era aplastante. Es distinta a todo lo que he visto hasta ahora, no recuerdo ningún film elaborado de manera semejante, y estoy segura que pasará tiempo hasta que aparezca algo parecido. Una idea de hacer cine, en definitiva, innovadora y singular.

Grabada en el 2009, es quizás la película en la que Malick debe haber invertido más tiempo, empeño y esfuerzo, con tal de servir en bandeja algo diferente conservando, ante todo, su esencia cinematográfica. Y sin duda lo ha conseguido. Del reparto, si tuviera que destacar algún actor, ése sería Brad Pitt: me sorprendió gratamente, su personaje me llegó mucho. Aunque todos los intérpretes, pienso, logran estar a la altura de su papel.

(continuo en spoilers)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lamento no haber podido disfrutar del final como habría querido, pues los murmullos y la gente abandonando la sala del cine se hicieron insoportables. Especialmente mi vecina de la derecha, que no paraba de quejarse y de hacer comentarios absurdos a su acompañante, a la que habría echado a patadas con mucho gusto. Por lo tanto, presten atención: si no te gusta la película, vete en silencio. Pero deja a los que decidan quedarse permanecer absorbidos por el misterio de este film. Porque, éste sí, es para minorías.

La manera de enfrentarse a esta película se reduce a una. El espectador, de antemano, debe estar predispuesto a prescindir del control durante dos horas y medias. A que sea la película la que lo conduzca a él. A dejarse llevar por la corriente de sensaciones que lo arrastra desde el primer hasta el último minuto. A renunciar a entenderlo todo: no hay nada que entender, todo es sentir. Los últimos diez minutos concentran magistralmente el conjunto de emociones del largometraje: la vida, el nacimiento, la muerte, la pérdida.

Al final, como ya he dicho, la película te deja sin palabras. Probablemente porque es una película completa y redonda: está bien concluida y no hay nada que añadir. Te da la sensación que no la puedes explicar, ni siquiera eres capaz de describir muy bien las impresiones que te ha causado. Por eso es tan difícil hacer de ella una crítica de la única manera que sé: con palabras. Sin duda, sí… Es un duro reto.
18 de septiembre de 2011
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Yo, que me declaro sin rodeos amante del cine francés desde mis revelaciones adolescentes con Amélie o Los niños del coro, no conocía la existencia de esta película hasta que una tarde de domingo me concedió la fortuna de descubrir, entre esas pilas de películas grabadas en CD’s amontonados y bautizados con permanente negro, un título atrayente. Tomé el “Quiéreme si te atreves” por un “Mírame si te atreves”, y así, sin saber absolutamente nada acerca de lo que tenía entre las manos, elegí atreverme.

Mi reticencia a creer en las causalidades recibía un guiño del destino al aparecer, entre los créditos iniciales, el nombre de la musa de mis ojos, Marion Cotillard. Oh la la! Ya no hacía falta ninguna sinopsis, ninguna recomendación, ningun estímulo más para mi sexto sentido. Junto a Guillaume Canet, ella protagoniza el que fue el primer largometraje de Yann Samuell, que se atrevió a filmar en 2003.

Personalmente, entiendo el cine francés como un homenaje al buen gusto. Quizá se deba al haber sido los pioneros del séptimo arte (gracias de todo corazón, hermanos Lumière), pero es innegable que los hijos de liberté, égalité, fraternité conservan la frescura y la humildad del cine modesto. El suyo se trata de un cine de tipo único y peculiar. Se caracteriza por ser poco pretencioso, de escasos efectos especiales, presupuesto limitado y gozar de elegante sencillez. Es, muchas veces, el cine por excelencia del surrealismo, de lo fantástico y de lo paranoico (absténganse, pues, mentes sensatas y prácticas). No es el cine de las grandes productoras, tampoco de las colas quilométricas frente a las taquillas. Ni siquiera pretende ser más de lo que es: no se patrocina más de lo necesario ni crea falsa expectación, pues el cine francés es como es, si de algo puede presumir es de transparencia: no te engaña, te gusta o no te gusta. Su razón de ser es lograr un contenido bueno sin perder una pizca de estilo, y en eso se centra plenamente. El cine francés derrocha talento, sentimiento, emociones, un aura de magia que te sacude, agita, llega, llena y conmueve. Te corteja lentamente, y de repente, sin previo aviso, ocurre: Voilà! Ya te ha conquistado.

(continuo en spoilers)
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Y todo eso y más plasma Quiéreme si te atreves, originalmente titulada Jeux d’enfants (“Juego de niños”). Este drama romántico, genuinamente francés, presenta la historia de amor – odio de Julien y Sophia, dos críos cuya mayor diversión es desafiar los límites del otro (su frase favorita es: ¿Capaz o incapaz?). Encubierto en forma de juego, se demuestran su amor con cada reto que, por turnos, el uno dicta y el otro cumple sin vacilar. El listón de dificultad se incrementará, a medida que crezcan, hasta lo extremo, peligroso e insospechado, cautivando y frustrando por partes iguales al espectador, que, incapaz de despegar los ojos de la pantalla, palpitará al unísono con el corazón de los personajes para saber hasta dónde serán capaces de llegar. La sensación de ahogo es tan viva que no deja a nadie indiferente. La intensidad y profundidad del film, condensadas en 93 minutos que pasan volando, destilan un duradero sabor que te envuelve en la impresión de haber estado contemplando la vida de los protagonistas durante años, a tiempo real. Ante tal efecto, me quito el sombrero: Chapeau. Se produce gracias a las actuaciones de Canet y Cotillard, que están muy logradas. Hacen de lo complicado algo fácil, y para ello no usan fórmulas secretas ni existe más secreto que su solidez interpretativa. Su capacidad no te deja otra escapatoria que creerte aquello que ves, hasta lo más inverosímil.

Sin voluntad de desviarme del tema, me veo incapaz de pasar por alto una pequeña anécdota sobre los dos protagonistas que, casi siempre, es de agrado conocer: desde el 2006 mantienen una relación sentimental, y tienen un hijo en común. Además, recientemente han vuelto a actuar juntos en Pequeñas mentiras sin importancia, que aún no he tenido el gusto (o disgusto, quién sabe) de ver. Es algo que habrá que solucionar en su momento, por ahora me limitaré a dar veredicto de aquello que he visto. Finalmente, yo les invito a que se sienten, a que tomen una hora y media de sus ajetreadas rutinas, a que dejen de lado el raciocinio, a que se emocionen, a que se dejen seducir. Y a que jueguen a atreverse.
13 de octubre de 2011
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es muy complicado defender esta película sin poner en entredicho mi sentido crítico. Porque, analizándolo objetivamente, los efectos especiales de este film británico dejan bastante que desear, la trama es típica, no ofrece nada nuevo. Para todos aquellos que hayan leído la novela de Alejandro Dumas la peli les sabrá a muy, muy poco, pues es una muestra muy condensada de una gran obra. La película no tiene mucho valor cinematográfico, más allá del puro entretenimiento de sus 110 minutos. Los personajes, estereotipos: los malos son muy malos, les coges una tirria impresionante nada más verlos. Los buenos, irremediablemente buenos. Ah, y nunca mueren. La suerte siempre los acompaña, y mientras protagonizan una matanza, ellos como mucho se llevan un buen golpe en la cabeza o un rasguño tras un disparo fallido. Del director, Paul Anderson, sólo sé que “es considerado como uno de los creadores del género de películas basadas en videojuegos”. Eso me ayuda a entender muchas cosas, especialmente escenas de enfrentamiento en que se deja llevar excesivamente por su imaginación.

Pues eso. Partiendo de la base que soy plenamente consciente de todo eso y más, les voy a confesar algo muy, muy personal. Mi película preferida durante toda la infancia fue La máscara del Zorro. No me cansaba nunca de ella, era capaz de verla más de una vez al día. Me sabía de memoria los diálogos, la banda sonora me estremecía, con las primeras notas de guitarra experimentaba todo un arrebato pasional que me erizaba la piel. Me marcó tanto que, a pesar del estrepitoso fracaso de su segunda parte, La leyenda del Zorro (qué decepción…), aún hoy en día soy incapaz de dejarla a un lado cuando pienso en el listado de películas más significativas. Porque, aún sin ser consciente de ello, fue la primera película que me hizo amar el cine. Porque todavía conservo el viejo DVD y sé que cualquier día de estos me la pondré y seguiré deleitándome como una cría, regocijándome en el sillón. Porque me recuerda a las cosas que más me gustaban cuando era una niña. Porque es algo simbólico y a la vez nostálgico.
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¿Adónde quiero llegar con toda esta (puede que tediosa) explicación? A que entiendan el por qué, con solo ver un duelo de espadachines, se me nubla el juicio. Vi el trailer de Los tres mosqueteros y ya estaba deseando ir a verla. Es del tipo de películas que me gustan porque sí: la lucha de espadas, las damas y los caballeros siempre me han fascinado, y nunca me canso de esta temática por muy explotada que esté. Me cuesta mucho ser imparcial, me anula el raciocinio, porque en realidad en todos los films así los protagonistas “se lían” a matar, sin piedad, a otros personajes a diestra y siniestra con un movimiento rápido de espada. Y si lo pienso fríamente tendría que decir: “No, es que no es bonito, no está bien, está mal, muy mal. Castigados”. Pero lo dicho: soy incapaz de usar el entendimiento ante films de tal calibre. Mi espada de la crítica se desafila. Entrego las armas. Me rindo.

El hecho que saliera Orlando Bloom, hay que admitir, de antemano también ayudaba. Pero enseguida lo relevé a un segundo plano. El causante fue el actor que encarna al joven D’Artagnan, Logan Lerman. A pesar de haberlo visto ya en El número 23 y El efecto mariposa, no recordaba su cara para nada. Frente a posibles opiniones que parece recién salido de Disney Channel, he de decir que a mí me cautivó, él y el contraste entre una cara de niño inocente y un carácter gallardito, altanero, chulito. La actuación de Milla Jovovich (Milady; y mujer del director, por cierto) también fue una grata sorpresa, aunque no se aleja mucho de la línea de las de Resident Evil.

Así que no me queda más que concluir, en pleno uso de mis facultades mentales (sean las que sean, juzguen ustedes), que aunque la película no es para echar cohetes, a mí me gustó.
17 de septiembre de 2011
8 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca he sido fan de Woody Allen (más que nada, porque películas suyas he visto más bien pocas). Aunque he de reconocer que Vicky Cristina Barcelona me conquistó sutilmente. La temática era razonablemente parecida a la de Midnight in Paris: crisis existenciales y de pareja analizadas desde una focalización serena y natural. Sólo que segundas partes nunca fueron buenas y, la medianoche… pues eso, a medias se quedó.

El motivo central de Midnight in Paris es ciertamente interesante. Se trata de la eterna insatisfacción humana del sublime artista visionario irreparablemente desencantado con el mundo en el que le ha tocado vivir y que se evade aferrándose a la errónea idealización de un pasado glorioso (los parisinos años 20, en este caso). Es comparable a la filosofía que se desprende de una de las coplas de Jorge Manrique, sólo que el mensaje de Allen es sustituir “cualquier tiempo del pasado fue mejor” por un “cualquier tiempo del pasado fue igual que éste”. ¡Cuánta inoportuna nostalgia nos provoca el anhelar lo etéreo! La película, finalmente, convida a disfrutar los breves y limitados placeres del presente. Resulta una auténtica lástima que un trasfondo tan potente, que podía haber dado tanto de sí, esté tan mal explotado. La gravedad del tema no cuaja ni por un instante con las escenas de humor genuinamente norteamericano y comercial, de modo que la idea original es desperdiciada por un desarrollo que no llega a estar a la altura. El lamentable resultado no es otro que una película descabezada, heterogénea, incalificable, un peligroso e insensato corta y pega, un film heteróclito que toma elementos de aquí y de allí indiscriminadamente y que, quizás por eso mismo, responde a la marca de su excéntrico director.

Y nunca he visto un protagonista peor elegido. Ewon Wilson está muy bien para las comedias, pero que un hombre cuya vocación es más de payaso que de actor finja sentir las profundas inquietudes de un escritor de hoy en día deja mucho que desear. No convence. Yo le cambiaría una vocal y me quedaría con Ewan (el Ewan McGregor de Moulin Rouge). El resto del reparto es aceptable, excepto la floja y poco convincente actuación de Carla Bruni en un plano secundario, que contrasta enormemente con la magnífica, sublime y siempre acertada Marion Cotillard (cuesta olvidar su delicioso “So, ¿goodbye, Gil?” en una de las escenas finales). Además, un entretenido abanico cultural de personalidades de principios de siglo XX dota de gracia al film: Hemingway (que no pestañea cuando habla, por cierto), Picasso, Dalí (y su extraña obsesión por los rinocerontes), los Fitzgerald, una perspicaz pero familiar Gertrude Stein…

(continuo en spoilers por falta de espacio)
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Pese a la disparidad de la película, no miré el reloj ni una sola vez (pensándolo bien, quizá el truco del director era engañar en el tiempo a ambos lados de la pantalla). El toque maestro es, sin duda, la banda sonora, una deleitosa combinación de jazz y swing, terreno donde Allen no suele fallar. Midnight es fácil de ver, pero de ahí no pasa. El narcótico sólo dura 111 minutos. En las horas posteriores, la magia se evapora y ves que las cosas no acaban de estar en su sitio y que, además, todo huele a promoción francesa. No pude evitar pensar en Ángeles y Demonios y en la descarada propaganda que se hizo de la legendaria Roma en su momento. Y mis sospechas se afilan al unir hilos con Vicky Cristina Barcelona. Midnight in Paris, titulada en el idioma original (“Medianoche en Paris” debía de sonar poco chic para la ocasión) se sitúa al mismo nivel, presentando durante dos tediosos minutos iniciales el Paris de Viajes El Corte Inglés, una visita virtual encandiladora y predecible por las calles de la ciudad de las luces (o de l’amour, si lo prefieren). De fondo, la canción que interpreta al piano Cole Porter convida con su Let’s do it, let’s fall in love a suspender el sentido crítico y dejarnos seducir por la parisina medianoche. Pero no, otra vez será.
12 de junio de 2013 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya ha pasado más de una década desde los éxitos cosechados con Erin Brockovich, Traffic y Ocean’s Eleven. Y Steven Soderbergh, con un Óscar al Mejor Director en el estante, ha dejado de pisar ese terreno firme que lo conduce a la candidatura de tantos premios de cine como se entregan. En los últimos tiempos, ha optado por moverse en un campo más resbaladizo: el de lo psicológico. Ya lo hizo en Contagio. Y Efectos secundarios, un thriller hitchconiano de la mano del mismo guionista, Scott Z. Burns, transita también un terreno pantanoso.

La película presenta el trastorno depresivo de la joven Emily (Rooney Mara) que, tras un intento de suicidio, acude a la consulta de un prestigioso psiquiatra, el doctor Jonathan Banks (Jude Law). Después de probar distintos tratamientos, y por recomendación de Victoria Siebert (Catherine Zeta Jones), la anterior doctora de Emily, el doctor Banks empieza a suministrarle un nuevo fármaco que ha salido al mercado.

Pese a los fuertes efectos secundarios del ansiolítico, Banks y Emily optan por seguir con la medicación, que le permite volver a hacer vida normal con su marido Martin (Channing Tatum). Sin embargo, esta decisión desembocará en un suceso que los arrastra a un callejón sin salida y en el que es casi imposible discernir la inocencia y culpabilidad de ninguno de los dos.

Así, y con un reparto familiar para Sodenbergh (Jude Law ya aparecía en Contagio, Catherine Zeta Jones en Traffic), arranca una historia rocambolesca bordada de intriga, mentiras, pastillas y sexo. Los actores, a excepción de una exageradamente caracterizada Zeta Jones, encarnan personajes completamente redondos y nada simplistas. Destaca especialmente la imprevisibilidad de Mara y Law, quienes convierten las apariencias en los hilos que tejen todo el largometraje.

La trama de Efectos secundarios es una espada de doble filo. Por una parte, está llena de detalles y guiños que mantienen la atención de principio a fin. Por otra, es tan intrincada que, hacia el final, roza la inverosimilitud y complica aún más el juicio. No hay un solo giro argumental: hay varios. A cada cual más retorcido. Por eso es una película para ver sólo una vez (casi es mejor no saber nada antes) pero que precisa una segunda visión.

La película, de música discreta y cargada de medios y primeros planos, es un cóctel sobre la avaricia humana, la industria farmacéutica, la praxis médica y toda la fragilidad que envuelve la relación médico paciente. Un film con el que muchos pueden sentirse identificados por su rabiosa actualidad pero que recoge un juicio ambiguo: lo que parece una potente crítica a la industria farmacéutica y a la costumbre de combatir trastornos psicológicos con fármacos, se torna en un convencional e inofensivo largometraje que puede dejar, a más de uno, el amargo sabor de la insatisfacción, del final que hace que decaiga el conjunto. Esta es la última receta del doctor Soderbergh: todo un narcótico para la intriga. Al final, los efectos secundarios.
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