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Críticas ordenadas por utilidad
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5.8
2,441
3
6 de junio de 2014
6 de junio de 2014
19 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un profesor suizo se encuentra con una chica que quiere suicidarse. Al rescatarla, esta pierde el libro que estaba leyendo. El profesor comienza a leerlo y como por arte de magia, queda preso entre sus páginas y decide averiguar más sobre su autor. Y en este punto deben de haber pasado tan solo tres minutos de película. Mi profesor de guión de la universidad nos decía que si en los diez primeros minutos de película no ha pasado algo importante, el encargado de juzgar la historia tirará el guión a la basura. Pero en fin, entre eso y hacer un planteamiento insignificante, creo que hay una gran diferencia.
La película se debate entre tres géneros, pero desgraciadamente no se siente cómoda en ninguno de ellos. La historia que el profesor descubre, tras las páginas del libro perdido, trata sobre el final de la dictadura de Salazar en Portugal. Pero la trama pasa tan de puntillas sobre el tema que no puede considerarse una película histórica. Falta profundidad, rigor, detalles… El segundo intento dispara contra el drama pero, ¡ups!, vuelve a fallar. Es todo tan inverosímil y forzado que nadie se cree el sufrimiento de los atormentados personajes. No empatizas con ellos, no quieres saber más, no te crees ni una palabra de lo que cuentan… Se ven los hilos que maneja el guionista. Y por último, el director intenta jugar la baza del romanticismo pero, ¡MEC!, error de nuevo. Todo va demasiado deprisa. Una mirada se convierte en un sentimiento profundo y agónico. Y un calentoncillo de nada, en el romance del año. De nuevo falta credibilidad en la escena, en las interpretaciones y en la historia en sí.
Y es que la película se va desmontando por momentos. La fragilidad de los personajes los convierte en meros apuntadores. No hay profundidad. No hay evolución. No hay tiempo para el desarrollo. Y el espectador se queda con sus porqués sin contestar. Y yo empiezo a mirar el reloj. El bueno de Jeremy Irons, interpretando al impulsivo profesor, no tiene apenas tiempo de darnos razones que expliquen su repentina huida de Suiza en busca del autor de un librucho sin importancia. El planteamiento del film es tan fugaz que no presenta al personaje protagonista, un señor aburrido, triste y gris que necesita vidilla. Algo que intuyes más tarde, porque lo que es explicar… Vuelvo a mirar el reloj.
Durante la película, todos los personajes que van apareciendo están absolutamente fascinados por el autor de la novela que Irons ha encontrado. Todos lo admiran y hablan de él como si de un ser celestial se tratara. Pues bien, ni la divinidad del autor ni su historia consiguen atravesar la pantalla y cautivar al espectador pues todo resulta falso y barato. Y al mirar el reloj, el tiempo parece dilatarse.
Para acabar de rematar, los diálogos son flojos y el toque de humor descansa sobre varios chistes desafortunados que solo arrancan la risita del señor que tengo al lado. A mí no me ha hecho gracia ninguna. Será que soy muy sosa. Vuelvo a mirar el reloj y, ahora sí, marca la hora que quería, la de FIN. ¡Uy, qué alivio!
La película se debate entre tres géneros, pero desgraciadamente no se siente cómoda en ninguno de ellos. La historia que el profesor descubre, tras las páginas del libro perdido, trata sobre el final de la dictadura de Salazar en Portugal. Pero la trama pasa tan de puntillas sobre el tema que no puede considerarse una película histórica. Falta profundidad, rigor, detalles… El segundo intento dispara contra el drama pero, ¡ups!, vuelve a fallar. Es todo tan inverosímil y forzado que nadie se cree el sufrimiento de los atormentados personajes. No empatizas con ellos, no quieres saber más, no te crees ni una palabra de lo que cuentan… Se ven los hilos que maneja el guionista. Y por último, el director intenta jugar la baza del romanticismo pero, ¡MEC!, error de nuevo. Todo va demasiado deprisa. Una mirada se convierte en un sentimiento profundo y agónico. Y un calentoncillo de nada, en el romance del año. De nuevo falta credibilidad en la escena, en las interpretaciones y en la historia en sí.
Y es que la película se va desmontando por momentos. La fragilidad de los personajes los convierte en meros apuntadores. No hay profundidad. No hay evolución. No hay tiempo para el desarrollo. Y el espectador se queda con sus porqués sin contestar. Y yo empiezo a mirar el reloj. El bueno de Jeremy Irons, interpretando al impulsivo profesor, no tiene apenas tiempo de darnos razones que expliquen su repentina huida de Suiza en busca del autor de un librucho sin importancia. El planteamiento del film es tan fugaz que no presenta al personaje protagonista, un señor aburrido, triste y gris que necesita vidilla. Algo que intuyes más tarde, porque lo que es explicar… Vuelvo a mirar el reloj.
Durante la película, todos los personajes que van apareciendo están absolutamente fascinados por el autor de la novela que Irons ha encontrado. Todos lo admiran y hablan de él como si de un ser celestial se tratara. Pues bien, ni la divinidad del autor ni su historia consiguen atravesar la pantalla y cautivar al espectador pues todo resulta falso y barato. Y al mirar el reloj, el tiempo parece dilatarse.
Para acabar de rematar, los diálogos son flojos y el toque de humor descansa sobre varios chistes desafortunados que solo arrancan la risita del señor que tengo al lado. A mí no me ha hecho gracia ninguna. Será que soy muy sosa. Vuelvo a mirar el reloj y, ahora sí, marca la hora que quería, la de FIN. ¡Uy, qué alivio!

5.5
5,934
4
6 de junio de 2014
6 de junio de 2014
16 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando uno va al cine, espera encontrar una película enmarcada en un género cinematográfico, o en unos cuantos, pero bien definidos. Yo no sé qué pasa últimamente pero no hago más que encontrarme pretenciosas películas, que van de todo y van de nada. Y sales de la sala de cine y piensas: ¿qué acabo de ver? ¿De qué iba esto? Aprendiz de gigoló es una de esas.
Para empezar, me sorprendió mucho ver a Woody Allen actuando en una película que no fuera de su propia creación. Como hablamos de uno de los directores más prolíficos del panorama, ya pensaba yo que volvía a la carga tras Blue Jasmine. Pero no. Resulta que solo actúa. Y la verdad, lo hace de fábula; interpretando, eso sí, su eterno personaje, o sea, a sí mismo.
La película empieza como una hilarante comedia del Woody Allen de los mejores tiempos. Buen sarcasmo, humor ácido, la cara más bella y amable de Nueva York... Cualquiera habría dicho que la película es suya. Pero poco a poco se va desdibujando. La surreal propuesta del personaje de Allen es aceptada rápidamente por el de Turturro, algo que no se entiende de ninguna manera. Segundos después nos deslumbra una sensual y espléndida Sharon Stone, que no ha perdido ni un centímetro de su sex-appeal (cómo me ha gustado siempre…) Y rato más tarde aparece en escena la siempre exuberante Sofía Vergara, más excesiva y fuera de lugar que nunca. La comedia fina de los primeros minutos, liderada por el maestro del humor sarcástico, va derivando en bobería absoluta, para terminar cayendo en el romanticismo más ñoño y pastel. Con el judaísmo ortodoxo de por medio, sin pretender nada serio pero sin arrancar carcajadas, el film va mutando de la comedia al pseudodrama y de ahí al romance. Un batido cinematográfico con tanta diversidad frutal que el espectador no sabría definir su sabor.
¿Te ríes? Un poco. ¿Te conmueve? Ni un ápice. ¿Te aporta? Nada en absoluto. ¿Te gustó? Pues no sabría qué decir. Lo mejor, la interpretación de Woody y la simple presencia de la Stone. Lo peor, Vergara, sus ubres y todo lo demás.
Para empezar, me sorprendió mucho ver a Woody Allen actuando en una película que no fuera de su propia creación. Como hablamos de uno de los directores más prolíficos del panorama, ya pensaba yo que volvía a la carga tras Blue Jasmine. Pero no. Resulta que solo actúa. Y la verdad, lo hace de fábula; interpretando, eso sí, su eterno personaje, o sea, a sí mismo.
La película empieza como una hilarante comedia del Woody Allen de los mejores tiempos. Buen sarcasmo, humor ácido, la cara más bella y amable de Nueva York... Cualquiera habría dicho que la película es suya. Pero poco a poco se va desdibujando. La surreal propuesta del personaje de Allen es aceptada rápidamente por el de Turturro, algo que no se entiende de ninguna manera. Segundos después nos deslumbra una sensual y espléndida Sharon Stone, que no ha perdido ni un centímetro de su sex-appeal (cómo me ha gustado siempre…) Y rato más tarde aparece en escena la siempre exuberante Sofía Vergara, más excesiva y fuera de lugar que nunca. La comedia fina de los primeros minutos, liderada por el maestro del humor sarcástico, va derivando en bobería absoluta, para terminar cayendo en el romanticismo más ñoño y pastel. Con el judaísmo ortodoxo de por medio, sin pretender nada serio pero sin arrancar carcajadas, el film va mutando de la comedia al pseudodrama y de ahí al romance. Un batido cinematográfico con tanta diversidad frutal que el espectador no sabría definir su sabor.
¿Te ríes? Un poco. ¿Te conmueve? Ni un ápice. ¿Te aporta? Nada en absoluto. ¿Te gustó? Pues no sabría qué decir. Lo mejor, la interpretación de Woody y la simple presencia de la Stone. Lo peor, Vergara, sus ubres y todo lo demás.

5.1
30,164
2
6 de junio de 2014
6 de junio de 2014
18 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si tuviera que definirme a mí misma, religiosa no estaría entre los adjetivos elegidos. No he tomado la comunión, jamás asistí a una clase de religión y en las bodas siempre espero en el bar. Así que hablaros de Noé como relato bíblico, no es una buena idea. Así que hablemos de la película como lo que en definitiva es, una pieza audiovisual de ficción.
Tras el despropósito narrativo de Cuento de invierno, Jennifer Connelly y Russell Crowe comparten pantalla de nuevo en otro bodrio de alto presupuesto. Efectos especiales hasta en los créditos, una historia sin gancho, una realización anodina, efectismo y derroche de recursos.… Vamos, lo que viene siendo una súper producción. Aunque para ser más exacta, os diré que esta trata de la historia de Noé, un fanático religioso, obsesionado con complacer a su dios y que, además de haber perdido completamente el norte, es un machista y un maltratador de cuidado. Russell Crowe se pasa la película dando órdenes a voces y maltratando psicológicamente a toda la familia. Peor suerte corre el florero de Jennifer Connelly, empeñada en apoyar al lunático de su marido, dándole consejos en vano, con cara de corderito moribundo e intentando inculcarle una sensibilidad y una compasión completamente ajenas a él. Y Noé, por su parte, ignorando por completo a su complaciente mujer, porque no es más que un burguesito de su época que se encuentra de repente con el paraíso y, obvio, no quiere que nadie entre a su parcela residencial a tocarle las narices. ¿Os suena? Claro que sí. Mientras la familia modelo almacena animales mágicamente adormecidos (otra cosa que no entiendo) en un barco gigantesco, el pueblo, empobrecido, desesperado y gobernado por el clásico villano (encarnación del ateísmo y la ausencia de fe), se amontona a las puertas del pedacito de cielo que ostenta el elegido. Todo muy contemporáneo, ¿no creéis?
Acostumbrados a un tipo de realización y montaje mucho más personal, véase Réquiem por un sueño, Darren Aronofsky sorprende con una dirección correcta, académica y estándar; salpicada, eso sí, con momentos de montaje frenético y fotografía cuidada (marcas muy propias) pero que dentro del conjunto, pierden completamente el sentido, pues la desconexión con el resto de la cinta es más que evidente. La falta de realismo en los personajes es la verdadera catástrofe del film. Mientras el pobre Crowe en cada secuencia está más viejo y fondón, la señorita Connelly luce el mismo rostro atractivo y sensual. No le pintan ni una cana, oiga. Por no hablar del vestuario, comprado todo él en Coronel Tapioca.
No albergaba esperanza de encontrarme con otro Cisne negro, pero viniendo de Aronofsky, tampoco esperaba aburrirme tanto. Y es que dos horas y media de iluminación y diluvio dan para muchos bostezos.
Tras el despropósito narrativo de Cuento de invierno, Jennifer Connelly y Russell Crowe comparten pantalla de nuevo en otro bodrio de alto presupuesto. Efectos especiales hasta en los créditos, una historia sin gancho, una realización anodina, efectismo y derroche de recursos.… Vamos, lo que viene siendo una súper producción. Aunque para ser más exacta, os diré que esta trata de la historia de Noé, un fanático religioso, obsesionado con complacer a su dios y que, además de haber perdido completamente el norte, es un machista y un maltratador de cuidado. Russell Crowe se pasa la película dando órdenes a voces y maltratando psicológicamente a toda la familia. Peor suerte corre el florero de Jennifer Connelly, empeñada en apoyar al lunático de su marido, dándole consejos en vano, con cara de corderito moribundo e intentando inculcarle una sensibilidad y una compasión completamente ajenas a él. Y Noé, por su parte, ignorando por completo a su complaciente mujer, porque no es más que un burguesito de su época que se encuentra de repente con el paraíso y, obvio, no quiere que nadie entre a su parcela residencial a tocarle las narices. ¿Os suena? Claro que sí. Mientras la familia modelo almacena animales mágicamente adormecidos (otra cosa que no entiendo) en un barco gigantesco, el pueblo, empobrecido, desesperado y gobernado por el clásico villano (encarnación del ateísmo y la ausencia de fe), se amontona a las puertas del pedacito de cielo que ostenta el elegido. Todo muy contemporáneo, ¿no creéis?
Acostumbrados a un tipo de realización y montaje mucho más personal, véase Réquiem por un sueño, Darren Aronofsky sorprende con una dirección correcta, académica y estándar; salpicada, eso sí, con momentos de montaje frenético y fotografía cuidada (marcas muy propias) pero que dentro del conjunto, pierden completamente el sentido, pues la desconexión con el resto de la cinta es más que evidente. La falta de realismo en los personajes es la verdadera catástrofe del film. Mientras el pobre Crowe en cada secuencia está más viejo y fondón, la señorita Connelly luce el mismo rostro atractivo y sensual. No le pintan ni una cana, oiga. Por no hablar del vestuario, comprado todo él en Coronel Tapioca.
No albergaba esperanza de encontrarme con otro Cisne negro, pero viniendo de Aronofsky, tampoco esperaba aburrirme tanto. Y es que dos horas y media de iluminación y diluvio dan para muchos bostezos.
6 de junio de 2014
6 de junio de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
El éxito está compuesto por dos elementos esenciales: la aptitud y la actitud. O lo que es lo mismo, el qué y el cómo. Pero, ¿qué es más importante? El talento es fundamental para triunfar pero aquello que lo catapulta a la cima es cómo lo mostremos al mundo, cómo lo vendemos, cómo nos vendemos. Los ojos amarillos de los cocodrilos versa sobre esta idea.
El film nos muestra la clásica disputa entre hermanas: la inteligente versus la hermosa; el ratón de biblioteca frente a la reina del cóctel de media tarde; el éxito efímero y superficial contra el triunfo personal y silencioso. Una premisa interesante si no fuera porque este punto de partida los creadores de ficción lo han utilizado hasta la saciedad. Y en este film, la idea inicial se queda en cuentecito inocente. Y es una pena porque esta confrontación está más vigente que nunca. El éxito es una meta que la sociedad nos exige, y cada vez más. No alcanzarla significa el anonimato absoluto; y este, la peor condena para un ser humano del siglo XXI, una época en la que no ser popular es peor que la muerte. Nos hemos consagrado a la búsqueda de la felicidad, entendiéndola como la vida que nos espera una vez alcancemos el éxito. ¿Pero qué es el éxito? ¿Qué determina su consecución? En los tiempos que corren, está claro que este nada tiene que ver con llegar a conocerse a uno mismo ni con sentirse a gusto con el hallazgo ni con ser capaces de sentir amor ni con apreciar lo que uno tiene… En nuestra sociedad, el éxito se mide en likes de Facebook, en ceros de un sueldo o en base al grado de repercusión mediática que tiene una profesión. En fin, que el tema da par un amplio debate, pero la película de Cécile Telerman (adaptación de la trilogía de Katherine Pancol) no profundiza lo suficiente como para generarlo.
Desde el punto de vista narrativo, los personajes no acaban de dibujarse del todo, tal vez las interpretaciones no ayuden: la falsa inseguridad de una protagonista que no te crees; los labios morcilleros de Emmanuelle Béart, que distraen la atención de su personaje, la histriónica y caricaturizada “Palillo”... Por otro lado, las subtramas que sobrevuelan el eje central resultan inconexas y pobres. Ni suman ni evolucionan con paso firme. La trama principal sí lo hace correctamente, pero el drama se queda en anécdota cuando podía haber sido mucho más duro y personal. El ritmo es apresurado y las constantes elipsis temporales, demasiado evidentes. Convertir una trilogía en película, a pesar de alargarla hasta las dos horas y poco, no es tarea fácil. El film se deja ver pero no emociona. Entretiene pero no invita a la reflexión. Avanza pero no arrolla a su paso. Demasiado azúcar como para no salir con dolor de estómago.
marujeopostmoderno.com
El film nos muestra la clásica disputa entre hermanas: la inteligente versus la hermosa; el ratón de biblioteca frente a la reina del cóctel de media tarde; el éxito efímero y superficial contra el triunfo personal y silencioso. Una premisa interesante si no fuera porque este punto de partida los creadores de ficción lo han utilizado hasta la saciedad. Y en este film, la idea inicial se queda en cuentecito inocente. Y es una pena porque esta confrontación está más vigente que nunca. El éxito es una meta que la sociedad nos exige, y cada vez más. No alcanzarla significa el anonimato absoluto; y este, la peor condena para un ser humano del siglo XXI, una época en la que no ser popular es peor que la muerte. Nos hemos consagrado a la búsqueda de la felicidad, entendiéndola como la vida que nos espera una vez alcancemos el éxito. ¿Pero qué es el éxito? ¿Qué determina su consecución? En los tiempos que corren, está claro que este nada tiene que ver con llegar a conocerse a uno mismo ni con sentirse a gusto con el hallazgo ni con ser capaces de sentir amor ni con apreciar lo que uno tiene… En nuestra sociedad, el éxito se mide en likes de Facebook, en ceros de un sueldo o en base al grado de repercusión mediática que tiene una profesión. En fin, que el tema da par un amplio debate, pero la película de Cécile Telerman (adaptación de la trilogía de Katherine Pancol) no profundiza lo suficiente como para generarlo.
Desde el punto de vista narrativo, los personajes no acaban de dibujarse del todo, tal vez las interpretaciones no ayuden: la falsa inseguridad de una protagonista que no te crees; los labios morcilleros de Emmanuelle Béart, que distraen la atención de su personaje, la histriónica y caricaturizada “Palillo”... Por otro lado, las subtramas que sobrevuelan el eje central resultan inconexas y pobres. Ni suman ni evolucionan con paso firme. La trama principal sí lo hace correctamente, pero el drama se queda en anécdota cuando podía haber sido mucho más duro y personal. El ritmo es apresurado y las constantes elipsis temporales, demasiado evidentes. Convertir una trilogía en película, a pesar de alargarla hasta las dos horas y poco, no es tarea fácil. El film se deja ver pero no emociona. Entretiene pero no invita a la reflexión. Avanza pero no arrolla a su paso. Demasiado azúcar como para no salir con dolor de estómago.
marujeopostmoderno.com

6.2
1,102
6
24 de junio de 2014
24 de junio de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El que no es escritor no sabe de qué hablo. El que no conoce a uno íntimamente no sabe de qué hablo. El que no lo sufre cada día no sabe de qué hablo. Aislamiento, reflexión, un rico mundo interior, una deficitaria vida social, muchas preguntas por resolver, infinidad de respuestas que analizar… Demasiadas emociones como para no plasmarlas por escrito. Todo escritor (o creador de cualquier tipo) que se precie tiene un punto atormentado. Vive total o temporalmente sumido en la angustia. La oscuridad es su identidad y la soledad su compañera. Todo genio tiene su obra, pero también su extravagancia, su locura y su zozobra. El que no padece la enfermedad de las letras no sabe de qué hablo.
Violette Leduc, protegida de Simone de Beauvoir, era un claro ejemplo del literato descrito. Acomplejada, atormentada por la soledad, visceral. Rota por una infancia difícil y coprotagonista de una conflictiva relación maternofilial, alimentada de carencias y reproches. De Beauvoir, en cambio, era fría, racional, segura, triunfadora y respetada. O al menos así nos lo cuenta la película de Martin Provost. Leduc no pudo sino dejarse deslumbrar por la escritora y filósofa. Entre ellas se estableció una relación distante y compleja, pero llena de confianza, respeto y admiración mutua. Simone sabía del talento de Violette y la empujó incansable hacia su propósito. Y ella, ajena a su propio don, se dejó llevar cual hoja seca en otoño.
Violette es un sincero retrato de una de las escritoras francesas precursoras del feminismo. Profundiza poco en la figura de Simone Beauvoir y en la relación que esta mantiene con la protagonista, al menos desde su punto de vista, desde sus sentimientos hacia esta. La película concentra sus energías en Violette. Cómo vivió, cómo sintió y cómo escribió la primera autora en hablar de temas tabú como, por ejemplo, el lesbianismo. Es un relato bello, pausado y minucioso; no apto para impacientes, idóneo para amantes de la literatura. La trama se desliza a través de sus personajes de forma poética, al mismo ritmo que un escritor tarda en parir un gran texto. No esperéis un desarrollo rápido y fácil. Pero el desenlace vale la espera. Salí del cine con unas ganas horribles de escribir, de dejarlo todo, de comprarme una casita en la Provenza y ensuciar cuadernos al atardecer hasta quedar exhausta. Y que le den al mundo.
Violette, una historia que narra la soledad del artista, la incomprensión, la complejidad de su ser. Pero un grito de esperanza también. Porque por muy aislado que se sienta un escritor, jamás estará solo, pues siempre le quedarán tinta, papel y palabras. Pero el que no vive de las letras no sabe de qué hablo.
marujeopostmoderno.com
Violette Leduc, protegida de Simone de Beauvoir, era un claro ejemplo del literato descrito. Acomplejada, atormentada por la soledad, visceral. Rota por una infancia difícil y coprotagonista de una conflictiva relación maternofilial, alimentada de carencias y reproches. De Beauvoir, en cambio, era fría, racional, segura, triunfadora y respetada. O al menos así nos lo cuenta la película de Martin Provost. Leduc no pudo sino dejarse deslumbrar por la escritora y filósofa. Entre ellas se estableció una relación distante y compleja, pero llena de confianza, respeto y admiración mutua. Simone sabía del talento de Violette y la empujó incansable hacia su propósito. Y ella, ajena a su propio don, se dejó llevar cual hoja seca en otoño.
Violette es un sincero retrato de una de las escritoras francesas precursoras del feminismo. Profundiza poco en la figura de Simone Beauvoir y en la relación que esta mantiene con la protagonista, al menos desde su punto de vista, desde sus sentimientos hacia esta. La película concentra sus energías en Violette. Cómo vivió, cómo sintió y cómo escribió la primera autora en hablar de temas tabú como, por ejemplo, el lesbianismo. Es un relato bello, pausado y minucioso; no apto para impacientes, idóneo para amantes de la literatura. La trama se desliza a través de sus personajes de forma poética, al mismo ritmo que un escritor tarda en parir un gran texto. No esperéis un desarrollo rápido y fácil. Pero el desenlace vale la espera. Salí del cine con unas ganas horribles de escribir, de dejarlo todo, de comprarme una casita en la Provenza y ensuciar cuadernos al atardecer hasta quedar exhausta. Y que le den al mundo.
Violette, una historia que narra la soledad del artista, la incomprensión, la complejidad de su ser. Pero un grito de esperanza también. Porque por muy aislado que se sienta un escritor, jamás estará solo, pues siempre le quedarán tinta, papel y palabras. Pero el que no vive de las letras no sabe de qué hablo.
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